Ahora vivíamos en un edificio de cuatro pisos y ladrillos colorados, en una estrecha calle del lado oeste de Manhattan. Mi padre viajaba a menudo. Ese invierno había huelgas, y él escribía sobre el tema para su diario y para algunas revistas.
Una mañana, durante el desayuno, le pregunté a mi madre:
–¿Qué quiere decir «huelga», mamá?
Me miró sombríamente y me dijo que era una palabra con varios significados.
–¿Qué significa donde papá está?
–La huelga es cuando la gente deja de trabajar para forzar a los patrones a que le dé más dinero o un mejor lugar de trabajo.
Me dio también algunos otros significados de la palabra. No entendí cómo una palabra podía tener tantos significados: dejar de trabajar. Asustar a alguien. Golpear a alguien. Entrar en la mente. Parar.
–¿Estuviste alguna vez en una huelga, mamá?
–Sí, mi amor. Hace muchos años. Y mi abuelo, cuando era joven, organizó una huelga en Rusia, en una ciudad llamada Odessa.
Sus ojos se volvían soñadores cuando mencionaba a su abuelo. A menudo hablaba de él.
–¿Tu abuelo está muerto?
–Sí.
Había comenzado a darme cuenta de que todas las cosas vivas mueren. Muchas veces, me quedaba despierta por la noche tratando de entender eso. Todas las cosas vivas mueren.
–¿Puede una huelga lastimar a la gente?
–A veces.
–¿Papá se va a lastimar?
–No lo creo.
–Mami, ¿a dónde va la gente que se muere?
Me dijo algo.
No pude captar su respuesta. Interminable oscuridad en la tierra o cenizas esparcidas.
–¿Mi hermanito está muerto así?
–Sí –me dijo luego de un instante.
–¿Papá y tú morirán?
–Sí. Pero espero que dentro de mucho tiempo, querida. Ahora termina tu desayuno. No quiero que llegues tarde a la escuela.
Dos días después, mi padre regresó a casa, cansado y sucio. Se bañó, durmió y se sentó ante su escritorio a escribir. Afuera de mi ventana, la nieve caía silenciosamente en las calles y los autos circulaban con sonidos amortiguados.
Al segundo día de su regreso, le pregunté a mi padre durante el desayuno:
–Papá, ¿hubo heridos en la huelga?
Estaba encorvado sobre su plato, absorto en sus pensamientos. A menudo, cuando escribía, no escuchaba cuando le hablaban. Se dedicaba a dos tipos de escritura. Una, a la que llamaba su escritura especial, era la que realizaba en casa, en su escritorio, a menudo bien entrada la noche. La otra, a la que denominaba su escritura habitual, era la que desarrollaba en algún escritorio de un diario en Manhattan. Su escritura habitual aparecía en el diario para el que trabajaba; su escritura especial se publicaba en revistas.
Le pregunté a mi madre:
–¿Papá todavía sigue con su escritura especial?
Lo miró y asintió.
Mi padre estaba sin afeitar y parecía no haber dormido. Entonces tenía entre treinta y cuarenta años, era un hombre alto y atractivo, con cabello castaño ondulado y ojos azules, nariz recta, un mentón pronunciado y una boca fácil para la risa. Excepto cuando se dedicaba a su escritura especial, parecía poseído por una cantarina genialidad de espíritu que alegraba los corazones de quienes lo rodeaban. Tenía una forma ligera de entrar en mi cuarto, sentarse en mi cama y decir: «Es hora de hablar, mi amor». Él fue quien me habló primero de Paul Bunyan1, Johnny Appleseed2, el barón de Münchhausen3 y otros refinados caballeros de hazañas legendarias. Sobre todo le gustaba hablarme de Paul Bunyan. Y con él aprendí sobre Maine y sus lagos y colinas y pueblos costeros e islas.
Esa mañana, luego de que le pregunté otra vez sobre la huelga, me dijo:
–Sí, hubo heridos. Uno grave.
–¿Murió alguien?
–No.
–Me alegro.
–Come tus cereales, Ilana –dijo mi madre en voz baja.
