—Es un drama, señora Miller. Dejé de escribir cuando me nombraron jefe de policía en Santa Ana. Me enredaron en un lío de narices y acabé en la cárcel con Canales, Fritz Glockner y el subjefe Barrientos. Cuando salí, mi mujer me pidió el divorcio y mi vida en Ciudad de México me llenó de amargura. Tuve que huir de tanta tristeza.
—Algo me contaron en una Semana Negra de Gijón, antes de ventilarme una botella de JW en el Hotel Don Manuel con unos argentinos, cuando estuve presentando Los cuchillos del miedo.
—Entonces me vine a Galicia buscando la pista de mi tío paterno, un carpintero anarquista al que los fascistas mataron en la guerra. Me gusta este pueblo, aunque con tanta lluvia se me está poniendo la cara de James Cagney en El enemigo público. Tengo a unos arqueólogos de la Brigada por la Memoria excavando cerca del cementerio. Pero todavía no he encontrado nada.
—Me han dicho que van a organizar un ciclo dedicado a John Garfield. Qué lástima de hombre. Tenía el atractivo del proletario con aspiraciones. Me encantaba. Murió demasiado joven. Adoro su química con Patricia Neal en Punto de ruptura.
JD se mordió la lengua. Para química, Bogart y Bacall en Tener y no tener. La versión de la novela de Hemingway, dirigida por Howard Hawks, era más popular que la de Michael Curtiz. Pero le dolió no haber programado Punto de ruptura, más oscura y pesimista. A Margarita le atraían los precipicios. Su odio por ella no solo había desaparecido. Se había vuelto una ambición soñadora.
—¿Puedo saber a qué se debe esta visita, Fierro?
Su voz resultaba ahora más cálida. Tampoco quedaba rastro de su altivez. JD entendió que Lizabeth Scott y Lauren Bacall habían bajado la guardia, pero todavía quedaba el mechón de pelo sobre el ojo derecho de Veronica Lake.
—Tiene que darle una oportunidad a Lennox, señora Miller. Necesita redimirse. Marlowe fue demasiado severo con él.
Margarita se dio la vuelta y pareció encararse con una estantería en la que JD pudo adivinar unas cuantas novelas de Jean-Patrick Manchette. Se enamoró definitivamente de ella. Margarita desveló el perfil de un llanto reprimido y JD se imaginó en el centro de un hard-boiled situacionista.
—Imposible, Fierro. Lennox es como una puta de cincuenta dólares.
—Es un simple derrotista moral. Ya lo dijo Marlowe. Le afectó la guerra. Ahora merece una oportunidad. Introduzca una sub trama o un simple apunte. Lennox y Marlowe en The Dancers o en Victor’s. Unos diálogos reconciliadores y ya está. Después podrá seguir con su plan establecido.
Margarita suspiró. El llanto contenido se había convertido en rabia.
—Mi problema no es Lennox, Fierro. No habrá segunda parte de El largo adiós. Sufro un bloqueo terrible. Se me ha secado la imaginación.
Fierro acudió a un par de indicaciones infalibles, aunque a él ya no le funcionasen.
—Acuérdese del consejo de Chandler. Haga entrar a alguien por una puerta con una pistola y así avanzará la historia. O tenga presente aquella carta que le escribió Marcel Duhamel a Chester Himes. Agarre una idea. Empiece con acción, con alguien que hace algo; con un hombre que saca una mano y abre una puerta, una luz que brilla en sus ojos, un cuerpo que yace en el suelo. Siempre el retrato de la acción. Haga como en el cine. Las escenas, siempre visuales. El flujo de conciencia es de mal gusto. Esta última consideración es mía.
—¿Qué gana usted con esto, Fierro? ¿Para qué quiere que siga escribiendo?
—Quizá porque sé que aprecia La cabeza de Pancho Villa. O porque yo he fracasado como escritor y no quisiera que una mujer con su talento, aunque en alguna ocasión se le haya ido la mano imitando a Ed McBain, conozca esos infiernos. La escritura de una novela siempre nos reserva una niebla por disipar. Lo dijo Patricia Highsmith, que desalojaba tantas botellas de whisky como usted.
Margarita Miller buscó los brazos de JD con pasión y su cabeza de Veronica Lake se hundió en su hombro. El cuerpo de Fierro se electrificó. Sobre su coronilla afloró el sombrero de Alan Ladd en Contratado para matar y su autoexilio gallego cobró sentido. Pensó en su tío de la CNT y en sus pastillas para la tensión. Margarita notó el perfume de un cloroformo exquisito y se quedó dormida. Roncaba en los brazos de Fierro como un tubo de escape roto.
