A todos y a tantos otros amigos que, aunque no nombro, saben quiénes son y que son muy importantes para mí, gracias de corazón.
Prólogo
Alberto Pérez Rubio
Las penas se instalan en mi silla de montar, y dirijo a mi robusta dromedaria a las blancas ruinas de Ctesifonte. Me consuelo por mi suerte y encuentro solaz en la arruinada morada de los sasánidas, a quienes mis sucesivas desgracias me hacen recordar, porque son estas yesca para el recuerdo, y también para el olvido […]
El tiempo trocó su antiguo esplendor y la despojó de su prístina frescura, hasta convertirla en jirones gastados, como si el palacio, vacío de gentes y desolado, fuese una tumba, como si las noches celebrasen allí un funeral, después una boda.
Pero, si lo vieses, te recordaría las maravillas de unas gentes cuyo recuerdo no puede hacer palidecer oscuridad alguna. Si vieses el cuadro de la batalla en Antioquía, temblarías entre bizantinos y persas, cuando el destino esperaba, inmóvil, mientras Anusirwan, con su túnica verde oscuro sobre amarillo azafrán, comandaba las filas bajo el estandarte real […]
El cruel peso del tiempo ha caído sobre el palacio, saqueado, sin que sea estigma que esté despojado de sus alfombras de seda y de sus cortinas de Damasco. Sus murallas se elevan alto, y se ciernen sobre las cumbres de Ridwa y Quds, rozando las nubes blancas, como túnicas de algodón. ¿Fue el trabajo de hombres, para que lo habitasen los genios? ¿O el trabajo de genios para que lo habitasen los hombres?
Sin embargo, mientras lo contemplo, atestigua que su constructor no fue sino uno más entre los reyes. Y es como si pudiese ver a generales y tropas, hasta donde alcanza la vista; como si las embajadas extranjeras sufrieran bajo el sol, esperando consternados detrás de las multitudes; como si los juglares en el centro del salón canturrearan tonadas con labios de ciruela. Como si la fiesta hubiese sido anteayer y ayer la prisa por partir.
Construido para una alegría eterna, su dominio se tornó en condolencia y consuelo, y merece que ahora le preste mis lágrimas.
Oda a las ruinas de Ctesifonte , de al-Buhturî trad. Àlex Queraltó Bartrés, adaptada por Alberto Pérez Rubio
Así cantaba al-Buhturî, poeta de la corte abasí, en el siglo IX, a las ruinas de Ctesifonte, la otrora orgullosa corte de la casa de Sasán, cuando su milenario sueño no hacía sino comenzar, poco más de un siglo transcurrido de su conquista por los árabes. Como el Ozymandias de Shelley, los versos de al-Buhturî, recuerdo y olvido, memoria y desmemoria, nos avisan de lo fugaz de las glorias humanas y de lo vano de nuestros afanes, granos minúsculos en el molino del tiempo.
Y, sin embargo, nos afanamos. Nos afanamos porque esa es nuestra esencia, porque esa es la esencia del hombre, y en ese afán peleamos contra el olvido. Porque, ¿qué es narrar historia sino esa pelea? Pelea desigual, tarea que, como la de Sísifo, no tiene final ni victoria, tampoco derrota, porque solo con arrostrarla ya hemos ganado, siquiera un poco, al negro telón de Cronos. Y eso lo saben hombres como José Soto Chica, Pepe, que con el mismo valor y la misma entereza con que arrostra la vida, arrostra nuestra pugna contra la desmemoria. Es para mí un orgullo ser su escudero en esta lid y poder ofrecerle la montura de Desperta Ferro para que, como un saravan de antaño, cabalgue, su acero y seda transmutados en palabra.
Sea usted, lector, también compañero de Pepe, en su batalla por arrojar luz a las tinieblas de una edad, oscura sí, pero acaso no más que otras que en el mundo han sido.
