Kike Ferrari - Lo que sabemos y lo que somos

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Antología realizada por Kike Ferrari con relatos breves de: Ezra Alcazar, Diego Ameixeiras, Raúl Argemí, Bruno Arpaia, Elia Barceló, Jorge Belarmino Fernández, Julián Ramón Biedma, Pino Cacucci, Imanol Caneyada, Juán Carrá, Marc Cooper, Bernardo Fernández BEF, Kike Ferrari, Fritz Glockner, Fermín Goñi, Francisco Haghenbeck, Lorenzo Lunar, Rafael Marín, Andreu Martín, Alfonso Mateo-Sagasta, Nahum Montt, Rebeca Murga, Guillermo Orsi, Rodolfo Pérez Valero, Elena Poniatowska, Alexis Ravelo, Sébastien, Rutés, Carlos Salem, Juán Sasturain y Gabriel Trujillo Muñoz.
"Como en la tradición de los grandes detectives, detecta los signos de parálisis lírica que envuelven al mundo, para poder descubrir también que esos males eran sus secretos tesoros, guardados como sarcasmo dolido en su propia conciencia" (Horacio González).

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—¿Cómo ha sido capaz, Lennox?

—No me culpe. Intenté evitarlo, pero no fue posible. De todos modos, estoy en deuda con usted, Fierro. Fue maravilloso reencontrarme con Marlowe.

—Pero ahora está herido. Tiene una bala en el pecho.

—Quise detener el impulso de Margarita Miller en el último capítulo, pero no me hizo caso. La novela tenía un final redondo en Victor’s, cuando Marlowe sacaba a bailar a la hija de Preston Farrell, el nuevo director del Journal. Pero a Margarita, tras una noche en blanco, se le ocurrió que era buena idea hacer aparecer a Mendy Menéndez por una puerta, armado con una pistola.

Fierro maldijo el día en el que le recordó a Margarita el consejo chandleriano. La piscina vacía acababa con Marlowe con un agujero en el pecho y Glenda Farrell rota en lágrimas.

—Es un ser detestable, Lennox. Transparéntese de mi vista.

—La imaginación de Margarita Miller es un animal extraño. En el penúltimo borrador de la novela me obligó a arrojarme al vacío desde la terraza de un hotel. Por suerte, acabó por reescribir esa parte y me mandó a una casa de reposo para quitarme los pensamientos suicidas.

—Compró una gran parte de mí, Terry. Con una sonrisa, un gesto con la cabeza, un ademán cómplice, una conversación en mi despacho. Hasta otra, amigo. No le diré adiós. Se lo dije cuando tenía un significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final.

El Gordo Soriano sí que había hecho un buen trabajo con Marlowe, juntándolo con el Flaco de Laurel y Hardy. JD se estremeció al pronunciar aquellos adjetivos maestros. Triste, solitario y final. Fue entonces cuando un Rolls Royce Silver Wraith salió de la nada, como por arte de magia, y se detuvo ante Lennox. Un chófer le abrió la puerta y el gringo se despidió con un suave ademán. Fierro no se inmutó. Se volvió, apesadumbrado por el dolor, y a su espalda rugió el motor del Rolls hasta desaparecer.

***

Mientras volaba a Ciudad de México, JD pensaba en el triste espectáculo de sus últimos días como director de la filmoteca de Mortovia. La proyección de Me casé con una bruja había desatado las hostilidades definitivas entre los socios del gobierno municipal, con reproches y enfrentamientos hasta los puños. Se había visto obligado a dimitir. Vilas le censuró la estrategia de deslizar una comedia romántica en el programa mensual, buscando acercar posturas entre su enferma devoción por el noir y la insistencia de los reformistas por el melodrama. Además, la protagonista de aquella película, cuyo título entusiasmaba a Fierro, era de nuevo la dichosa Veronica Lake. JD pensó en lo que le parecería a su tío tener un nieto al que había hecho dimitir una alianza entre unos marxistas y unos reformistas pusilánimes, y el hecho de haber sido alabado después por la Unión Conservadora, a cuyo secretario le parecía una excelente medida la exaltación de la comedia romántica y el olvido de los muertos por el franquismo.

Qué extraña era la política. Y qué tristeza constatar que los arqueólogos de la Brigada por la Memoria no habían encontrado ni rastro de su tío Emilio Fierro, el carpintero libertario que había trabajado de extra en Aurora de esperanza. ¿Por qué se la habría ocurrido marcharse de Barcelona y volver a Mortovia, en manos de los fascistas tras el estallido del golpe? Nunca lo sabría. Fierro se lo imaginó con una inquebrantable vocación actoral que excedía sus apegos anarquistas, buscando un papel en un musical de Benito Perojo.

