Josephine Tey - El caso de Betty Kane

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El caso de Betty Kane: краткое содержание, описание и аннотация

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Robert Blair, abogado en un pequeño y apacible pueblo británico, da ya por terminada su tranquila jornada laboral en el despacho cuando suena el teléfono. Es Marion Sharpe, vecina de la localidad, una mujer de pocas palabras que vive con su madre en una decrépita hacienda a las afueras del pueblo. Las Sharpe acaban de ser acusadas de secuestrar a una recatada jovencita llamada Betty Kane. Las declaraciones de la chica, al principio bastante improbables, cobran fuerza con las minuciosas descripciones del desván de los horrores donde supuestamente la tuvieron retenida. Y Robert Blair, convertido a la fuerza en detective amateur, deberá desentrañar este paradójico caso, que ni tan siquiera el inspector de Scotland Yard, Alan Grant, es capaz de comprender.

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—¿Cuántos años tiene la muchacha? —preguntó Robert.

—Quince. Casi dieciséis. —Esperó un instante, por si Robert tenía alguna otra pregunta, y continuó (Sin duda un gesto de deferencia entre profesionales, pensó Robert complacido. Una conducta que armonizaba con el automóvil tan cuidadosamente aparcado en el exterior de la casa)—. Dijo que había sido «secuestrada» en un coche. Esa fue toda la información que pudieron obtener de ella en los dos días siguientes, durante los cuales permaneció en un estado semiinconsciente. Cuando se recuperó, unas cuarenta y ocho horas más tarde, consiguieron obtener de ella el resto de la historia.

—¿Consiguieron?

—Los Wynn. Por supuesto, la policía quería encargarse personalmente del interrogatorio, pero la muchacha se ponía histérica ante su mera mención. De modo que puede decirse que obtuvieron la información de segunda mano. Contó que, mientras esperaba la llegada del autobús de regreso a Mainshill, un coche con dos mujeres a bordo se detuvo a su lado. La más joven de las dos, que conducía, le preguntó si estaba esperando el autobús y si quería que la llevaran a algún lado.

—¿La muchacha estaba sola?

—Sí.

—¿Por qué no fue nadie a despedirla?

—Su tío estaba trabajando y su tía había asistido como madrina a un bautizo. —De nuevo hizo una pausa en espera de algún comentario de Robert—. La joven les explicó que estaba esperando el autobús procedente de Londres y ellas le dijeron que ya había pasado. Dado que había llegado muy justa a la parada y su reloj no era especialmente preciso, creyó lo que le decían. De hecho, estaba casi convencida de que había perdido el autobús antes de que el coche se detuviera. Comenzaba a inquietarse, pues ya eran las cuatro de la tarde, llovía y la luz comenzaba a declinar. Las dos mujeres se mostraron muy amables y se ofrecieron a llevarla hasta un lugar cuyo nombre no entendió bien y desde donde sin duda podría coger otro autobús hacia Londres en una media hora. Ella aceptó agradecida, subió al coche y se sentó, junto a la mayor de las dos mujeres, en la parte trasera.

Robert se imaginó entonces a la anciana señora Sharpe, sentada muy erguida e intimidante en su pose habitual, en el asiento trasero. Dirigió una mirada a Marion Sharpe, pero su expresión parecía tranquila. Al fin y al cabo ella ya conocía la historia.

—La intensa lluvia golpeaba las ventanillas e impedía ver claramente el paisaje que atravesaban, de modo que la muchacha comenzó a hablar sobre sí misma con la anciana y dejó momentáneamente de prestar atención al rumbo que tomaba el automóvil. Cuando por fin salió de su ensimismamiento ya había oscurecido bastante y tuvo la sensación de que llevaban mucho tiempo en la carretera. Les dijo entonces que le parecía un gesto extraordinariamente amable por su parte llevarla alejándose tanto de su ruta. Fue entonces cuando la mujer más joven, hablando por primera vez desde que el coche se pusiera en marcha, le dijo que no se habían desviado en absoluto, al contrario, aún tendría tiempo para tomarse algo caliente con ellas antes de que la acercaran a la parada. Ella manifestó sus dudas pero la mujer más joven le dijo que sería una tontería esperar veinte minutos bajo la lluvia cuando podía estar caliente, seca y con el estómago lleno mientras tanto. Ella se mostró de acuerdo. Finalmente la mujer joven detuvo el coche, se bajó un instante para abrir lo que a la muchacha le parecieron unas puertas automáticas y enseguida el coche continuó avanzando hasta apagar el motor ante una casa que la oscuridad reinante no le permitió ver. La condujeron entonces hasta una gran cocina…

—¿Una cocina? —repitió Robert.

