—¿Cómo? ¿Elclubdeloscorazonessolitariosnotejode? ¡ja, ja, ja!
—Sí, y le sigue en el mismo disco “con una pequeña ayuda de mis amigos”. Pero eso es difícil, porque los amigos nunca están cuando los necesitas.
—Yo eso no lo sé, porque nunca he necesitado a mis amigos.
Y así siguieron, hablando y tomando copas durante un buen rato. Y mezclaban las ocurrencias más superficiales con comentarios llenos de la melancolía que los había llevado hasta allí. Cuando ya estaban bastante borrachos, comenzaron a besarse, protegidos por la oscuridad casi absoluta del local.
Salieron del pub. Caminaban y se besaban. Ella sabía que era una locura. Y sin embargo…
¡JODER, PACHECO!
—¡Joder Pacheco, qué envidia!
—Mira, Ramiro, no me toques los cojones. Para un lío que hay en esta mierda de ciudad, y nos tiene que tocar a mí y a los míos un marrón como este.
—Ni marrón ni leches, no te quejes. Por fin han matado a uno de los suyos, y a nosotros nos toca descojonarnos vivos. Mira que si, además, os toca pillar a un pez gordo, sería la leche.
—No digas chorradas. Apareció en un descampado, con los pantalones bajados y un ladrillazo en la cabeza. Seguro que es un problema entre maricas. Pero claro, como habló tres veces en la asamblea de la facultad, y se le vio repartir cuatro folletos de los troskos, y a pesar de eso nos han endilgado el caso a nosotros. ¡Manda huevos! Estos son un grupo de pirados, y nada más.
—Pues por el tema de los sarasas tampoco creo que tengas mucha suerte. Fíjate la novieta que se había echado el mozo.
—Eso a mí no me dice nada. No será la primera vez que un marica lleva una doble vida y come carne o pescado según le vaya en el mercado. O que se saca unas pesetillas de putón. En fin, empezaremos por la novia, a ver qué nos dice. Desde luego, semejante ladrillazo no lo da una tía finita como esa. La brecha se la hizo alguien con mucha fuerza. Pero algo sabrá.
Por cierto, quiero que los tuyos participen. No tengo claro todavía el rumbo que tomará esto, y no quiero descartar nada. Tampoco los vicios, incluidas las drogas.
—A tus órdenes siempre, señor inspector.
—¡Vete a tomar por culo!
—Siempre detrás de ti. ¡Ja, ja, ja!
CECILIA
Cecilia se derrumbó al saber por qué le habían llamado. Estuvo llorando un buen rato. Pacheco le dejó desahogarse. Luego, comenzó a interrogarla.
El día de los hechos, Cecilia había quedado con su novio a las siete de la tarde. La razón: quería romper con él. Le dio las razones, quizás demasiado rápidamente, porque nunca le habían gustado los numeritos del pobre novio abandonado. Y no, no tenía miedo de una reacción demasiado airada. Pedro no era violento, en absoluto. Lo que más le gustaba de él era su tranquilidad, su aplomo en todas las situaciones.
¿Qué por qué rompió con él? Porque solo le gustaba estar metido en casa, estudiar, charlar, leer, y todas esas cosas. A ella le gustaba salir por ahí, con amigos, ir al cine, bailar, divertirse. Y él siempre encontraba alguna excusa para no salir. Muchos fines de semana salía ella sola con sus amigas para no aburrirse con él en el piso.
Ese día, después de hablar con Pedro, Se fue directa al Colegio Mayor. Estuvo estudiando un rato, vio un poco la tele, cenó y se acostó. Claro que podía demostrarlo. En la puerta del Colegio Mayor una monja anotaba sistemáticamente las entradas y salidas. Tardó mucho en dormirse. Esas situaciones eran desagradables, y la verdad es que apreciaba mucho a Pedro.
Si, sabía que le interesaba mucho la política, leía libros de todo tipo, sobre todo novelas, pero también alguno de Lenin, Trotski y de ese estilo. Alguna vez le había prestado algún libro de esos, pero nunca había conseguido pasar de la tercera página. Eran un rollo.
