Un invierno nos mudamos dos veces en el lapso de tres meses. Recuerdo la segunda mudanza. La fotografía de la playa y los sementales había sido colgada en la pared del dormitorio de mis padres; el arpa colgaba de un clavo en la parte interna de nuestra puerta de entrada, y yo casi que la podía tocar si me paraba en puntas de pie. Pero apenas habíamos desarmado la mudanza, las cajas todavía estaban sin desempacar y, de repente, había de nuevo gente de la mudanza en el departamento: hombres corpulentos que caminaban ruidosamente y refunfuñaban mientras cargaban en sus espaldas nuestros pesados muebles de caoba, las cajas abiertas con los libros de mis padres, los enormes bultos con los papeles y las revistas de mi padre. Recuerdo la mudanza porque mi pequeño cuarto era amargamente frío y estaba lleno de chinches, así que estaba feliz por no tener que dormir de nuevo allí. Recuerdo también que uno de los hombres de la mudanza, alto, panzón y con una cara carnosa que brillaba de sudor, paseó sus ojos por algunos de los títulos de los libros de mis padres, y su cara se quedó rígida y sus mandíbulas se trabaron. Le lanzó a mi madre una mirada de asco. Ella le llegaba a los hombros, pero le devolvió la mirada desafiante, estirando el cuello y mirándolo fijo hasta que él se dio vuelta.
Desde muy temprana edad, me convertí en una deambuladora. Solía caminar por las calles de cada barrio como un pichón vorazmente curioso. Al principio, mis padres se asustaron porque parecía que me escurría en un abrir y cerrar de ojos y desaparecía. Me retaban muy enojados y repetidas veces, pero no conducía a nada. Yo necesitaba las calles como antídoto contra los límites perniciosos de los departamentos en los que vivíamos. Poseía un asombroso sentido del tiempo y la ubicación, y parecía que siempre podía regresar antes de que se desencadenara un grave pánico parental. Al final, mis padres se acostumbraron a mis idas y venidas y me dejaron sola.
¿Dónde viví durante esos tempranos y apenas recordados años? Puedo evocar trozos de un paisaje surrealista. Altas vías férreas apoyadas sobre elevados y anchos pilares, y el trueno de hierro de los trenes pasando por allí arriba. Largas filas de hombres silenciosos esperando en las veredas por comida. Escaleras poco iluminadas, corredores malolientes, vecinos peleándose, húmedas calles empedradas, mugrientos montículos de nieve, niños llorando, el olor del repollo hirviendo en agua salada, la arena blanco amarillenta de unas altas dunas, las olas armándose y rompiéndose, y siempre, la música del arpa en la puerta y los silenciosos caballos galopantes sobre las arenas rojas de una playa remota.
Un invierno nos mudamos a un edificio cerca de un río. En el departamento que estaba al lado del nuestro, vivía el cabecilla de una pandilla callejera. Estaba en plena adolescencia, era alto y mugriento. Usaba pantalones de pana, una chaqueta azul marino y una gorra de marinero, y olía a arenque y cebolla. Yo lo evitaba cada vez que lo veía. Una vez pasó cuando yo estaba saltando a la soga en la calle con algunas niñas. Puso un pie en el medio de la soga que se balanceaba, le alteró el ritmo y se alejó riéndose. Una tarde, mientras estaba jugando a las escondidas, apareció por casualidad en el corredor que daba al sótano de nuestro edificio y me asustó con su mirada malvada, los ojos brillantes y el rostro lleno de granos. Una noche escuché su voz a través de las paredes de mi habitación. Se reía de manera estridente. Mi corazón latió acelerado en la oscuridad.
Un sábado por la mañana, estaba en la tienda de la esquina eligiendo un caramelo, con una moneda que mi mamá me había dado, cuando él entró, alto, desgarbado, sucio, con la gorra sobre el ángulo de los ojos. Un viento frío entró con él.
–Cierra la puerta –dijo el vendedor desde el mostrador–. No necesito el invierno dentro de mi negocio.
El muchacho cerró la puerta de un golpe y caminó unos pasos. Me miró. Cerré el puño con mi moneda.
Se acercó a mí. Lo miré fijo. ¡Era tan alto!
–Mi viejo dice que oyó que viviste cerca del puente hace un par de años y en Broome Street antes de mudarte aquí.
