Aram Aharonian - La Internacional del terror mediático

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La nueva arma mortal no esparce isótopos radioactivos: se llama medios de comunicación de masas que, en manos de unas cuantas corporaciones, manipulan a su antojo en función de sus intereses corporativos, en alianza con las más reaccionarias fuerzas políticas. Si cuatro décadas atrás se necesitaban de fuerzas armadas para imponer un modelo político, económico y social, hoy el escenario de guerra es simbólico: no hace falta tanques ni bayonetas sino el control de los medios de comunicación. El terror mediático -cartelizado, internacionalizado- se ha convertido en el disparador de los planes desestabilizadores de los gobiernos populares y restauración del viejo orden neoliberal. Estamos en plena batalla cultural: la guerra por imponer imaginarios colectivos se da a través de medios cibernéticos, audiovisuales, gráficos. Y para pelear esas batallas por la democratización de la palabra y la imagen, hay que aprender a usar las nuevas armas.

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Carlos Marx y Federico Engels señalaban en La ideología alemana, que las ideas de la clase dominante son –en toda época– las ideas dominantes. Porque así como la clase dominante posee los instrumentos de producción material, cuenta también con los de producción intelectual como las academias, editoriales, escuelas.

El capital no solo acumula medios de producción industrial, comercial, financiera, sino que también acapara aparatos económicos, políticos, ideológicos, hasta reducir todas las manifestaciones distintas de una civilización a un monopolio verdadero: a un pensamiento único, a una imagen y un mensaje únicos.

En los países altamente industrializados, el Estado y el gran capital se han fusionado, pero sus aparatos ideológicos predican para los países en desarrollo el evangelio de la muerte de las ideologías, la defunción de lo político, la muerte de los partidos. Para el gran capital, los grandes conductores de las masas debieran ser los medios comerciales de comunicación social, obviamente en su poder.

El proceso de acumulación de capital en los medios de comunicación –y más allá, en la industria del contenido, que es bastante más amplia– es a la vez y simultáneamente el proceso de manipulación de la conciencia social y de dominio público. No se trata solo del control de la información sino del control de la industria del contenido, que incluye la información, la publicidad, la cultura de masas o entretenimiento, los videojuegos.

A lo ancho y largo del mundo los contenidos y los fines de la comunicación son puestos cada vez más en función del capital, para que los medios se conviertan en los nuevos misioneros del capitalismo corporativo, en el ejército de formación del imaginario popular y del avasallamiento de la conciencia social. Recordemos que el primer rubro de exportación de Estados Unidos es la industria del entretenimiento, según el informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo de 1999. Es una verdadera industria bélica para la (de) formación de conciencias.

Hoy se intenta suplantar los mediadores por los medios. Se supone que el poder político debe ser representante y defensor de los derechos de los gobernados. Mientras los actores políticos son creados por los ciudadanos y responden ante ellos, los medios son en su mayor parte creados por el capital (y concentrado por el gran capital) y responden exclusivamente a este: ni siquiera deben rendir una retribución real a sus audiencias.

El nuevo paradigma se llama rentabilidad, individualismo, consumismo, formación de una sociedad de idiotas útiles al servicio del gran hermano corporativo. El discurso comercial es, sin duda, un discurso ideológico. El monopolio de la comunicación hace retornar al ser humano al oscurantismo, a un mundo virtual lejano a la realidad.

El frente conservador –que aún detenta el poder en la mayoría de nuestras sociedades y se resiste por muchos medios a abandonar cuatro centurias de usufructo del poder– sostiene que el planteamiento de una democracia participativa no es viable porque el exceso de demandas terminará provocando una sobrecarga del sistema y la consiguiente crisis de autoridad o de gobernabilidad.

Por lo tanto, para ellos la solución es menos democracia, apelar a elites “lúcidas” y seguir los dictados de los organismos multilaterales de crédito, que garantizan la dependencia.

