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Chaim Potok: El arpa de Davita

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Chaim Potok El arpa de Davita

El arpa de Davita: краткое содержание, описание и аннотация

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Para Davita Chandal, crecer en Nueva York en las décadas de 1930 y 1940 es a la vez una experiencia de alegría indescriptible y de inconmensurable tristeza. Sus amorosos padres, ambos fervientes militantes comunistas, la contagian con el brillo feroz de la esperanza de un mundo nuevo y mejor. Pero las privaciones de la guerra y la Depresión se cobran su implacable peaje.Inesperadamente, Davita encuentra en la fe judía –que hace largo tiempo su madre ha abandonado- un consuelo a su inquisitivo dolor interno y una prueba para su incipiente espíritu de independencia. Para ella, las escurridizas posibilidades que la vida ofrece de felicidad, logros y decencia se convierten en algo real y reverberante como la música de la pequeña arpa que cuelga en su puerta y les da la bienvenida a los visitantes con sus tonos dulces y suaves. Potok ha abierto un nuevo claro en el bosque de la literatura estadounidense. A medida que Davita cobra vida, también lo hace el libro.Los campos de exterminio de Hitler, las tropas de Franco, la bomba atómica no pueden derrotar a los personajes de Potok, porque hay un lazo dulce y amoroso que une sus vidas, un lazo simbolizado por los suaves tonos de la pequeña arpa colocada en la puerta de cada uno de los departamentos en que Davita ha vivido. «Una gloria delicada infunde el mundo que esta gente ve cuando abren sus puertas y ventanas. El libro más valiente de Potok.» The New York Times Book Review

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Una vez alguien pasó por mi puerta y oí:

–¿Qué demonios hacen viviendo en este lugar? ¿No tienen dinero?

–No lo sé –dijo una segunda voz–. Quizá quieran vivir con el proletariado.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, le pregunté a mi madre qué quería decir la palabra «proletariado».

Dijo que era una vieja palabra de otro idioma que originariamente designaba a una persona sin valor, que no tiene nada para dar a su país excepto sus hijos. Ahora se refería a las personas de más baja condición y pobres.

Yo no estaba segura de haber entendido y le pregunté, con la exasperación de un niño, por qué siempre tenía que darme los significados antiguos de las palabras, por qué simplemente no podía decirme lo que la palabra significaba hoy. Y ella me respondió con paciencia, en su inglés con un leve acento: «Todo tiene nombre, Ilana. Y los nombres son muy importantes. Nada existe a menos que tenga un nombre. ¿Puedes pensar en algo que no tenga nombre? Y, cielo, todo tiene un pasado. Todo –una persona, una cosa, una palabra–, todo. Si no sabes el pasado, no puedes entender el presente ni planear bien el futuro. Vamos a construir un nuevo mundo, Ilana. ¿Cómo podemos desconocer el pasado?».

En esas reuniones, mi padre, con su voz bien potente, rasgos rubicundos y naturaleza afable, parecía casi siempre estar en el centro de la conversación que hacía reír a la gente; mientras que mi madre, con su comportamiento erudito y sus rasgos bonitos, el largo cabello oscuro y su voz suave y musical, casi seguro estaba en el corazón de la charla que hacía que la gente se pusiera seria. A todos les gustaba mi padre; todos parecían intimidados por mi madre.

Una mañana, después de una reunión que había terminado a los gritos, con discusiones, amenazas y el ruido de cosas rotas, acostada en la cama de mi fría habitación, oí sonar el timbre. Los pasos de mi padre hacían eco en el pasillo del departamento. Escuché el suave sonido del tintineo del arpa y una breve conversación que no entendí. Dos semanas después, nos mudamos de nuevo.

* * *

Mi madre quedó embarazada. Yo tocaba su panza dura. Fue al hospital y dio a luz a un varón.

Mi padre daba vueltas de aquí para allá, y se lo veía deslumbrado. Nos preparaba las comidas. Yo ponía la mesa y lo ayudaba a limpiar. Me quedaba despierta en la oscuridad, escuchando los ratones escurridizos.

Caminaba ida y vuelta a la escuela sobre una nieve teñida de marrón por la mugre de la ciudad, hecha hielo en las veredas. Una tarde, para acortar la caminata, tomé un atajo por un terreno baldío, una tierra salvaje de pasto muerto, arbustos grises, latas oxidadas y mierda de perro sobre una fina capa de nieve y hielo. Caminé rápido por el baldío hasta la calle paralela. Un ventarrón helado soplaba a través de las calles. En una parte solitaria de la calle, un niño de mi clase me vio y me gritó desde la puerta de su casa: «Ey, Ilana, no te metas en la otra cuadra. A la pandilla de ahí no le gustan los que no son goy».

No entendí lo que me estaba diciendo y continué. Las ráfagas de viento me hacían llorar los ojos. ¿Tenía mi mamá suficiente calefacción en el hospital? ¿El propietario del hospital apagaría la caldera por la noche? Caminé rápido por las calles grises del atardecer, necesitaba urgente ir al baño y esperaba la repentina aparición de una rabiosa horda de niños. No pasó nada.

–¿Qué es un goy? –le pregunté a mi padre esa noche.