Yo recordaba vagamente un puente elevado, agua oscura y el hedor de unas cosas hinchadas cerca de unos pilotes llenos de percebes.
–Hay una pandilla, en esta cuadra, que golpea a niñitas que no tienen protección. ¿Quieres protección?
No sabía qué decir porque no entendía la palabra «pro-
tección».
El muchacho se inclinó para acercarse a mí. Vi sus ojos oscuros y brillantes, sus rasgos con acné, sus labios húmedos, y sentí en ese instante su desprecio por mi debilidad.
–Ey, te estoy hablando. Las niñas necesitan protección en esta cuadra. Me das un centavo por semana, y yo…
Desde atrás del mostrador, llegó la voz del vendedor, un hombre de pecho ancho, brazos gruesos y manos callosas.
–Izzie, si haces tus negocios en mi local, te rompo la cabeza. Déjala tranquila.
El muchacho se incorporó, inclinó la cabeza hacia atrás. Me fulminó con la mirada desde abajo de la visera de su gorra, luego se dio vuelta y salió del negocio golpeando la puerta.
Esa noche, durante la cena, le pregunté a mi madre qué quería decir la palabra «protección».
Mi madre me explicaba las palabras de una manera especial. Me daba el significado actual de la palabra y una breve reseña de su origen. Si no conocía el origen, lo buscaba en el diccionario en el dormitorio, cerca del escritorio de mi padre.
Me dijo que la palabra «protección» venía de una palabra en una antigua lengua y que alguna vez había significado estar cubierto de frente. Ahora significaba cuidar a alguien de un ataque o insulto.
Quiso saber dónde había escuchado yo esa palabra, y se lo dije.
–Ilana, ¿ves cómo vive la clase obrera explotada? –dijo–. Mira lo que les sucede a sus niños.
–Parece un tipo bastante indecente –dijo mi padre–. Creo que voy a tener una conversación con su padre.
Esa noche estuve despierta escuchando el latido de mi corazón. El radiador emitía unos fuertes estallidos. Mi madre me había explicado una vez que el encargado dejaba que la caldera se prendiera fuego y los radiadores se enfriaran, así el propietario de la casa podía ahorrar dinero. Los propietarios eran capitalistas, dijo. Explotadores de la clase obrera. Pero eso iba a terminar pronto. El mundo iba a cambiar. Sí. Muy pronto.
Sus ojos oscuros se encendían cuando hablaba así.
En la penumbra de mi habitación, escuché un grito. La voz del muchacho atravesó la pared: «No la volveré a molestar. ¡No, no quiero ir con el tío Nathan a Newark! ¡Él no es nadie! ¡Nadie!».
A través de la pared, se escuchaba el sonido de la voz enojada de un hombre, de piel golpeando piel y un llanto ahogado.
Alrededor de una semana después, mi madre me dijo que nos íbamos a mudar de nuevo.
Los departamentos donde vivíamos cambiaban a menudo, pero los amigos de mis padres seguían siendo los mismos. Los adultos me abrazaban, me besaban, me hacían cosquillas, me ignoraban. Una niebla de humo de cigarrillos se concentraba en el aire. Casi todas las conversaciones eran ruidosas y sobre política. Palabras y nombres extraños sobrevolaban como dardos. Materialismo dialéctico, materialismo histórico, modo de producción. Hitler, Stalin, Roosevelt, Mussolini, Trotski. Gángsteres de camisas pardas, asesinos de camisas negras. Sindicatos, jefes, capitalistas. ¡Adelante con la lucha!
Las reuniones siempre terminaban con canciones. Me gustaba que cantaran y los oía desde mi habitación. Mi padre tenía una voz de barítono y, a veces, escuchaba su voz por sobre las otras. Cantaban: «Anoche soñé que veía a Joe Hill vivo como tú y yo». Cantaban: «Solidaridad para siempre. / Solidaridad para siempre. / Solidaridad para siempre, / porque el Sindicato nos hace fuertes». Cantaban: «Y porque es humano, / al hombre le gustaría tener algo de comer. / No se llenará con mucha charla. / Eso no le dará pan ni carne». A veces cantaban tan alto, que estaba segura de que se podía escuchar por toda la casa y, quizás, incluso en la calle. Yo permanecía despierta en mi oscura y fría habitación, escuchando las canciones y los latidos de mi corazón.
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