Ramiro Castillo Mancilla - Un monje medieval

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Es la hora en que el alba se asomaba por todos los caminos, antes del amanecer, un monje lloraba en su miserable celda de penitencia, pues su alma sangraba de impotencia, y siguió llorando hasta que los primeros rayos del sol dispersaron las tinieblas.
Esta novela reflexiva, con cierta profundidad espiritual, transporta al lector a los escenarios de la Edad Media con su oscurantismo, en la España del siglo XV.
Narra la vida de dos monjes: Bernardo de Mendoza y Julio de Ceballos, en un monasterio de aquella época, sitio en el que buscaban elevarse sobre las miserias humanas con métodos extremos.
El fraile Julio solicita permiso para hacer un largo viaje y cumplir el juramento hecho a su hermano de devoción, Bernardo. Vive muchas calamidades y encuentra todo tipo de personas en el camino, situaciones que refuerzan la fe y su grandeza de corazón.

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Su dolor se acrecentó al recordar las urracas parlanchinas, que llegaron antes del oscurecer a descansar en las ramas de la encina, con el áspero y horrible matraqueo que armaban al disputarse los nidos para sus polluelos. Sin ningún respeto hacia el cadáver de su madre, que el viento indiferente balanceaba en forma siniestra bajo su fronda, en espera de ser descolgada por la autoridad de Toledo, a la que pertenecía la aldea de Buenaventura.

Amanecía cuando el monje Bernardo logró dormitar un poco. A esa hora la neblina ocultaba el majestuoso monasterio, arriba de la colina. La luna hacía rato que se había escondido detrás de una solitaria nube negra, como para no encandilar el alba de la mañana, que ya recorría todos los caminos humedecidos por el rocío. Las flores de la pradera se despertaban bostezando, al ser movidas por el airecillo travieso que llegaba de allá lejos, de aquel lado de la sierra de San Vicente.

El Real Monasterio de la Colina era un viejo edificio medieval. Su claustro se erguía en elevadas columnas a cuyas espaldas quedaba una formación circular de viejos edificios, donde estaban ubicadas las celdas dormitorios. La casa del Prior, la hospedería, la sala capitular y la iglesia. Además, había varios edificios desperdigados, como la biblioteca, la enfermería, la sala de costura y algunas bodegas donde guardaban los aperos de labranza y la cosecha, entre otros, dentro de un extenso terreno circulado con una muralla de piedra, dentro los monjes tenían todo lo necesario para subsistir en esa dura vida monacal. Al frente del claustro había un hermoso y bien cuidado jardín de plantas mediterráneas: ahí se podían apreciar las siempre verdes adelfas con sus flores multicolores, los lentiscos con sus racimos rojos que esparcidos en la retama se adornaban con las flores blancas del mirto, que le daban un toque encantador; sin faltar el blanco y terso jazmín con sus inconfundibles filamentos, semejantes a espadas de oro; ni las graciosas petunias vestidas de color de rosa y las letanas con sus aromáticas flores color naranja que se asomaban inquietas entre el hermoso paisaje color verde, para observar el sol en su declive, en esa agradable y fresca tarde de la Edad Media.

El jardín estaba rodeado y cuidado por frondosos cipreses, con su llamativo color verde oscuro, los que le daban al lugar una armoniosa sobriedad, haciendo de él un vergel propicio para la meditación y el recogimiento.

Cuando salió el numeroso grupo de monjes del rosario vespertino, dos de ellos se separaron para dirigirse a caminar bajo los altos arcos del claustro. Tenían como fondo el hermoso jardín. Ninguno llegaba a los cuarenta años; uno se llamaba Bernardo de Mendoza, originario de una aldea llamada Buenaventura, dependiente de la antigua provincia de Toledo; el otro era Julio de Cevallos, procedente de un pueblito llamado Navas de Madroño, ubicado en la región de Extremadura. Desde que se conocieron en la comunidad monacal nació en ellos una verdadera hermandad, tal vez por la semejanza de sus personalidades. Además, ambos tenían aspiraciones elevadas y se distinguían entre sus compañeros por su mansedumbre y recogimiento.

Caminaban lentamente uno a lado del otro, se veían preocupados y melancólicos, con la vista gacha, observando pensativos los grandes mosaicos del piso, las manos en la espalda; sus sombras se alargaban a la caída de la tarde y parecían más negras debido al color de los hábitos, que incluían una capucha negra que rara vez se quitaban y los hacía ver como seres enigmáticos, cuyas proyecciones se estiraban para subir y bajar en las altas columnas del claustro.

Cuando ingresaron al amplio corredor que dividía el jardín, por fin Bernardo rompió el silencio después de un hondo suspiro.