***
Un año más tarde, JD se desvió en su paseo matinal por la playa para detenerse ante la casa en la que había vivido Margarita Miller. Seguía cerrada. Tras aquel encuentro en el que habían hablado de Terry Lennox y los demonios de la escritura, la mujer había regresado a Nueva York de forma abrupta, sin despedirse. Fierro suspiró y se encaminó hacia su despacho en la filmoteca. Había un bulto sospechoso sentado ante su mesa.
—Esto se nos está yendo esto de las manos, Fierro. Necesitamos un golpe de timón.
Era Ramiro Vilas, el concejal de cultura. Su rostro aunaba la papada de Edward G. Robinson y los ojos de Peter Lorre. A los pocos meses de su llegada a Mortovia, el Frente Municipalista había nombrado a JD director de la filmoteca. Vilas admiraba su talla intelectual, pero no su obsesión por el noir y su rechazo por toda expresión fílmica posterior a 1949. Lo más moderno que habían visto los cinéfilos de Mortovia, desde la designación de Fierro, había sido Al rojo vivo, de Raoul Walsh.
—Habla claro, Vilas. No te entiendo.
—El portavoz del Municipalismo Frentista pedirá tu cabeza si sigues programando crímenes en callejones sombríos y angustia existencial. Recuerda que no tenemos mayoría. Si esa gente nos retira su apoyo, estamos jodidos. Hay que buscar consensos.
Fierro se ajustó su gorra beisbolera y se sacó la cera de los oídos con una cerilla. Luego la prendió, pero no hizo fuego. Era una de sus manías, como mear sentado y hacer el zumo de naranja en el exprimidor eléctrico, pero sin enchufarlo.
—¿Qué es lo que quieren? ¿New Queer Cinema? ¿Documentalismo de vanguardia?
—Variedad, Fierro. No hace falta un salto tan radical. Una evolución hacia el melodrama en Technicolor es suficiente. Pero no más ciclos con Veronica Lake. Si volvemos a programar La llave de cristal, nos tumban los presupuestos.
—La verdadera oposición es el Municipalismo Frentista. Siempre lo dije. Ahora desprecian al mejor Hammett y les gusta llorar con Douglas Sirk. Son peores que la Unión Conservadora.
—No exageres. Si gobierna la derecha nos machacarán con ciclos de Charles Bronson. Piénsalo. El mes que viene quiero unos cuantos folletines con Rock Hudson haciendo de millonario desgraciado.
Vilas cerró la puerta sin despedirse. JD se quedó pensando en la posibilidad de llegar a un acuerdo con el Municipalismo Frentista sugiriéndoles un par de comedias románticas. Me casé con una bruja y Detengan a esa rubia podían servir para tender puentes con aquellos reformistas. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que alguien había dejado un paquete sobre su mesa. Intuyó el tacto de un libro. Al abrirlo se quedó de piedra. El título, La piscina vacía, era inequívocamente chandleriano. El texto de la contraportada anunciaba el reencuentro entre Terry Lennox y Philip Marlowe tras El largo adiós.
La persuasión de JD, aquella tarde en la que Margarita Miller se había balanceado en sus brazos, había salvado su carrera literaria. Por un instante barajó la posibilidad de dirigir unos cursos de escritura creativa, pero su obligación era la filmoteca. Se lanzó a devorar la novela. La tarde se volvió noche, llegó la madrugada con su silencio compacto y el amanecer, en el último capítulo, se escurrió por la ventana hasta lanzar sobre su rostro el primer rayo de sol de la mañana. Fierro se frotó los ojos y notó una bola de plomo en el estómago. La piscina vacía le quemó las manos. Arrojó la novela al suelo, lleno de rabia, y se lanzó a las calles con la desesperación de Paul Muni en Soy un fugitivo. Una furgoneta de reparto estuvo a punto de llevárselo por delante. En la cúspide de su cólera le pareció ver a Terry Lennox con una risa burlona en el camino que llevaba a la playa. No era una visión. Su transparencia era un físico real y compacto a lo Robert Mitchum. A Lennox le sorprendió la irrupción de JD con aquella pachorra. No había burla en su sonrisa. Era una suave complacencia.
Читать дальше