Kike Ferrari - Lo que sabemos y lo que somos

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Antología realizada por Kike Ferrari con relatos breves de: Ezra Alcazar, Diego Ameixeiras, Raúl Argemí, Bruno Arpaia, Elia Barceló, Jorge Belarmino Fernández, Julián Ramón Biedma, Pino Cacucci, Imanol Caneyada, Juán Carrá, Marc Cooper, Bernardo Fernández BEF, Kike Ferrari, Fritz Glockner, Fermín Goñi, Francisco Haghenbeck, Lorenzo Lunar, Rafael Marín, Andreu Martín, Alfonso Mateo-Sagasta, Nahum Montt, Rebeca Murga, Guillermo Orsi, Rodolfo Pérez Valero, Elena Poniatowska, Alexis Ravelo, Sébastien, Rutés, Carlos Salem, Juán Sasturain y Gabriel Trujillo Muñoz.
"Como en la tradición de los grandes detectives, detecta los signos de parálisis lírica que envuelven al mundo, para poder descubrir también que esos males eran sus secretos tesoros, guardados como sarcasmo dolido en su propia conciencia" (Horacio González).

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Siempre creíste que la política era lo tuyo, pero la política no eran los discursos ni las ideologías, la política eran los favores y los compadrazgos. Eso iba a cambiar, eso te dijeron. Pero no fue así. Poco a poco quienes lo gritaban a los cuatro vientos, quienes se partieron la vida por eso, se fueron yendo, y quedó este cúmulo de funcionarios sin militancia ni ideología. Nuevos herederos del sistema contra el que tanto se había luchado.

Al entrar al sindicato el futuro se veía prometedor. Tus estudios en Ciencias Políticas auguraban que sabrías moverte dentro del aparato, y podías hacerlo. Poco a poco fuiste escalando y no fue la conciencia la que te alejó de tomar el poder sino la posibilidad de seguir escalando en otro aparato. Subiste —más o menos— en otro escalón. En tu nuevo aparato los lugares ya estaban tomados, moldear la conciencia de muchos para seguir a un sindicato charro no era suficiente. ¿Es eso, el que no puedas escalar o verdadera conciencia lo que ahora te mueve? ¿Esas notas de la araña funcionan en verdad?

Al día siguiente te mandaron con el de Recursos Humanos, una de las despedidas no aceptaba firmar su renuncia. Antes de que terminara la administración anterior la habían hecho firmar una renuncia y la recontrataron, con lo cual perdía inmediatamente la antigüedad de haber trabajado durante 25 años. La jubilación no estaba lejos, pero a nadie le importó. La señora estaba a cargo de sus nietos y ahora había perdido el trabajo. Saliste corriendo de ahí. Estabas enojado, decepcionado y con ganas de lanzar todo al vacío. Olvidar el trabajo y limpiarte de las manchas que se te quedaban pegadas por tener que cumplir con tu trabajo que prometía realizar un cambio que en su época no llegó más que al más o menos de costumbre y que ahora veías caer por completo.

Nos meteremos en sus sueños. Seremos su peor pesadilla.

Llegas a tu casa más o menos cansado pero con la terrible necesidad de hacer - фото 6

Llegas a tu casa, más o menos cansado, pero con la terrible necesidad de hacer algo. Le das vuelta y renunciar no sirve de nada. Contratarán a otro, y a otro que siga haciendo el trabajo, que tal vez se dé cuenta de lo mismo que tú y renuncie, y así vendrán más. O no, se quedarán, callados, conservando su empleo y más o menos olvidando su conciencia y todo tipo de moral. Entonces vas a tu escritorio, levantas los papeles, tiras todo de un lado a otro buscando con impaciencia. Ya está, tienes el bloc, y un paquete nuevo de post it; y así empiezas a hacer dibujos, bocetos apenas de una aparente araña morada. Cuando tienes el dibujo perfecto empiezas a llenar el bloc, las hojitas amarillas, una con cada consigna y el dibujo de la araña, que ahora sí pueden estar todos seguros, ha vuelto.

Al día siguiente sales más temprano que nunca. Cuando la gente llega a la oficina tú ya vas por el segundo café y has terminado todas tus tareas. Dejaste la evocación a los héroes del cambio y pasaste a la acción, esa es la transformación. No hay baño, elevador, checador ni computadora que no tenga al menos uno de los mensajes de la araña.

DIEGO AMEIXEIRAS es gallego pese a haber nacido en una ciudad suiza, Lausana, en 1976. Guionista, periodista y escritor, es uno de los grandes narradores —y el más goodisiano— de nuestra generación. Algunos de sus libros son Conduce rápido, La crueldad de abril y esa novela perfecta que es Dime algo sucio.

En su relato —que toma su título de un capítulo de La vida misma—, plagado de referencias literarias y cinematográficas, se cruzan un José Daniel Fierro retirado en una filmoteca de Galicia con el inmortal Terry Lennox y una Margarita Miller fatal.

