Si estuviéramos de acuerdo en que la regulación legal debería dirigirse sólo a evitar que el heredero oculte bienes de la herencia, haciéndolos pasar por suyos previos, o que los dilapide, enajenándolos sin control o, peor aún, en confabulación con un tercero y en fraude del derecho de los acreedores, o gastándose el dinero recibido, sin destinarlo a satisfacer las cargas de la herencia, entonces, las autoridades a cargo (los notarios, durante la formación del expediente previo, y los jueces, durante la fase de pago de las deudas) deberíamos hacer realidad que la institución del beneficio de inventario se aplique en consonancia con tales fines.
Todo lo cual nos lleva a la necesidad de superar las resistencias que la práctica demuestra que existen a su uso, puesto que se trata -se sigue tratando hoy día- de una institución exótica. Resistencias que, probablemente, justo es señalarlo también, se pueden encontrar en todas las partes implicadas, tanto de parte de los herederos como de los notarios.
Dejando a un lado en este momento la eventual oposición de los funcionarios -que seguramente es más bien desinterés-, en la parte de esa dejación que quepa imputar a los herederos, en mi opinión, las causas del escasísimo uso del beneficio de inventario probablemente están en consideraciones que tienen poco que ver con la naturaleza de la institución y seguramente más con aspectos no jurídicos. Hay una parte del problema que es puramente sociológica y que no la voy a tratar aquí (aunque creo que mi propuesta en este estudio, en el fondo, también favorece su solución). Me refiero a cuestiones tales como el estigma social de la insolvencia o el -supuesto- deber moral -especialmente jaleado por los acreedores de todo tiempo y lugar- de que los hijos paguen las deudas de sus padres, en una especie de concepción familiar o incluso tribal de las responsabilidades. Puede que los herederos no quieran que se sepa que su padre murió dejando deudas que no podía atender o que “vivió por encima de sus posibilidades”; pero, incluso si así fuera, la renuncia a la herencia -que es la alternativa más común- sería una solución incluso peor, pues en muchas ocasiones la sospecha que fomenta y las habladurías que provoca tienen que ver con la insolvencia del hijo, “que no puede poner nada a su nombre”. El Derecho no tiene siempre respuesta a estas dificultades, pero, como se verá, el beneficio de inventario también puede sustanciarse en relación sólo con acreedores más impersonales (bancos y organismos públicos, en la inmensa mayoría de las ocasiones), acerca de los cuales -y para bien o para mal-, los reparos morales a no pagarles son mucho menores, para la mayor parte de la sociedad y para una buena parte de los jueces.
Creo que concurre la realidad sociológica de que la herencia más frecuente en la práctica -afortunadamente- es la de personas mayores o muy mayores, y que por eso su grado de endeudamiento es muy pequeño o incluso totalmente inexistente (al menos el propio, porque cuestión distinta es ese posible afianzamiento de los padres por las deudas de alguno de sus hijos, del que hablo a continuación). De modo que, en la mayoría de las herencias, no es necesario que los herederos adopten ninguna precaución respecto a ellas. Pero me parece que también influye una lógica ignorancia de las cuestiones jurídicas entre la mayoría de la gente: por un lado, una ignorancia que se extiende a las dos vertientes del problema, pues el heredero generalmente no sabe -no se le ocurre pensar que sea así y por lo tanto tampoco lo pregunta- que, si su aceptación es pura o simple, compromete sus bienes propios (en realidad, no sabe muy bien qué significa en este contexto “pura y simple”), y, correlativamente, tampoco sabe que esa nociva consecuencia podría evitarse. Por otro lado, hay un normal desconocimiento sobre otras cuestiones jurídicas más específicas, tales como la ya citada de que la responsabilidad del fiador no se extingue por su muerte, de modo que el heredero no sabe, por ejemplo, que sus padres mayores, que se vieron “moralmente” forzados a garantizar las deudas bancarias de alguno de sus hijos, van a dejar en su herencia esa deuda potencial, de modo que unos hermanos, que creían estar “sólo” heredando, se verán afianzando con sus propios bienes las deudas de otro hermano (desconocimiento que se fomenta, también en la práctica, porque, como ya apunté, las entidades bancarias no siempre tratan de hacer efectivas las fianzas en los herederos).
En base a todo ello, mi propuesta concreta es la de distinguir como cosas distintas la aceptación de la herencia a beneficio de inventario y el expediente notarial de jurisdicción voluntaria de tal nombre. Creo que es perfectamente factible -y también conforme a la ley- diferenciar dos situaciones:
– La ordinaria, en la que el causante no deja deudas conocidas o las que deja son perfectamente conocidas y “asumibles” para los herederos;
– Y aquella otra en la que el causante deja una situación confusa, de difícil cuantificación económica, en la que no hay certeza sobre todas las deudas existentes ni de si alcanzan o sobrepasan el valor de los bienes, un escenario en el que los activos tienen un valor estimable -al menos subjetivamente, para los herederos-, pero a condición de que no deban ser vendidos de manera forzosa, en la que quedarán irremediablemente depreciados, o en el que la herencia incluye créditos frente a terceros (con los que se cuenta para pagar las deudas), que se vienen cobrando sin dificultad hasta ahora, pero que nada asegura que seguirá ocurriendo así. A lo que se suma que los herederos, con lo que heredan y con sus medios propios, creen que podrán afrontar las deudas conocidas, en sus vencimientos ordinarios, pero siempre que no se acumulen grandes intereses de demora y costas y gastos de ejecución.
En suma, una situación, la segunda, en la que no está claro si la herencia es o no deficitaria, pues ese dictamen depende de datos incompletos y de un devenir que nadie puede controlar. Un panorama que no es por tanto lo bastante cierto y claro como para que el heredero sepa seguro si lo más sensato es repudiar la herencia o por el contrario aceptarla. Algo muy común, pero que parece que al legislador le resulta difícil de imaginar, pues obliga al heredero a decidirse con toda urgencia y le castiga raudo por cualquier error que cometa al respecto.
En base a tal distinción, mi propuesta es que la aceptación de cualquier herencia, de todas las herencias -en ambas situaciones dichas- se haga a beneficio de inventario, y que así lo incluyamos los notarios, por rutina o cláusula generalizada, en los modelos que usamos de escrituras de manifestación o de partición de herencia. Pero que, sólo en el segundo caso, cuando haya dudas o certezas sobre deudas peligrosas, recomendemos el expediente notarial de jurisdicción voluntaria de aceptación a beneficio de inventario y la formación notarial del mismo (expediente precedido, además, de manera rutinaria y por aconsejable precaución, por la reserva del derecho a deliberar; precisamente porque su uso se basa en la incertidumbre).
Y es que, cuando existan deudas, pero éstas no sean bien conocidas, debe desaconsejarse por el notario que siga operando en la práctica, frecuentemente en perjuicio del sujeto desinformado, la costumbre -alternativa al expediente- de que el heredero forme el inventario -porque lo cierto es que en todo caso lo hace- y delibere -porque toda persona sensata sopesa sus decisiones-, pero lo haga de un modo absolutamente privado e informal, sin dejar constancia de ello y corriendo el riesgo de que su investigación se dilate más de lo esperado y se le pase el plazo legal para reaccionar, y de que, mientras así lo hace, realice -inadvertidamente- actos que sobrepasen el concepto legal de la mera gestión, con la consecuencia de que, sin él saberlo y cuando quizá hubiera preferido otra cosa, ya se le ha cerrado el paso a una renuncia o a otra forma de aceptar que no sea la pura y simple.
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