El vuelo le dejó la espalda molida, pero sus tormentos ciáticos se acrecentaron todavía más durante el viaje en autobús hasta Santa Ana. Tenía ganas de llegar y abrazar a bocajarro a Canales, a Fritz, a Barrientos. Después volvería a Ciudad de México para comenzar una nueva vida y resistirse a la tristeza. Recordó el día que lo habían convencido para hacerse jefe de la policía. Aquella Santa Ana hostigada por los caciques y la represión sobre las organizaciones populares. Se instaló en el Hotel Florida, atravesado por la nostalgia, y durmió un par de horas. Estaba medio desnudo, a punto de darse una ducha, cuando sonó su teléfono.

—No ha sido fácil localizarlo, Fierro. En la filmoteca me dijeron que había vuelto a México, pero no supieron concretar su destino.

La voz de Margarita Miller parecía enmarcada por los violines de Max Steiner. Fierro se sobresaltó. El final de la película le había alcanzado con sus peores calzoncillos. No esperaba volver a oír aquella voz ronca y acariciante. El ronroneo de Margarita le diluyó la ciática y le disparó la tensión. Pero no aflojó. Le debía a aquella harpía unos cuantos reproches.

—¿Por qué ha dejado a Marlowe al borde de la muerte, señora Miller? Pensé que había sido cosa de Lennox. El detective más famoso de la historia de la novela negra está a punto de morir por su culpa. Estoy destrozado.

—No me acuse, Fierro. Fue asunto de mi editor, que se cree un showrunner de la HBO. Me obligó a dispararle por mediación de Mendy Menéndez. Pero Marlowe se recuperará, se lo aseguro. Estoy con la tercera parte. Marlowe se pasa diez capítulos en un hospital de Los Ángeles hasta que recibe el alta y se pone a investigar el caso de una herencia envenenada. Ya tengo el desenlace.

—Me utilizaron como a un muñeco. Mis palabras no sirvieron de nada.

—Eso no es cierto, Fierro.

—Mis consejos no alimentaron su inspiración. Tenía a su maldito editor moviendo los hilos en todo momento. Fue ese canalla quien le dijo a Terry Lennox que se presentase en mi despacho con aquellas majaderías. También jugaron con él. Estuve a punto de matarlo si no llega a marcharse en un Rolls.

—Está delirando, Fierro. Lennox estaba al tanto. Quería recuperar a Marlowe.

—Miente más que Barbara Stanwyck en Perdición. Diga la verdad. Necesitaba un estímulo de la realidad para introducir en su novela a ese cretino que dirige la filmoteca de Pasadena en el capítulo seis. Me eligieron a mí. Para construir una caricatura de mierda.

—Le juro que hubiese querido escribir La piscina vacía sin el capítulo de la filmoteca. No quería ridiculizarlo.

—¿Entonces por qué lo hizo?

—Mi editor era mi marido. Se puso muy celoso cuando le relaté nuestro encuentro.

—¿Qué pretendía esa rata utilizando a Lennox? No me diga que solo quería ablandarme.

—Quería que introdujese en la novela un escritor atormentado como Roger Wade. Se enteró de que usted se había instalado en Mortovia, incapaz de escribir una línea, y lo atrajo hasta mí por mediación de Lennox para incentivar mi imaginación. Pero José Daniel Fierro no era un alcohólico agresivo y delirante como el Roger Wade de El largo adiós. Era un antiguo jefe de policía honesto y cinéfilo, el autor de La cabeza de Pancho Villa. Un hombre maravilloso. Mi marido intuyó que habían saltado chispas entre nosotros y me obligó a ridiculizarlo. No tenía elección, Fierro. Lo hice por amor a Philip Marlowe. Si me negaba, me rescindiría el contrato y Jim Carlson se encargaría de escribir la novela.

—¿Carlson? Ese palurdo destrozó a Lew Archer en la remake de El martillo azul.

Margarita Miller soltó una risa dulce y apasionada.

—Lennox sabía desde el principio que aparecería en la novela, pero lo necesitábamos para llegar a usted. A cambio le escribí el capítulo con Marlowe en Victor’s. Mi venganza vino después. En cuanto salió el libro, le pedí el divorcio a mi marido y ahora lo han relegado a un puesto menor en la editorial. Ya no tiene influencia sobre mí. El nuevo editor, por el contrario, es encantador. Me dijo que quería enviarle a Linda Loring, la amante de Marlowe, en compensación por las molestias. ¿Vendrá a visitarme a Nueva York, Fierro? Me siento en deuda con usted.

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