Tor, Ampurdán, agosto de 2019
Introducción
La guerra en la Edad Oscura: batallas y ejércitos olvidados
«El chorreo torrencial del fuego y la sangre, las incursiones de los bandidos, La invasión asesina, el clamor de los demonios, los gritos de los dragones…». 1 De esta estremecedora y apocalíptica manera, un obispo armenio de la segunda mitad del siglo VII trataba de trasladar a sus lectores el horror desencadenado por las grandes y continuas guerras de su tiempo. De hecho, aunque la Edad Media fue ya de por sí una época en la que la guerra se manifestó omnipresente, lo cierto es que el periodo que va del siglo V al VIII constituye un auténtico «clamor de demonios». Un bélico estruendo que configuró nuestro propio tiempo. En efecto, los siglos que van del V al VIII contemplaron los conflictos que transformaron de forma definitiva el antiguo mundo, configurado en esencia por la existencia de tres grandes imperios: el romano, el persa y el chino, en un nuevo mundo en el que las invasiones y conquistas araboislámicas quebraban para siempre la unidad del Mediterráneo romano, domeñaban al último Imperio persa, se apoderaban de Asia Central y del noroeste del subcontinente indio, rozaban las fronteras de China y, hacia el otro extremo del mundo antiguo, sumergían la Hispania visigoda y tentaban el Reino franco de las Galias.
Así pues, una época de transformación que conforma un nuevo mundo en el que se atisban ya las líneas generales de nuestro propio mundo. Pero, también, una época turbulenta y, por lo tanto, difícil de abordar. «Edad Oscura», 2 ese era el nombre que, durante mis años de carrera, finales de los noventa, se continuaba asignando al periodo que se extendía entre las grandes invasiones germánicas y la eclosión del Imperio carolingio. Esos cuatrocientos años que grosso modo se extendían entre la muerte de Teodosio el Grande y la coronación imperial de Carlomagno, eran campo de extraños y oscuros acontecimientos en los que ciudades arruinadas, salvajes tribus, imperios decadentes, reinos bárbaros y una arrolladora expansión islámica, proporcionaban el marco de unos siglos que parecían no tener más propósito que servir de puente entre el Imperio romano y la Edad Media.
Belicosos siglos. Por lo tanto, plenos en cambios e innovaciones tácticas, tecnológicas, logísticas, etc. Pues estos años, 451-751, contemplaron notables innovaciones en el arte de la guerra y situaron esta como centro y motor de no pocas de las grandes transformaciones políticas, sociales, culturales, económicas y religiosas del periodo.
«La guerra es la madre de todas las cosas», 3 decía en el siglo VI a. C. el filósofo griego Heráclito de Éfeso y nosotros podríamos añadir que nunca fue tan madre como en los turbulentos años que aquí vamos a abordar.
Grandes trasformaciones militares se dieron en estos siglos. Transformaciones que cambiaron para siempre el carácter y forma de la guerra. Este libro tratará de mostrarla en todas sus facetas durante este periodo vital de la historia universal. La organización de los ejércitos, su reclutamiento, paga y abastecimiento, la táctica y estrategia, el armamento y adiestramiento… Y, además, tratará de mostrar todo eso en funcionamiento mediante la breve descripción de algunas de las batallas más decisivas del periodo y, también, con casi toda seguridad, de la historia universal. Y es que, en última instancia, los ejércitos solo pueden entenderse del todo en batalla. Es en la batalla donde el armamento, el adiestramiento, la organización, la ideología y la táctica tienen su fin y su sentido.
El mundo entre los siglos V al VIII fue un mundo en guerra. Un mundo de grandes y disciplinados ejércitos imperiales con siglos de tradición militar a sus espaldas. Pero, asimismo, de bandas de salvajes guerreros sin más pasado que el de las nieblas de la leyenda. Un mundo de hierro y conquista. Pero, también, un mundo de perfeccionamiento e innovación militar. Ese continuo vaivén entre organización y barbarie, entre ejércitos muy complejos y con un grado de organización altamente desarrollado y bandas guerreras con eficaces pero poco estructuradas formas de combatir, es una característica siempre a tener en cuenta en una historia de la guerra en la Edad Oscura. Entre ambos extremos, que podrían estar representados por los ejércitos romano-bizantino, sasánida y chino, por un lado y, por otro, por las primitivas bandas guerreras de los eslavos y las anárquicas huestes de los señores de la guerra anglos y sajones, había todo un abanico de grados intermedios.
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