—Las pesadillas sobre mi madre continúan —dijo con cierta timidez— no he logrado salir airoso de esa esclavitud —continuó mientras volteaba a ver unas atractivas flores rojas de granada, que le parecieron demasiado tristes—. Esa tragedia atormenta y lacera mi alma pecadora. Pues no tengo reposo ni de noche ni de día —el tono de su voz denotaba aflicción y después que carraspear extendió las manos con desánimo. En mí todo es pesadumbre y desconsuelo.

—Tú angustia y desconsuelo laceran mi pecho, pero los hago míos, amado hermano. Continúa por favor.

—Cuando me asaltan esos pensamientos, el dolor se vuelve insoportable. A veces quisiera dejar de ser yo y ser dispensado de vivir —su voz quebrada salía de lo más hondo de su corazón que en esos momentos sangraba... su garganta se cerró y ya no pudo articular palabra.

—¡Oh, hermano mío!, me siento impotente ante la incapacidad de paliar tu sufrimiento —dijo el monje Julio de Cevallos con los ojos inundados de lágrimas—. Me doy cuenta cabal de que me hace falta redoblar mi penitencia para que mi espíritu se ilumine con la luz del entendimiento y brindarme a ti con sabiduría.

Los monjes fueron interrumpidos por una parvada de ruidosos camachuelos, que llegaron a ocupar sus nidos en los árboles centenarios que rodeaban el jardín, como para que los monjes se dieran una tregua y salieran de su estado emocional observando por un momento las aves canoras. El sol se despedía por el poniente en ese rojo atardecer, alargando cada vez más la sombra de los altos edificios de cantera rosa del monasterio, para darle un tinte de misterio y sobriedad.

—Mis oraciones no llegan a donde deben de llegar, de antemano siento que, para sanarme, necesito más meditación, más ayunos, más sacrificio —continuo el monje Bernardo después de una breve pausa— es demasiado peso para mi frágil espalda.

—No seas tan desconsiderado con tu benévolo corazón y solo recuerda que siempre dispondrás de mi confianza para ser escuchado con respeto. Si lo prefieres puedo hacerte una confesión formal —dijo esperando una respuesta, pero Bernardo solo sollozaba. El vientecillo fresco de la tarde secó sus lágrimas haciendo su visión más clara y transparente.

—¡Ya no puedo más, hermano amado! Es verdad, ¡ya no puedo más! Las pesadillas me visitan constantemente llenándome de sobresaltos y pierdo la cordura porque obstruyen mi libertad; y ello me frena y me atormenta haciendo que descuide mi preparación espiritual. Creo que requiero ayuda.

—Aprovecha este momento de espontaneidad para ir sacando poco a poco todo eso que agobia tu corazón —dijo Julio de Cevallos acortando los pasos, para hablarle con palabras suaves, que salían del fondo de su ser, que era esa luz interior con la cual le daba permiso a su compañero de hacer lo mismo, en un puente en el que solo fluía la esencia de ambos: una técnica muy antigua de sanación, conocida por los monjes, que se trasmitía de generaciones en generaciones.

Julio de Cevallos comprobó su efectividad cuando el monje Bernardo le abrió el corazón con las palabras siguientes:

—Cuando me llegan esos recuerdos desgarradores de mi madre ahorcada me siento fuera del orden de la vida; llenan de sombras mi porvenir. No creo en la felicidad terrena ni celestial y me pierdo en las tinieblas.

—Sigue hablando, hermano, descarga tu conciencia.

—Con esos malos pensamientos, todo el capital adquirido por el alma dentro del monasterio desaparece de golpe. Eso hace que me confunda y que mi espíritu navegue sin amarras en el mar de la inquietud, llevando mi tristeza como un lastre que amenaza con hundirla. Evita que me concentre en las tareas de mi diario vivir —dijo con pena e inclinó la cabeza, tenía lágrimas en los ojos. Fray Julio también lloraba porque sus almas bellas eran semejantes.

Al principio a Bernardo le fue difícil manifestar sus pensamientos encontrados, como si se negasen a salir, pero pasados unos momentos, sus más hondos sentimientos comenzaron a fluir sin el menor esfuerzo en forma natural, mientras caminaba alrededor del jardín al lado de su fiel compañero, que siempre en silencio lo dejó hablar y solo apoyaba una mano en su hombro. Al final solo se escuchó el llanto del niño que llevaba dentro, que requería ser abrazado, por lo que los dos monjes se fundieron en un abrazo, formando una sola alma que los hermanaba con esa sublimidad que no se puede explicar porque el lenguaje del corazón no se traduce con palabras.

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