–Es como los judíos llaman a alguien que no es judío. Es el término hebreo para «gentil». Para los judíos, yo soy goy.

–¿Y yo soy goy?

–No, mi amor. Tu mamá es judía, entonces tú eres judía. El judaísmo se transmite por línea materna.

–Para ti, ¿yo soy judía?

–Para mí, Davita, todo tu ser es judío, todo tu ser es gentil, todo tu ser es marxista, todo tu ser es…

–¡Papá!

–… hermoso y eres mi amor especial.

Me hizo cosquillas, me reí y lo abracé.

Mi madre regresó a casa. Estaba pálida y muy débil.

A mi hermanito le pusieron el nombre del abuelo de mi madre. El bebé se veía rojo y escuálido, y lloraba muchísimo. Al parecer, tenía un problema en el estómago y en la respiración. Tosía haciendo sonidos extraños y no podía comer ni dormir.

Cierta oscuridad se instaló en los hermosos rasgos de mi madre. Mi padre se desplazaba sigilosamente dentro del departamento, murmurando.

Hubo una tormenta de nieve. Caminé hasta la escuela pisando nieve y, de regreso a casa, corté camino a través del baldío y avancé por blancas calles invernales que estaban casi vacías de tránsito y peatones.

Un día, tres muchachos salieron de un callejón y se pararon frente a mí bloqueándome el paso. Usaban chaquetas de invierno y gorras oscuras. Uno de ellos llevaba un cigarrillo en la boca.

–¿Vives aquí, nena? –Quiso saber.

–Ella no vive aquí –dijo otro–. Conozco a todos los que viven aquí.

–¿Qué ‘tas haciendo en esta cuadra, nena? –preguntó el tercero.

Respondí en una voz que no reconocí:

–Vuelvo a casa de la escuela. Estoy en primer grado.

Hubo una breve pausa.

El que tenía el cigarrillo dijo:

–¿Judía?

Se quedaron ahí, mirándome y esperando. Temblé en el viento cortante. Pasó un auto salpicando nieve sucia.

–Mi padre no es judío –me escuché decir en esa voz que no reconocía.

–No nos gustan los extraños en nuestra cuadra, nena –dijo el tercero.

Su tono ya no era hostil. Ahora hablaba para impresionar a los otros.

El que tenía el cigarrillo dijo abruptamente:

–¿Tu vieja es judía?

No dije nada.

Estaban parados en medio del viento, esperando.

–Oye, nena –dijo el del cigarrillo–. ¿Eres sorda o qué?

–Mi madre es judía –dije en la misma voz extraña.

Siguieron parados ahí, indecisos, sin dejarme pasar. El viento soplaba a través de mis ropas. Yo necesitaba un baño. Sostenía mis libros y estaba de pie, tiritando. Luego me largué a llorar y no pude controlarme más. Me quedé parada llorando y me hice pis encima: sentí cómo una tibia humedad se esparcía por mi ropa interior y se escurría hacia abajo dentro de mis medias y mi traje para la nieve.

Uno de ellos dijo:

–Ay, mierda, déjenla ir. Es sólo una niña.

El que tenía el cigarrillo dijo:

–Es un poco judía y está en nuestra cuadra.

El tercero dijo:

–Vamos, Vince. ¡Por Dios! Es tan sólo una nena chiquita.

–Está bien –dijo el que tenía el cigarrillo–. Está bien. Vete de aquí, nena. Y mantente alejada de nuestra cuadra.

–Sí –dijo el segundo–. La próxima vez no tendrás tanta suerte.

Corrí. Los sentí reír detrás de mí. Recuerdo esa risa. La humedad entre mis piernas ahora estaba fría, pegajosa, un charco de vergüenza secreta.

Entré en el departamento con mi llave. Se escuchó la dulce melodía del arpa de la puerta. No había nadie en casa. Me cambié la ropa y no dije nada. Me pregunté por qué el departamento estaba vacío.

Mi madre había ido con mi hermanito al hospital. Esa noche él murió.

Ella lloraba y mi padre la contenía. La pude escuchar a través de las paredes de la habitación. No sé dónde vivíamos entonces, pero recuerdo a mi madre llorar y a mi padre tratando de calmarla, y los radiadores del departamento contrayéndose por el frío, y una voz en la oscuridad diciendo «ey, niña, ¿eres judía?», y mi corazón luchando como un animal contra su prisión dentro de mi pecho.

Pocas semanas después, mi madre comenzó nuevamente a embalar todas nuestras pertenencias.

Después de esa última mudanza, mi madre se enfermó. No podía levantarse de la cama. Vino un doctor. También vino el hombre alto y distinguido del traje oscuro y el oscuro sombrero de fieltro; lo escuché hablar con mi padre, pero no pude entender lo que decían. De vez en cuando, captaba algún destello de mi madre a través de la puerta parcialmente abierta de la habitación. Permanecía quieta en su almohada blanca, con su largo cabello oscuro sobre el rostro y los hombros. Una infección, oí a mi padre decirle a un vecino. Una enfermedad de mujer. Oh, sí, fiebre alta, muy alta. Sí, grave, muy grave.

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