Yacía bajo una sábana y sólo pude ver su rostro y su cabeza. Tenía una frente ancha, el cabello oscuro lacio y una nariz aguileña que parecía un cuchillo. Unos movimientos apenas visibles de sus narinas daban cuenta de su silenciosa respiración. Su delgado labio superior, que comenzaba en oscuras cuñas, se elevaba delicadamente hacia una pequeña meseta rosada con forma de pétalo en el centro de la boca; el labio inferior era carnoso, afeminado. Tenía el mentón afilado y las mejillas un poco cóncavas. Su rostro suave y su frente estaban pasmosamente pálidos. Nunca antes había visto a alguien con unos rasgos tan blanquecinos. Me acerqué y me quedé mirándolo. Pasó un tiempo. Luego, como un muñeco que se gira a un lado y a otro, sus ojos se abrieron de manera abrupta y se quedó mirándome.
Di un paso hacia atrás, asustada por lo repentino de su despertar y avergonzada porque me había sorprendido observándolo mientras él dormía.
Sus ojos eran negros, grandes y brillantes. Sus pesados párpados le daban un aspecto de lechuza de ojos encapuchados. Me miró, pero no se movió.
Sentí mi corazón latir en mis oídos.
Acostado allí, moviendo sólo sus labios, dijo con calma:
–¿Ya es de mañana? Sí –Tosió brevemente, una tos suave y húmeda–. Buenos días, niña querida.
–Buenos días –me oí responder.
–Eres Ilana Davita.
Asentí.
–Soy Jakob Daw.
Comenzó a sentarse. Me alejé un poco.
–Querida, ¿a dónde vas?
–Al baño.
Fui rápidamente por el corredor hacia el baño cerca de la puerta de entrada del departamento. Vi el arpa sobre la puerta, sus curvas suaves, sus bolitas de madera, su hueco circular bajo las tanzas y las cuerdas tensadas. Parada en puntas de pie, toqué con delicadeza las bolitas y las observé golpear las cuerdas. Una música suave y dulce llenó el silencioso pasillo. Ting tang ting tung ting tang tung. Fui al baño.
Cuando regresé al living, Jakob Daw, vestido con unos oscuros pantalones holgados y una vieja camisa blanca, contemplaba la calle de pie junto a la ventana. Cuando entré se dio vuelta. Era un hombre pequeño, no mucho más alto que mi madre, de huesos menudos, con dedos delicados, manos blancas y hombros estrechos. Parecía frágil y enfermizo.
Me dijo en su voz disfónica y áspera:
–De nuevo, buenos días, Ilana Davita. Tus padres no te hicieron justicia cuando me contaron sobre ti. Una belleza vikinga. Claramente, el lado paterno domina, por lo menos en lo que hace a la apariencia externa. ¿Cuántos años tienes?
–Ocho.
–Una hermosa edad, una edad inocente –Se tapó la boca y tosió delicadamente–. Disculpa. Vas a la escuela, por supuesto.
–Voy a la escuela pública.
–¿Y sabes leer? Bien. Muy bien. Ahora, una pregunta difícil: ¿puedes mostrarme dónde están las cosas en la cocina para que me pueda preparar una taza de café? A la mañana, sin mi café, estoy perdido. ¿Sí? Gracias. Pero primero iré al baño. Está al final del corredor, si mal no recuerdo. Sí. ¿Está bien si te llamo Ilana Davita? Bien. Es muy importante llamar a las personas por sus verdaderos nombres.
Minutos después, nos sentamos a la mesa de la cocina. Jakob Daw fumó un cigarrillo y bebió un sorbito de una taza de café moca caliente. Parecía tenso, distraído, y no dejaba de mirar por la ventana la pared de ladrillo colorado del edificio adyacente. La mano que sostenía la taza temblaba levemente cuando la acercaba a sus labios. Sentada cerca de él, noté el entramado de venitas azules en el dorso de sus manos blancas y en sus sienes.
Le pregunté:
–¿Usa anteojos, Sr. Daw?
–Sólo cuando escribo –me respondió.
–A mí acaban de recetarme unos.
–¿Te sirven?
–Ahora veo las cosas claramente. Y ya no tengo dolores de cabeza.
–¿Tienes que usarlos todo el tiempo?
–Sí, pero a veces me olvido.
–No debes olvidarte. Es importante ver con claridad todo el tiempo.
