Josephine Tey - El caso de Betty Kane

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Robert Blair, abogado en un pequeño y apacible pueblo británico, da ya por terminada su tranquila jornada laboral en el despacho cuando suena el teléfono. Es Marion Sharpe, vecina de la localidad, una mujer de pocas palabras que vive con su madre en una decrépita hacienda a las afueras del pueblo. Las Sharpe acaban de ser acusadas de secuestrar a una recatada jovencita llamada Betty Kane. Las declaraciones de la chica, al principio bastante improbables, cobran fuerza con las minuciosas descripciones del desván de los horrores donde supuestamente la tuvieron retenida. Y Robert Blair, convertido a la fuerza en detective amateur, deberá desentrañar este paradójico caso, que ni tan siquiera el inspector de Scotland Yard, Alan Grant, es capaz de comprender.

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EL CASO DE BETTY KANE

El caso de Betty Kane - изображение 1

JOSEPHINE TEY

EL CASO DE

BETTY KANE

TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO

El caso de Betty Kane - изображение 2

SENSIBLES A LAS LETRAS, 34

Título original: The Franchise Affair

Primera edición en Hoja de Lata: junio del 2017

Tercera edición: septiembre del 2018

© The National Trust for Places of Historic Interest and Natural Beauty, 1948

© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2017

© de la ilustración de la cubierta: Wind of Change, Dee Nickerson, 2015

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial SL, junio del 2017

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212, Xixón, Asturies [España]

info@hojadelata.net/ www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección de pruebas: Olaya González Dopazo

ISBN: 978-84-18918-36-0

Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

1

Eran las cuatro de una tarde de primavera y Robert Blair solo pensaba en irse a casa.

Por supuesto, la oficina no cerraba hasta las cinco, pero si eres el único Blair de Blair, Hayward y Bennet te puedes ir a casa cuando lo crees conveniente. Y cuando tu trabajo se reduce mayormente a redactar testamentos y a llevar a cabo traspasos e inversiones, tus servicios no son muy necesarios a última hora de la tarde. Y si además vives en Milford, donde el último correo sale a las 3.45, el día ha perdido por completo su pulso mucho antes de las cuatro en punto.

No era probable que el teléfono fuera a sonar. Sus compinches del club de golf estarían en esos momentos entre el hoyo catorce y el dieciséis. Nadie lo convidaría ya a cenar, pues en Milford las invitaciones aún se escriben a mano y son enviadas por correo. La tía Lin no llamaría para pedirle que recogiera el pescado para la cena de camino a casa pues hoy era el día en que, puntualmente y cada dos semanas, iba al cine y en esos momentos ya llevaría veinte minutos perdida en su película, por así decirlo.

De modo que ahí estaba, sentado en su despacho en la indolente atmósfera de una tarde primaveral en un pequeño pueblo, contemplando el último rayo de sol desplazándose sobre la superficie de su escritorio (el mismo escritorio de caoba con remates de latón con el que su abuelo había conseguido escandalizar a toda la familia al encargar que se lo trajeran directamente desde París) y pensando en marcharse a casa. Bajo la tibia luz del sol reposaba la pesada bandeja para el té, y la hora del té era algo que en Blair, Hayward y Bennet se tomaban muy en serio. Exactamente a las 3.50 cada día laboral, la señorita Tuff entraba en su despacho cargada con una bandeja lacada y cubierta por un delicado paño blanco sobre el cual reposaba una taza de té de porcelana fina con exquisitos motivos en tonos azules y un platillo a juego con dos galletitas; de mantequilla los lunes, miércoles y viernes, y digestivas los martes, jueves y sábados.