No, él no era de la otra acera, qué tontería. No le había visto amigos “raritos” ni nada parecido. Tampoco era consumidor habitual de drogas. Solamente un par de veces le había visto fumando un porro con sus amigos del piso. Ella no, no le gustaba ese rollo.
El inspector siguió interrogando a Cecilia durante más de media hora, sin conseguir que cayera en contradicciones. Cecilia era una persona inteligente y a la vez superficial. Buena estudiante, nunca había intervenido en política, que se supiera. Tampoco en partidos medio tolerados, como PSOE, o más conservadores, como AP. Iba regularmente a las asambleas, pero no intervenía. Vivía en un Colegio Mayor femenino, sus amigas eran también buenas estudiantes. Había tenido varias parejas, y Pedro parecía ser el más interesante. El resto, jóvenes de buena familia, compañeros de clase que había conocido en la comisión de apuntes o bailando en una discoteca. Relaciones de dos o tres meses, normalmente rotas por ella, que no quería comprometerse tan pronto ni tanto.
Sus padres, gente sencilla, comerciantes con una zapatería en Burgos, ganaban lo suficiente para que su hija estudiara enfermería en una ciudad como Valladolid y fuera a un Colegio Mayor como Dios manda, regentado por monjas. Su única hija, su orgullo en la vida.
El inspector le advirtió que no debía comentar esto con nadie, ni salir de la ciudad, y la dejó marchar.
JOSE, MARIANA Y LAURA
El trío fantástico. Los tenía a los tres aislados, cada uno en una celda, más de dos días sin ver a nadie, excepto a un policía que les llevaba un bocadillo de tarde en tarde. Sin permitirles ver la luz del sol, sin un ritmo de comidas. Haciendo que perdieran la percepción del tiempo, del día y la noche. Estaban aislados y solos, el resto del mundo había desaparecido. No tenían ni idea de por qué estaban allí.
Habían irrumpido en el piso a las siete de la mañana, justo antes de levantarse para ir a clase. Se habían llevado panfletos, libros y hasta una vietnamita. La vietnamita era una multicopista casera que había fabricado Pedro y servía para hacer panfletos, unos cincuenta por calco. La noche anterior habían estado hablando de la situación política, del salto cualitativo en la lucha por el socialismo revolucionario, en fin, de todo lo que les preocupaba y la interpretación que Jose les hacía, era el intelectual del piso y de la célula. Terminaron discutiendo por lo de siempre, Jose no había fregado los cacharros, y mañana le tocaba hacer la comida, etc., etc.
Jose tenía miedo. Siempre había oído hablar de las palizas de la policía, de los interrogatorios, de las torturas. Y eso no era todo. Podía ser el fin de sus carreras, la pérdida de confianza de sus compañeros de partido, el aislamiento de todo lo que disfrutaba, compañerismo, amistades, acción política. A medida que pasaban las horas, su confianza en sí mismo, sus convicciones, hasta su amor propio se tambaleaban. Eran unos estúpidos que no habían tomado ni las más elementales precauciones de clandestinidad.
Por otra parte, se preguntaba si alguien se habría ido de la lengua, si tenían un topo dentro, o algún conocido de otro partido que hubiera cantado. Desde luego, no eran tan importantes como para que la policía se preocupase de meterles a alguien infiltrado, ni nada parecido. Pensó de todo, un golpe de mano de las fuerzas más reaccionarias del régimen, un atentado contra Franco o un empeoramiento de su salud, la muerte del “caudillo”…
Estaba verdaderamente asustado. Dos noches sin dormir. El silencio más absoluto. Se habían llevado también a Mariana y a Laura, pero no oía gritos ni golpes, ni ninguna voz. En un momento de la noche permanente en la que le habían sumergido, le pareció escuchar un llanto muy apagado, pero pudo ser también fruto de su imaginación. De repente, se abrió la puerta de la celda y un guardia con cara de pocos amigos le gritó: —¡acompáñeme!—
UNA CENA
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