–Sr. Daw, ¿usted escribe cuentos?
–Sí.
–¿Escribe cuentos como el de Baba Yaga?
Dio una pitada y me contempló con curiosidad por encima del borde de su taza.
–Me temo que no conozco esa historia.
–Se trata de una bruja malvada que persigue a una niña y a un niño, y ellos tienen tres objetos mágicos que los protegen contra ella.
–Ah –dijo–. Esa Baba Yaga. Sí. Bueno, mis cuentos son sólo un poco parecidos a la historia de Baba Yaga.
–Odio a Baba Yaga, pero ahora está muerta.
Me miró a través de sus ojos, que parecían encapuchados.
–Los muertos no regresan, ¿sabía? Mi mamá me lo dijo.
Dejó su taza.
–Es verdad –dijo–, y a la vez no es verdad.
–¿Conoce a Adolf Hitler?
–¿Si lo conozco personalmente? No.
–¿Ha estado en España?
–No, todavía no –Levantó su taza y bebió de ella–. Pronto habrá una guerra en España.
–¿Qué quiere decir «guerra»?
Me miró. Una triste sonrisa se esbozó en sus labios. Dijo:
–La guerra es una lucha entre grandes grupos de personas o entre países. La guerra es terrible. Es una de las cosas más terribles que el hombre hace.
–¿Y en la guerra muere gente?
–Sí. Mucha.
–Sr. Daw, ¿usted tiene hijos?
–No, Ilana Davita. Nunca me casé.
–Yo tuve un hermanito una vez, pero se murió.
–Sí –dijo–. Lo sé. Creo que tomaré otra taza de este café tan bueno.
Comenzó a levantarse, luego se detuvo. Se escucharon pasos en el pasillo. Mi madre entró en la cocina, llevaba su vestido rosa de entrecasa. Su largo cabello oscuro cubría sus hombros y su espalda. Jakob Daw la miró, luego apartó su mirada, luego la volvió a mirar.
–Bueno –dijo mi madre–, ya se han conocido.
–Nos hemos conocido y estamos teniendo una espléndida conversación –dijo Jakob Daw.
–El Sr. Daw me enseñó lo que significa la palabra «guerra», mamá.
–La niña preguntó por España –dijo Jakob Daw.
Mi padre entró alegremente en la cocina.
–Buenos días, mi amor –Besó mi mejilla y sentí su loción de afeitar–. Buen día, Jakob. Te ves terrible. ¿Ya tomaste café? Veo que sí. ¿Te ves así después del café? Quiero revisar tu itinerario y tengo que pasar por el diario. Dios, tenemos que hacer que te veas mejor, Jakob. No puedes ir por el país hablándole a la gente con esa facha. Annie, ¿qué podemos hacer para darle un aspecto más vital a nuestro Jakob?
Los tres se sentaron alrededor de la mesa a conversar. No pude entender casi nada de lo que decían.
Dije:
–¿Cuánto tiempo se quedará aquí, Sr. Daw?
Me miraron y Jakob respondió:
–Diez días. Quizá dos semanas.
–¿Usted tiene ideas, Sr. Daw?
–¿Ideas?
–¿Puede ver ideas en su cabeza?
–Oh, sí, tengo ideas. Sí. Oye, ¿puedo pedirte un favor? No me llames más Sr. Daw. Llámame… –se detuvo y miró a mi madre–. Channah, ¿cómo debería llamarme Ilana Davita?
–¿Tío Jakob? –sugirió mi madre.
–Buena idea, Annie –dijo mi padre.
–Muy bien –dijo Jakob Daw–. ¿Le parece bien a nuestra Ilana Davita? Bien. Ahora me voy con tu padre y regresaré más tarde. Hasta luego, Ilana Davita.
–Hasta luego, tío Jakob –dije.
* * *
La tarde del sábado siguiente, en el parque, le pregunté a mi madre:
–¿Qué escribe el tío Jakob?
–Cuentos. Artículos –Se sentó de cara al sol. Su rostro tenía un aspecto cansado, atormentado–. Es un gran escritor y algún día todo el mundo lo conocerá.
Yo no entendía por qué un gran escritor tenía que dormir en el sofá cama de nuestro living.
–¿Qué tipo de cuentos escribe el tío Jakob?
–Cuentos extraños. Cuentos maravillosos.
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