América Latina trata de revertir por primera vez la dolorosa fragmentación que ha vivido por más de 520 años, en una corriente de unión e integración social. Paradojalmente, los presidentes que más han luchado por eliminar las brechas de desigualdad, por el establecimiento de la igualdad y equidad, son acusados de dividir a sus países: Hugo Chávez, Cristina Fernández, Dilma Roussef, Evo Morales, Rafael Correa son acusados de haber polarizado a la sociedad.
Nuestra región vivió un apartheid, en donde el rico solo reconocía al pobre en calidad de subordinado laboral, imponiendo una cultura profundamente intolerante. Repúblicas fragmentadas en verdugos y discriminados, en donde los pueblos fueron y son catalogados como resentidos, marginales, renegados, cacos, envidiosos, ignorantes, desdentados, indios, zambos, negros.
El escritor colombiano William Ospina, en su libro Pa’ que se acabe la vaina, expone que las plutocracias lograron mantener a la comunidad postrada en una especie de conciencia negativa de sus propias virtudes, solo visibilizando a los que por su talento, su ambición, su docilidad o su astucia ascendían en la escala social. Pero la nueva política pública diferenciada de América Latina no solo produjo acceso a bienes y servicios, sino empoderamiento como clase y cultura porque permitió acceder a educación, bienes culturales, salud, tecnología, participación política, a más de 40 millones de marginalizados por las políticas neoliberales…
Para acabar con la pobreza, varios países de América Latina están empoderando a los pobres, democratizando el acceso a la alimentación, la salud, la vivienda, la educación. Visibilizándolos, con voz e imagen propias. La percepción condicionada de que el otro no existe sino para servir, se ha visto derrumbada por la convivencia necesaria de ricos y pobres, incluso soportando que uno de los que han despreciado por siempre, ejerza el poder, señala la diplomática venezolana Isabel Delgado Arria.
Quizá, la situación más relevante de la actuación antidemocrática de los medios de comunicación comerciales, fue en Venezuela, escenario de un golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez, el 11 de abril de 2002, asonada que apenas duró 47 horas, pues en un hecho inusual, el mandatario fue restituido al poder por la reacción popular.
Se trató básicamente de un “golpe mediático”, por el rol que jugaron en estos acontecimientos los grandes medios, particularmente la televisión, incitando primero al derrocamiento del Presidente y luego invisibilizando la reacción del pueblo (transmitieron tiras cómicas y musicales, tratando de imponer que lo que no se difunde por televisión no existe): esta vez la realidad-real se impuso a la realidad virtual de los medios comerciales. Un modelo que después veríamos repetido en Bolivia, Honduras, Ecuador y Paraguay.
Quizá haya algunos antecedentes: una situación parecida se había registrado el 19 y 20 diciembre 2001 en Buenos Aires, Argentina, cuando las movilizaciones populares con sus cacerolazos forzaron la salida del presidente Fernando de la Rúa, la que habría de repetirse en Bolivia, en la insurrección de octubre 2003 y en la de junio 2005, que propiciaron la caída de dos presidentes, Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa, respectivamente.
Otra vez surgieron situaciones similares como en la rebelión ocurrida en Quito, Ecuador en abril 2005, donde el presidente Lucio Gutiérrez debió dejar el poder, pero es de resaltar que ha sido una constante en México y otros países. Ya la amenaza no es de las dictaduras clásicas solamente, sino de la dictadura que instauran los medios.
La prensa comercial boliviana durante el proceso electoral que llevó a Evo Morales al poder, insistió durante la campaña en la descalificación del dirigente cocalero (discriminación racial y social; desvalorización intelectual, política y étnica, según la Observación de Medios de la Asociación Latinoamericana para la Comunicación Social) y en la volatilidad política y la ingobernabilidad del país. Pese a todo eso, Morales ganó con más de 50 por ciento de votos: la realidad-real pudo más que la realidad-virtual.
En el acto de celebración por la reelección del presidente Lula, apareció un cartelón que decía: “el pueblo venció a los media (medios de comunicación social comerciales)”, ya que fueron estos los que forzaron la realización del segundo turno, entre ellos el dueño de la empresa de encuestas Vox Populi, Marcos Coimbra.
Más de 4.500 intelectuales suscribieron el “Manifesto por uma Mídia Democrática e Independente”, en el cual, apoyándose en cifras del Observatorio Brasileño de los Media, señalan que la semana que antecedió al primer turno se registró “una brutal escalada de parcialidad e improbidad por parte de los grandes medios brasileños”.
Según esas cifras, las notas negativas sobre los dos candidatos con más posibilidades que difundieron los cinco grandes periódicos se reparten así: 226 artículos negativos para Lula y tan solo 17 para Geraldo Alckim. Y más adelante acotan: Exigimos respeto al principio de la igualdad de condiciones –en este caso de equilibrio informativo en las referencias positivas y negativas para los dos candidatos–, sin el cual no se puede hablar de elecciones libres. Exigimos que cese inmediatamente el desequilibrio criminal en el reparto de notas negativas y positivas entre los dos candidatos.
En América Latina está ganando presencia pública el debate sobre los medios y la democratización de la comunicación en general, movimiento que se viene construyendo a partir del que se formó para impulsar el Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (Nomic), cuyo corolario más significativo fue el Informe McBride (Un solo mundo, voces múltiples) de 1980.
El informe, basado en un estudio riguroso, señalaba la necesidad de superar las desigualdades y desequilibrios existentes en los ámbitos de la comunicación, información y cultura entre el mundo rico del Norte y el pobre del Sur, con énfasis en el respeto al pluralismo y la diversidad. Más de treinta años después, las desigualdades y desequilibrios señalados no solo perduran, sino que se han agravado y la proclama de entonces sigue siendo válida: “sin democratización de la comunicación, no hay democracia”.
Lo cierto es que ningún instrumento internacional reconoce, hasta ahora, el derecho a la comunicación, pero sectores que defienden su democratización insisten en la necesidad de formular un nuevo derecho inalienable de todas las personas.
Para Osvaldo León, la frase derechos de la comunicación, al utilizar el plural, apunta implícitamente hacia los derechos existentes que se relacionan con la comunicación. Si bien el énfasis se desplaza hacia la plena realización de los derechos de la comunicación ya reconocidos en instrumentos internacionales y nacionales –y ya no en establecer un nuevo marco global de derechos–, sin embargo, deja entreabierta la puerta a la eventualidad de plantear, a futuro, nuevos derechos, correspondientes a las nuevas realidades comunicacionales.
Los derechos de la comunicación se relacionan en forma más inmediata con un conjunto de derechos humanos existentes, que a mucha gente están vedados, y cuyo significado completo solo puede realizarse cuando se los considera juntos, como un grupo interrelacionado, añadió.
La libertad de expresión, tal como está reconocida en instrumentos internacionales como la Declaración Universal de Derechos Humanos, sería el núcleo de los derechos de la comunicación. Pero la defensa de estos va más allá, en el sentido de asegurar las condiciones para el pleno ejercicio de la libertad de expresión, en las actuales sociedades mediatizadas, donde el control sobre los recursos de la comunicación está distribuido de manera totalmente desigual en beneficio de oligopolios y monopolios nacionales y transnacionales.
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