Al observarla ahora ociosamente, pensó lo bien que ese objeto representaba el equilibrio y la solidez de Blair, Hayward y Bennet. Esa porcelana era para él algo que formaba parte de su vida tan estrechamente como sus primeros recuerdos de infancia. La bandeja ya estaba en la cocina de su casa cuando él era pequeño y esperaba cada mañana la llegada del panadero. Y tiempo después había sido rescatada por su joven madre, que la había llevado a la oficina para servir el té en esas mismas tazas con delicados arabescos azules. El mantelillo había llegado años después con el advenimiento de la señorita Tuff. La señorita Tuff era un legado de los tiempos de la guerra; la primera mujer que tuvo el privilegio de sentarse en uno de los escritorios del respetable despacho notarial de Milford. La llegada de la señorita Tuff, una mujer delgada, severa y de aire algo desgarbado, supuso en su momento una absoluta revolución. La firma, sin embargo, había sobrevivido al evento sin apenas inmutarse y ahora, casi un cuarto de siglo después, resultaba inconcebible pensar que la digna señorita Tuff, de cabellos ya canos, hubiera sido la sensación del despacho en otros tiempos. De hecho, la única alteración que en realidad supuso a efectos prácticos fue la introducción del mantelillo para la bandeja. En cualquier caso, las pastas nunca debían ser servidas directamente sobre la bandeja. El mantelillo o un tapete eran requisito imprescindible. Desde el principio la señorita Tuff había mirado con desaprobación la bandeja desnuda. Más aún, consideraba las vetas de su barniz protector un elemento inquietante, raro y capaz incluso de llegar a quitar el apetito. De manera que un buen día trajo el paño de su casa, decente, liso y blanco, tal y como corresponde a cualquier elemento sobre el cual se ha de colocar la comida. El padre de Robert, a quien le gustaba especialmente la bandeja lacada, contempló entonces aquel fino mantel blanco e inmaculado y no pudo evitar emocionarse ante aquella muestra de preocupación por parte de la joven señorita Tuff por los intereses de la firma. De modo que el mantel se quedó y a día de hoy formaba parte de la vida en el despacho del mismo modo que el archivo con los títulos de propiedad, la placa de bronce en la puerta de entrada y el resfriado anual del señor Heseltine.

Cuando su mirada reposó de nuevo sobre el platillo, ahora vacío, volvió a experimentar la misma extraña sensación en su pecho. Aquello no tenía absolutamente nada que ver con las dos galletitas digestivas que se acababa de comer, al menos no físicamente. Estaba sin duda relacionado con la inevitable rutina de tener que comérselas, con la plácida certidumbre de que los jueves serían digestivas y los lunes tocaban las de mantequilla. Hasta el año pasado aproximadamente, semejante placidez no le había supuesto el menor problema. Nunca había querido ningún otro modo de vida, ninguna otra cosa que la tranquila y amigable existencia propia del lugar donde uno ha crecido. Y seguía sin desear algo diferente. Sin embargo, en los últimos tiempos, un pensamiento en apariencia irrelevante, algo que le resultaba al mismo tiempo extravagante y ajeno, se le había metido entre ceja y ceja sin poder hacer nada por evitarlo. De haber sido capaz de ponerlo en palabras rezaría más o menos así: «Esto es todo lo que tendrás». Dicho pensamiento se presentaba siempre acompañado de una momentánea punzada en el pecho, casi una reacción de pánico. Algo que le hacía recordar la angustia que precedía indefectiblemente a sus citas con el dentista cuando tenía diez años.

Esto irritaba y confundía a Robert, quien se consideraba, en términos generales, una persona feliz y afortunada; un adulto en resumidas cuentas. ¿Por qué le golpeaba entonces sin previo aviso esa sensación que, aun a pesar de resultarle del todo ajena, le atenazaba el pecho sin que pudiera ponerle freno? ¿Qué faltaba en su vida que un hombre pudiera extrañar?

¿Una esposa?

De haberlo querido podría haberse casado. Al menos eso suponía. Había muchas mujeres disponibles en el distrito y ninguna de ellas daba muestras de disgusto al saludarlo cuando se cruzaban por las calles del pueblo.

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