Ramiro Castillo Mancilla - Un monje medieval

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Es la hora en que el alba se asomaba por todos los caminos, antes del amanecer, un monje lloraba en su miserable celda de penitencia, pues su alma sangraba de impotencia, y siguió llorando hasta que los primeros rayos del sol dispersaron las tinieblas.
Esta novela reflexiva, con cierta profundidad espiritual, transporta al lector a los escenarios de la Edad Media con su oscurantismo, en la España del siglo XV.
Narra la vida de dos monjes: Bernardo de Mendoza y Julio de Ceballos, en un monasterio de aquella época, sitio en el que buscaban elevarse sobre las miserias humanas con métodos extremos.
El fraile Julio solicita permiso para hacer un largo viaje y cumplir el juramento hecho a su hermano de devoción, Bernardo. Vive muchas calamidades y encuentra todo tipo de personas en el camino, situaciones que refuerzan la fe y su grandeza de corazón.

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Después alcanzar la anhelada liberación, la suprema sanación con la catarsis, los dos religiosos siguieron caminando en silencio. Pero de pronto el monje Julio observó un hormiguero que atravesaba el hermoso jardín y que llamó poderosamente su atención. Sin poder contenerse invitó a Bernardo a observar cómo trabajaban las hormigas sin descanso.

—Fíjate, hermano, que siempre que observo un hormiguero lo veo desde el punto de vista de lo infinito y de lo eterno y por ello pienso que el universo así nos ve a nosotros y digo: ¿qué problemas puedo tener si vivo rodeado de lo que no tiene fin?, y otras veces me pregunto: ante el infinito y lo eterno ¿mis problemas serán problemas? Entonces me convenzo de que todos mis malestares se tornan insignificantes comparados con el infinito y que todo lo que pase en este mundo, no tiene ninguna relevancia con respecto a la inmensidad del universo. El mundo sigue girando indiferente y la vida sigue sin problemas —terminó diciendo Julio de Ceballos al momento en que el hormiguero se comenzó a pintar de gris y las hormiguitas, afanosas, se metían en un amplio y arenoso agujero.

El airecillo fresco de la tarde comenzaba a refrescar. Después de dar otra vuelta alrededor del jardín, Bernardo reflexionó en las palabras dichas por su hermano. Poco a poco su alma se fue calmando.

Anochecía, cuando la meditación silenciosa le hizo sentir una sensación de bienestar porque en ese momento, su alma agitada se abrió inconscientemente, para dar paso a un bálsamo curativo que, penetrando silencioso en su esencia, poco a poco, la fue calmando hasta compararse con un mar terso, en el que ninguna aspiración ondula. Con esa paz espiritual se retiró a su celda.

Una magnifica luna llena se adueñó del cielo como si fuese la reina de la noche, rodeada por un manto estrellado que iluminaba el arcaico monasterio, arriba de la colina.

Fray Bernardo ya sabía que dominar la mente en forma sostenida era imposible. Debido a ello, la paz espiritual o como le llamaban ellos, la beatitud, que significa lo mismo, era sumamente difícil de conseguir. Tenía el conocimiento de que el mayor enemigo de la mente era el “querer”; de ahí que ese equilibrio mental siempre fuera vacilante y de corta duración. Por ello tenía que mantener una lucha tenaz contra el apego y el pesar. Porque en cualquier descuido, la verdadera paz del corazón se alteraba motivando la indisciplina de una mente.

Esa noche, después de mantener bajo control los recuerdos de su madre, como hecho adrede, la mente se complacía en molestarlo, pues ahora lo laceraba el recuerdo de su hermana Margarita; recordaba que en el campo de hortalizas ella era la encargada de cerrar la bodega de los cestos para recoger las legumbres, y por ello salía un poco más tarde que él. Ese fue el motivo por el que aquella tarde trágica, Margarita llegó a casa después de que su madre tomó la determinación de suicidarse. Encontró a Bernardo desmayado a los pies de ella. Cómo olvidar ese momento, claramente recordaba que ella lo abanicó para volverlo en sí.

Esos recuerdos atraparon su mente para no dejarlo dormir; pasó la noche como si fuese un gusano, dando vueltas en su duro camastro de penitente que por cierto, era de cantera. Y siguió así por el resto de la noche hasta la madrugada. Se dio cuenta cuando escuchó el canto de los gallos del monasterio. A esa hora, de plano se levantó y se hincó a rezar en un rústico reclinatorio de penitente, dentro de su celda. Afuera, el canto de los gallos continuaba.