—Sí, una cocina. La anciana puso café en el fogón mientras la más joven preparaba unos sándwiches. «Sándwiches sin tapa», en palabras de la chiquilla.

—Smorgasbord. 5 5 Bufé de platos variados, fríos y calientes, típico de Suecia.

—Sí. Mientras comían y bebían, la más joven le dijo que en esos momentos no tenían asistenta y le preguntó si no le gustaría trabajar para ellas. Ella respondió que no. Trataron de convencerla pero ella insistió en que no era ese el tipo de trabajo que buscaba. Sus rostros se volvieron borrosos a medida que ella hablaba y, cuando le sugirieron que al menos podía acompañarlas a la planta superior para ver el bonito dormitorio que ocuparía si se quedaba, su mente estaba demasiado aturdida como para oponerse a lo que le sugerían. Recuerda haber subido un primer tramo de escaleras cubierto por alfombras y caminar sobre algo más duro a medida que ascendían. Y eso es todo lo que afirma recordar hasta que la luz del amanecer la despertó al día siguiente tendida en una carriola, en un austero y diminuto ático. Solo llevaba puesta su combinación y no pudo ver por ningún lado el resto de su ropa. La puerta estaba cerrada y la pequeña ventana redonda por la que se colaba la luz no se abría. En cualquier caso…

—Una ventana redonda —dijo Robert, algo incómodo.

En esta ocasión, sin embargo, fue Marion quien respondió.

—Así es —dijo—. Un tragaluz en el tejado.

Dado que su último pensamiento justo antes de entrar en la casa lo había dedicado precisamente a esa diminuta ventana redonda y tan mal dispuesta, se arrepintió de haber hecho el comentario. Grant prolongó aún unos instantes su habitual pausa de cortesía y continuó.

—Enseguida se presentó en la habitación la mujer joven con un bol de gachas de avena. La muchacha lo rechazó y exigió que le devolvieran su ropa y que la dejaran marchar. La mujer le respondió que ya comería cuando tuviera hambre y se marchó, dejando las gachas. Estuvo sola hasta el anochecer, cuando la misma mujer le trajo un poco de té y un platillo de galletas recién hechas e intentó convencerla de nuevo para que aceptara el trabajo a modo de prueba. La joven volvió a negarse y durante días, siempre según su historia, se vio sometida en repetidas ocasiones a ese juego de engatusamientos e intimidaciones, llevado a cabo alternativamente por ambas mujeres. Entonces pensó que, si lograba romper la pequeña ventana redonda, sería capaz de trepar hasta el tejado, protegido por un pretil, para tratar de llamar la atención de algún transeúnte o un vendedor que por casualidad se aproximase a la casa. Desafortunadamente, el único instrumento a su disposición era una endeble silla, con la que tan solo logró quebrar el cristal antes de que la mujer más joven irrumpiera en la habitación hecha una furia. Le arrancó la silla de las manos y golpeó a la muchacha hasta que se quedó sin aliento. Después se marchó llevándose la silla, y la joven pensó que había llegado el final para ella. Sin embargo, minutos después la mujer regresó empuñando lo que a la joven le pareció una fusta para perros y nuevamente la golpeó hasta que perdió el conocimiento. Al día siguiente, la anciana se presentó en el ático cargada con varios juegos de sábanas y le dijo que si no estaba dispuesta a trabajar, al menos cosería. Si no cosía no habría comida. Estaba demasiado dolorida para coser, por lo que se quedó sin comer. A la mañana siguiente volvieron a amenazarla con otra paliza si no cosía. De modo que remendó algunas sábanas y le dieron un cuenco con estofado para la cena. El acuerdo perduró varios días, pero si su costura les resultaba inadecuada o insuficiente, de nuevo la golpeaban o la privaban de alimentos. Hasta que una noche la anciana subió a llevarle su cuenco de estofado y al marcharse olvidó cerrar la puerta con llave. La joven esperó, pensando que se trataba de una trampa que terminaría con una nueva paliza. Pero pasado un tiempo se aventuró a salir hasta el rellano. No oyó nada, por lo que bajó apresuradamente el tramo de escaleras sin alfombrar y a continuación el segundo tramo hasta el primer rellano. Desde allí pudo escuchar a las dos mujeres hablando en la cocina. Se arrastró hasta la planta baja y corrió con desesperación hacia la puerta principal. No estaba cerrada y sin pensarlo dos veces huyó tal como estaba, perdiéndose en la noche.

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