Al detener el coche frente a las altas puertas de hierro, vio que había otros dos automóviles aparcados en las inmediaciones. Con solo una mirada al más cercano —tan discreto, circunspecto y bien vestido iba su conductor, inmóvil en el interior del vehículo— supo a quién pertenecía. ¿En qué otro país de este mundo se toman las fuerzas del orden tantas molestias por resultar educados y discretos?
Al fijarse en el otro coche, el más alejado, vio que era el de Hallam, el inspector local que destacaba por su juego en el campo de golf.
Había tres personas en el coche de policía: el conductor, una mujer de mediana edad en el asiento trasero y, a su lado, lo que parecía ser un niño o una jovencita. El conductor le dedicó a Robert una breve pero atenta mirada de policía y después apartó la vista. En cuanto a los rostros de la parte de atrás, no pudo distinguirlos.
Las altas puertas de hierro estaban cerradas —Robert no recordaba haberlas visto nunca abiertas—, de modo que cuando empujó una de las pesadas hojas lo hizo embargado por la curiosidad. El antiguo forjado de las puertas originales había sido cubierto tiempo atrás, seguramente como fruto de un victoriano deseo de privacidad, por planchas de hierro fundido y el muro era demasiado elevado como para permitir ver algo del interior. De tal modo que, a excepción de su tejado y chimeneas, nunca había visto ni un metro cuadrado de La Hacienda.
Su primer sentimiento fue de total decepción. No era solo su aspecto de venida a menos —aunque resultaba evidente—, sino la absoluta fealdad de aquella casa. O su construcción había comenzado demasiado tarde para compartir la gracia de un periodo elegante o el constructor carecía por completo de talento para la arquitectura. Sin duda había intentado expresarse en el estilo de su tiempo, pero era evidente que uno y otro no hablaban el mismo idioma, por así decirlo. Todo parecía tener pequeños defectos: las ventanas tenían el tamaño equivocado por unos quince centímetros y habían sido dispuestas en el lugar menos adecuado. La puerta de entrada no tenía la anchura correcta y la altura de las escaleras era insuficiente. Y el resultado era que, en lugar de la insulsa alegría propia del periodo en que se construyó, la impresión general que transmitía la casa era de una insólita dureza. Parecía que aquel edificio le dirigiera al visitante una mirada hostil y ambivalente. Al atravesar el patio en dirección a la poco acogedora puerta principal supo a qué le recordaba todo aquello: le hacía pensar en un chucho que se despierta debido a la repentina llegada de un extraño y se incorpora sobre sus patas delanteras, dudando por un instante si atacar o simplemente limitarse a ladrar. Sin duda, tenía la misma expresión de estar a punto de decir: «¿qué demonios haces tú aquí?».
Antes de que pudiera llamar al timbre alguien le abrió la puerta. No era una criada, sino Marion Sharpe en persona.
—Le he visto llegar —dijo, alargando la mano—. No quería que hiciera sonar el timbre porque mi madre se acuesta un rato todas las tardes, y espero sinceramente que podamos liquidar todo este asunto antes de que se despierte. No tiene por qué saber nada al respecto. No sé cómo agradecerle que haya venido.
Robert murmuró algo y se dio cuenta entonces de que sus ojos, que esperaba fueran de un brillante castaño gitano, eran de color gris avellana. Lo condujo hacia el pasillo y, mientras dejaba su sombrero sobre un aparador, se dio cuenta de que la alfombra que cubría el suelo se veía raída y deshilachada.
—Ya está aquí la policía —dijo mientras empujaba una puerta y lo invitaba a pasar a un salón.
A Robert le habría gustado hablar con ella un momento a solas para hacerse una idea más detallada de la situación, pero ya era demasiado tarde para sugerir tal cosa. Y era evidente que ella había querido que así fuera.
Sentado en el borde de una silla estaba Hallam, con aires de cordero degollado. Y junto a la ventana, cómodamente instalado en una silla estilo Hepplewhite, estaba el representante de Scotland Yard, un hombre bastante joven, enjuto y vestido con un buen traje sastre.