Pero la realidad muestra que, con el retorno constitucional tras la larga noche dictatorial, emergen en América Latina nuevos actores y discursos políticos que desafían los cauces institucionales y al sistema de partidos. Nuevos actores que han redefinido la agenda pública y la de la política institucionalizada, promoviendo no solo nuevos liderazgos sino nuevos gobiernos más cónsonos con sus pueblos.

Después de las dictaduras llegaron democracias de baja intensidad, incompletas, de transición (nunca se supo hacia qué), que llevaron al desencanto ante la insistencia de adoptar políticas neoliberales diseñadas por el llamado Consenso de Washington, que llevaron a una nueva concentración de poder y riqueza en manos de pocos –y muchas veces en manos foráneas–; empobrecimiento, marginalización, exclusión social y a la pérdida de esperanza de las grandes mayorías.

Resulta sintomático que la gente no se sienta representada por los partidos políticos, los que dejaron de ser canales de expresión de la sociedad y, por ende, agentes únicos de mediación política. Han surgido otros actores, en especial los movimientos sociales, muy diferentes a los partidos, ya que en su mayoría son no jerarquizados, flexibles, descentralizados, con rotación en puestos de mando, propiciando la designación paritaria de género y representación de minorías, exigiendo transparencia, rendición de cuentas, participación amplia en la toma de decisiones.

Las democracias formales de los años 1980-90 contaban las instituciones avasalladas por el “decisionismo” desplegado desde la conducción estatal, que rebasaba normas jurídicas y manifestaciones de voluntad social contrarias a las soluciones elegidas. Se asistía a la transformación del contenido de un régimen político sobre una armadura jurídico-constitucional que permanecía intocada en lo sustancial. La representación política y el sentido amplio de ciudadanía, se debilitaron seriamente a favor de una elite política sin otro compromiso firme que el de procesar las orientaciones del gran capital.

Lo cierto es que la transición al régimen democrático y su estabilización no les trajo aparejada a las clases subalternas ninguna ventaja apreciable, sino la persistencia del deterioro social y la expansión de las carencias a sectores cada vez más amplios.

El descontento generalizado no solo de las capas menos favorecidas sino de ingentes sectores medios, llevó a que se ponga en discusión el tema de la llamada gobernabilidad, dejando de lado una cuestión central: el bloqueo de los canales institucionales para procesar las demandas sociales. Justamente ese bloqueo es el que ha permitido que se proyecten movimientos sociales de los más diversos, que más allá de sus reivindicaciones específicas demandan reformas políticas profundas, estructurales, con la mirada en la instalación de asambleas constituyentes que refunden la democracia (Venezuela, Bolivia, Ecuador).

Estos movimientos son espacios que se sustentan en la construcción de ciudadanía, reivindicando derechos en contraposición al clientelismo y las dádivas o caridad de los poderes establecidos. Esta realidad comenzó a preocupar no solo a Washington sino a los organismos multilaterales y es así que la revista Idea, del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), señaló que los movimientos sociales han sido considerados tradicionalmente desviaciones de la norma; producto, básicamente, de la atomización, alienación y frustración social.

Pero un vistazo desde una nueva perspectiva permite captar individuos que son racionales, socialmente activos y bien integrados a la comunidad, pero ansiosos de hacer valer sus intereses a través de canales distintos a los que ofrecen las instituciones establecidas. Dada la naturaleza en general pacífica y contenida de estos movimientos y el apoyo de los medios de comunicación, que contribuyen a darlos a conocer, legitimarlos y amplificarlos, los movimientos sociales se han convertido en un actor político complejo e influyente. Y reconoce que las protestas sociales se han convertido en un instrumento político poderoso, capaz de derrocar presidentes.

Este contexto de polarización social ha repercutido sobre el sistema mediático. Los grandes medios, que contribuyeron en el desprestigio y hasta en la satanización de los partidos políticos, prácticamente pasan a ocupar el vacío que han creado por su descalabro, pero, como sostiene el ecuatoriano Oswaldo León, el virtual “consenso mediático” (a imagen y semejanza del Consenso de Washington) establecido en la región entre esos grandes medios, también se ha visto afectado.

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