–No quiero que muera nadie, papá. Es oscuro como un bosque grande, y siempre es así y nunca se termina.
Lentamente mi padre volvió su cabeza hacia mí y me miró.
–¿Qué se siente estar muerto, papá?
–No lo sé, mi amor. Nunca nadie ha regresado para con-
tarlo.
–Puedes hablarlo con papá en cualquier otro momento, Ilana –dijo mi madre–. Papá tiene que terminar su artículo hoy.
A menudo trabajaban juntos en su escritura especial. Mi padre venía al living o a la cocina y leía en voz alta lo que había escrito. Escribía a mano, y mi madre, a veces, tenía dificultad para leer su letra. Ella le hacía sugerencias en un tono suave, y mi padre volvía entonces a su escritorio.
–Tenía miedo de que a papá lo mataran en la huelga.
–Error, mi amor. Error. Ven aquí y dame un océano de abrazos. Así está bien. Más fuerte. Sí. Ese es un abrazo.
Desde donde estaba parada cerca del horno, mi madre dijo:
–Llegarás tarde a la escuela, Ilana. Y tu padre tiene que ir a trabajar. Terminemos el desayuno. ¿Quieres otra taza de café, Michael?
Mi padre completó su escritura especial esa noche. Dos noches después, unas veinte personas vinieron al departamento para una reunión.
Me quedé en la cama escuchando la reunión. ¡Qué ruidosa era! De vez en cuando, por encima de la marea de ruido, oía el estruendo de la voz de mi padre. Lo imaginaba riendo y con los ojos llenos de luz. Era un hombre fuerte, con brazos y hombros musculosos. Acostada en la oscuridad, escuchaba su voz. Parecía estar dentro de mi cuarto. Su voz con su música de Nueva Inglaterra.
De repente, el ruido desapareció y la reunión quedó en silencio. Mi madre había comenzado a hablar. Escuché el silencio, la tos ocasional, la suave melodía del arpa de la puerta que acompañaba la entrada de un visitante tardío. Mi madre mencionó el nombre de Stalin. Dijo: «No somos esclavos de una idea universal» y «en la familia capitalista, el marido es el burgués; la mujer, el proletariado». Continuó hablando durante un tiempo. Escuché que alguien la interrumpió para decir: «Camarada, no obedecemos órdenes aquí como lo hacen en el Bronx». No pude escuchar la respuesta de mi madre. Mi cuarto estaba helado, mi cama parecía un lago congelado. Mi madre seguía hablando. Me dormí.
A la mañana siguiente, en el desayuno, le pregunté a mi madre qué quería decir la palabra «idea».
–Esa es buena –dijo mi padre alegremente, levantando la vista del diario–. A ver cómo te la ingenias, Annie. Te va a mantener ocupada un rato.
–Se te enfrían los huevos, Michael.
Mi padre bajó el diario y vi su nombre bajo el titular, en la columna de la derecha de la primera página: Michael Chandal.
–Anoche te escuché usar la palabra «idea», mamá.
–¿No duermes nunca, mi amor? Estás adquiriendo mis malos hábitos, te estás convirtiendo en una noctámbula. Hay que tener cuidado con los noctámbulos, Davita. Evítanos como a la plaga. Trataré de explicarte lo que es una idea, Ilana. Come tus cereales mientras hablo.
La palabra «idea», dijo, vino de una antigua palabra que originariamente quería decir ver. Una idea era algo que existía en la mente de una persona. Podía ser un pensamiento, una opinión, una fantasía, un plan de acción, una creencia. Antes significaba una imagen mental, un dibujo de alguien o algo, un retrato. Sin embargo, nadie la usaba ya con ese sentido.
–Davita, mi amor, ¿hemos entendido algo de todo eso? –preguntó mi padre de manera genial.
–Mamá, ¿lo que llamas estalinismo es una idea?
Mi padre dejó de masticar y me miró.
–Sí –respondió mi madre sonriendo ligeramente.
–¿Y es una idea estar con frío por la noche en la cama?
–No, tesoro. Eso es un sentimiento.
–Es un propietario capitalista. Eso es lo que es.
–¿Es una idea cuando escucho el arpa de la puerta?
Читать дальше