Olor a siete machos

José Daniel Fierro se atusó el bigotazo mientras seguía revisando aquel libro con fotografías de John Garfield. La decisión estaba tomada. Ese mes programaría El cartero siempre llama dos veces y Cuerpo y alma. Tay Garnett no había sido muy hábil con la novela de James Cain en el último tramo de la película, pero las piernas de Lana Turner compensaban los despistes del guion. A Robert Rossen, gracias a El buscavidas, le había perdonado su debilidad durante el macarthismo, pero a los chavales les hablaría más de Abraham Polonsky, el guionista, que sí se había negado a declarar. Cuerpo y alma era la perfecta combinación entre boxeo y lucha de clases. En eso seguía pensando JD cuando levantó la vista e invitó a sentar a aquel tipo que había entrado en su despacho.

—Así que ahora se ha metido a dirigir una filmoteca, Fierro.

El extraño era alto y espigado, con estilo. Vestía un traje de color beige y también lucía bigote, aunque más perfilado que el suyo. Tenía cicatrices de arma blanca a ambos lados del rostro. Había pasado por varias operaciones de cirugía estética. JD apretó la mandíbula como Lino Ventura en El clan de los sicilianos y lo miró de arriba a abajo.

—Es menos peligroso que dirigir la policía de Santa Ana. No se acaba en la cárcel por poner películas de Fritz Lang o John Huston. Creo que no se ha presentado.

—Disculpe. Soy Terry Lennox.

JD se quedó frío. Hizo memoria. Lennox tenía la cara de un tal Jim Bouton en la adaptación de Robert Altman de El largo adiós. Un pájaro insustancial, como aquellas vecinas hippies de Marlowe. ¿Habrían sido idea de Leigh Brackett? Qué importaba aquello ahora. El gringo venía directamente de la novela de Raymond Chandler. Era el Terry Lennox de primera generación. El borracho de la terraza de The Dancers, no el muñeco de la United Artists.

—¿No querrá que lo lleve a Tijuana? Conmigo no cuente, amigo. No soy tan incauto como Marlowe. Váyase de aquí antes de que se me ponga la sonrisa de Richard Widmark en El beso de la muerte.

—Necesito que convenza a Margarita Miller para que me incluya en su novela. Quiero recuperar a Marlowe. Éramos amigos.

Fierro sabía que Margarita Miller, autora de insulsos procedimentales, trabajaba en una casa cerca de la playa. La odiaba secretamente. Cuando JD había escrito Muerte al atardecer, al poco de morir Rafael Bernal, hubiese dado su gorra beisbolera por continuar la serie de Filiberto García, el detective de El complot Mongol que nunca lograba acostarse con Martita. Margarita Miller era la elegida para la segunda parte de El largo adiós. A JD nunca le habían ofrecido revivir a nadie. Ni siquiera a un secundario como Dick Foley, al que Hammett había hecho pensar que el agente de la Continental había matado a Dinah Brand en Cosecha roja.

—¿Por qué yo, Lennox? Organizo ciclos de cine, no asesoro a imitadoras de Ed McBain.

—Fue un escritor de primera, Fierro. Su dominio del diálogo en La cabeza de Pancho Villa influyó a Margarita en Desórdenes bajo la luna. Lo supe la noche que me alojé en su inspiración, antes de que desechase mi reencuentro con Marlowe.

Dejó de odiar a Margarita. Era muy sensible al elogio, aunque no recordaba virtud alguna en La cabeza de Pancho Villa. Se estremeció al ver a Lennox transparentándose ante sus ojos, como una pintura perdiendo su color. Desterrado de la inventiva de Margarita Miller, estaba a punto de desaparecer sin poder tomarse un útimo gimlet con Marlowe para limar asperezas. JD tuvo que contener el aliento cuando le estrechó la mano y notó un tacto de filete crudo. Entendió la zozobra de aquel perdedor. La inspiración de JD se había esfumado después de los sucesos de Santa Ana, y con ella la vida de personajes que ya nunca se le aparecerían en sueños con peores modales que los de Terry Lennox.

***

Hacía seis meses que Fierro no fumaba. Se había convertido en un fundamentalista de los ambientes oxigenados, y por eso pensó que aquella nube de tabaco podría provocarle un enfisema. Ya solo bebía agua con gas y refrescos sin azúcar, así que el olor a whisky casi le hizo perder el equilibrio. Tomó asiento. Margarita lo había recibido en su cuarto de trabajo sin dejar de golpear las teclas del ordenador, pero ahora se permitía una pausa y un nuevo lingotazo de Johnnie Walker. Tenía la voz humeante de Lizabeth Scott, la altivez felina de Lauren Bacall y el mechón de pelo que cubría el ojo derecho de Veronica Lake. Fierro tuvo que contener el entusiasmo. Margarita le contó que había dejado su viejo apartamento en Brooklyn buscando soledad y concentración en una casa como aquella, a orillas de la playa de Mortovia, el mismo municipio gallego en el que Fierro había recalado tras su divorcio. En seis meses debía entregar su novela. Margarita quiso saber la historia de JD.

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