Cuando ambos se levantaron, Hallam y Robert asintieron con la cabeza en gesto de reconocimiento.
—¿Conoce usted, entonces, al inspector Hallam? —preguntó Marion Sharpe—. Este es el inspector Grant, de la jefatura.
Al escuchar la palabra «jefatura», Robert se preguntó si aquella mujer ya se habría visto antes envuelta en tratos con la policía o simplemente trataba de evitar la connotación ligeramente sensacionalista de «Scotland Yard».
Grant le estrechó la mano y dijo:
—Me alegra que haya venido, señor Blair. No solamente en interés de la señorita Sharpe, también en el mío.
—¿El suyo?
—No era posible proceder sin que la señorita Sharpe contase con algún tipo de apoyo, amistoso o legal. Pero si es legal, tanto mejor.
—Ya veo. ¿Y de qué la acusan?
—No ha sido acusada de nada… —comenzó a decir Grant, pero Marion lo interrumpió.
—Soy sospechosa de haber secuestrado y haberle dado una paliza a alguien.
—¡Una paliza! —exclamó Robert, asombrado.
—Sí —respondió la mujer, como si se deleitase ante semejante enormidad—. Al parecer la he golpeado hasta dejarle cardenales.
—¿La?
—Así es, una chica. Ahora mismo está ahí fuera, sentada en uno de esos coches.
—Creo que lo mejor será empezar por el principio —dijo Robert, apegándose al procedimiento.
—Quizá deba ser yo quien exponga los detalles —propuso Grant, con suavidad.
—Sí, hágalo —dijo la señorita Sharpe—. Después de todo es su historia.
Robert se preguntó si Grant había percibido la ironía. Se preguntó también qué clase de persona tiene la suficiente sangre fría como para burlarse de un agente de Scotland Yard, allí sentado en una de sus mejores sillas en el salón de su casa. Por teléfono su voz no le había resultado en absoluto serena. Más bien excitada, casi desesperada. Quizá ahora la presencia de un aliado le había infundido algo de valor. O quizá sencillamente había recuperado la compostura.
—Justo antes de Pascua —comenzó Grant, con un lacónico estilo policial—, una muchacha llamada Elisabeth Kane, que vive con sus tutores cerca de Aylesbury, se fue a pasar unas breves vacaciones a casa de una tía suya casada en Mainshill, el suburbio de Larborough. Fue en autobús, ya que la línea Londres-Larborough atraviesa Aylesbury y también pasa por Mainshill antes de llegar a Larborough. De ese modo podía bajarse del bus en Mainshill y estaba a tres minutos paseando de casa de su tía, en lugar de ir en tren hasta Larborough para después desandar todo el camino hasta allí. Al finalizar la semana, sus tutores —el señor y la señora Wynn— recibieron una postal de la joven en la que les decía que lo estaba pasando muy bien y que había decidido quedarse más tiempo. Ellos obviamente imaginaron que se quedaría mientras durase su periodo de vacaciones, es decir, otras tres semanas. Al no aparecer el día en que se reanudaban las clases dieron por hecho que estaba haciendo novillos y decidieron escribirle a su tía para que la subiera en el siguiente autobús de regreso. La tía, en lugar de responder mediante una llamada telefónica o un telegrama, envió a los Wynn una carta en la que les explicaba que su sobrina había regresado a Aylesbury hacía ya quince días. El intercambio de cartas se prolongó durante buena parte de otra semana, de modo que, cuando los tutores acudieron a la policía para denunciar la desaparición, la chica llevaba cuatro semanas desaparecida. La policía dispuso el operativo habitual, pero antes de que la investigación se iniciara propiamente, la chica apareció. Se presentó bien entrada la noche en su casa, cerca de Aylesbury, ataviada únicamente con un vestido y unos zapatos y en un estado de completo agotamiento.
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