—¿Quieres decir que estuviste en La Hacienda toda la tarde ?
—Supongo que sí —dijo Nevil, ensimismado—. Pero, Dios mío, no me parecieron más de siete minutos.
—¿Y qué ha pasado con tu amor por el cine francés?
—Pero Marion es cine francés. ¡Incluso tú te habrás dado cuenta! —Robert sintió una punzada en su orgullo al oír las palabras «incluso tú»—. ¿Por qué perder el tiempo persiguiendo sombras cuando tienes la realidad delante de tus ojos? Realidad. Esa es su mejor cualidad, ¿no crees? Jamás he conocido a nadie tan real como Marion.
—¿Ni siquiera Rosemary?
En momentos como ese la tía Lin solía decirle que parecía estar «ido».
—Ah, Rosemary es un encanto y voy a casarme con ella, pero esto es algo completamente diferente.
—¿Lo es? —dijo Robert con engañosa mansedumbre.
—Por supuesto. La gente no se casa con mujeres como Marion Sharpe, igual que uno no puede hacerlo con el viento ni con las nubes del cielo. ¡O con Juana de Arco! Es una blasfemia considerar la posibilidad de una relación de ese tipo con una mujer semejante. Me habló muy bien de ti, por cierto.
—Muy amable de su parte.
El tono fue tan seco que incluso Nevil lo percibió.
—¿Acaso no te cae bien? —preguntó, observando sorprendido unos instantes el rostro de su primo sin creerse del todo lo que ocurría.
Robert había dejado de ser por un momento el amable, algo perezoso y tolerante Robert Blair. Ahora era simplemente un hombre que aún no ha disfrutado de su cena y que acusaba el cansancio de un largo día y la frustración de un reciente desaire.
—En lo que a mí respecta —dijo—, Marion Sharpe es solo una escuálida mujer de cuarenta años que vive con su anciana y ruda madre en una casa vieja y ruinosa y que necesita desesperadamente asesoramiento jurídico.
Pero antes incluso de terminar de pronunciar aquellas palabras se arrepintió de haberlas dicho, como quien se da cuenta de que acaba de traicionar a un amigo.
—No, probablemente no es de tu estilo —dijo Nevil, tolerante—. Siempre las has preferido menudas, rubias y algo tontas. ¿No es así?
Hablaba sin malicia, como quien se limita a decir algo que resulta obvio.
—No sé de dónde has sacado eso.
—Todas las mujeres con las que has estado a punto de casarte eran así.
—Yo nunca he estado a punto de casarme —dijo Robert, más tenso aún.
—Eso es lo que tú crees. Nunca sabrás lo cerca que estuvo de pillarte Molly Manders.
—¿Molly Manders? —dijo la tía Lin mientras entraba en la habitación, algo acalorada después de trajinar en la cocina y cargada con una bandeja—. Qué muchacha tan boba. Pensaba que una plancha de cocina solo servía para hacer tortitas. Y siempre estaba mirándose en ese espejito de bolsillo.
—La tía Lin te ahorró un montón de tiempo. ¿No es verdad, tía Lin?
—No sé de qué hablas, Nevil querido. Deja de pasearte de un lado para otro y echa un poco de leña a ese fuego. ¿Te gustó esa película francesa, querido?
—No he ido. Estuve tomando el té en La Hacienda —dijo mirando hacia Robert, en un nuevo intento de analizar su reacción.
—¿Con esa gente tan extraña? ¿De qué hablasteis?
—De las montañas, de Maupassant, de gallinas…
—¿Gallinas, querido?
—Sí, de la malvada expresión de las gallinas cuando las observas muy de cerca.
La tía Lin parecía confundida y se volvió hacia Robert como si esperase encontrar tierra firme.
—¿Quieres que las llame, querido? Si tienes intención de conocerlas… ¿O quizá que avise a la mujer del vicario para que hable con ellas?
—No creo que me interese involucrar a la mujer del párroco en algo tan irrevocable —dijo Robert, con sequedad.
Ella pareció dudar durante un instante, pero las obligaciones de su hogar hicieron que se olvidara pronto del asunto.
—No tardéis mucho en terminaros el jerez o se estropeará lo que tengo en el horno. Gracias a Dios que Cristina volverá con nosotros mañana. Al menos eso espero. En otras ocasiones su salvación nunca le ha llevado más de dos días. Y no creo que vaya a llamar a esa gente de La Hacienda, si no te parece mal. Además de ser unas completas extrañas son muy raras y, francamente, me dan miedo.
Sí, esa era una muestra del tipo de reacción que podía esperar del resto del pueblo en lo que concernía a las Sharpe. Hacía tan solo unas horas, Ben Carley se había asegurado de dejarle claro que, en caso de que la policía se viera implicada finalmente en el asunto de La Hacienda, no debía esperar en absoluto una actitud carente de prejuicios por parte de la pequeña y apacible comunidad. Debía asegurarse de proteger a las Sharpe. Cuando se reuniera con ellas el viernes les sugeriría iniciar una investigación privada, contratando a un detective. La policía siempre estaba desbordada por el trabajo —desde hacía ya más de una década— y un hombre trabajando solo y dedicándole plena atención a su caso tendría más posibilidades de éxito que la ortodoxa investigación policial llevada a cabo hasta el momento.
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