Por las mañanas, los monjes llevaban a cabo los ejercicios espirituales en la iglesia del lugar, antes de pasar al refectorio a tomar un frugal desayuno. Al salir, Bernardo fue abordado por el monje encargado de los huertos de cultivo. Le indicó que acarreara a la cocina unos pesados canastos de mimbre, llenos de hortalizas: parte de la cosecha que los mismos monjes cultivaban en los huertos del monasterio. Dicha labor se alargó todo el día y Bernardo se sintió beneficiado, pues con ese trabajo extenuante los malos pensamientos se alejaron de su mente.

Ya era tarde cuando termino su encomienda. Pero en vez de retirarse a su celda, sintió la necesidad de meditar en un lugar tranquilo y solitario; y, como lo hacía a menudo, buscó los altos plátanos de sombra, en el jardín, que en esos momentos tenía como fondo una preciosa puesta de sol. Era un remanso de paz. Y él necesitaba que su alma rebelde se aquietara con ese paisaje encantador. Pero sus castos ojos serenos, solo observaron la sombra del monasterio como si fuera un muerto que descansaba los pies arriba de la colina y el cuerpo inerte tendido a lo largo de la pradera. Después recordó lo escuchado en una ocasión en el claustro: que la naturaleza era el espejo del alma, y lloró en silencio.

Al poniente, el astro rey se despidió dejando un atardecer sombrío durante la hora de las plegarias.

Por la noche, recostado en su pobre camastro, fray Bernardo observó con nostalgia que un rayo de luna entraba por la claraboya situada en la parte alta de su celda, que hacía las veces de una pequeña ventana en la estancia, y pensaba que ese rayo de luna que anegaba su celda era como el estado del alma crepuscular, sumergida en esa luz misteriosa, que avanzaba a tientas sin hacer ruido. Como esos deseos insatisfechos del alma, como esas angustias que anidaban en su corazón.

Ese rayo de luna lo hacía sentir una huella de vacío, pero a la vez de esperanza, porque era como una sonda de luz que, arrojada a los pozos de su vida interior, le hacía ver esas profundidades ignoradas y esa inmensa tristeza que sentía por la pérdida de su madre. Pero había algo más que eso, y es que ese rayo de luna le enseñaba que no estaba en el orden, que no tenía una paz verdadera y que su alma era un abismo inquieto sin un ordenamiento real, ni con la vida ni con la muerte.

Afuera, el viejo monasterio dormía bajo la luz de una luna llena que lo hacía más monumental, más enigmático.

La vida de Bernardo de Mendoza, en Buenaventura, tuvo un cambio repentino después de la muerte de su madre: su carácter alegre y jovial se tornó sombrío. Aquella sonrisa a flor de piel se esfumó de pronto, dando paso a una máscara adusta. Empezó a perder interés en la vida, continuamente suspiraba con tristeza.

Después de esa tragedia, su hermana Margarita se sintió desamparada y consagró su vida al recogimiento y a la oración. Un día vio a unas monjas en la iglesia de su aldea y le comentó al sacerdote su interés por ingresar al convento. El cura le explicó que debería pasar un tiempo prudente, para que se esclarecieran sus aspiraciones. Para ingresar a esa vida requería estar realmente segura y tener una verdadera vocación. A partir de ahí, ella se dedicó en cuerpo y alma a prepararse espiritualmente. Y al poco tiempo sintió en su corazón esa profunda y misteriosa inclinación, que es el inicio de ese áspero camino de la vida penitente. Ello le dio ánimos al cura de Buenaventura para llevarla personalmente al convento y conferenciar con la madre superiora, para su posterior ingreso como novicia al convento de San Rafael. que pertenecía a la provincia de Toledo.

Los dos hermanos acudían regularmente al panteón de Buenaventura, a visitar la tumba de su madre. Y esa tarde, después del mediodía, no podía ser de otra manera. El mes de agosto, con su clásica neblina húmeda y fría, pintó de gris sepulturas, lápidas y crucifijos de todo el camposanto. Tal vez porque Margarita asistía más triste que de costumbre, porque en esa ocasión se despediría de la tumba de su progenitora; esa misma tarde partiría al convento donde ya había sido aceptada.

Los hermanos rezaron hincados frente al humilde sepulcro. De pronto, el rezo fue interrumpido por un pensamiento que les llegó espontáneamente, y que los marcaría de por vida convirtiendo esa tarde en una fecha inolvidable, ya que hicieron un juramento ante Dios. El juramento sagrado fue sellado poniendo las manos sobre una vieja cruz de madera, que estaba colocada en la cabecera de la tumba de la autora de sus días.

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