–No, mi amor. Eso es el oído. Es uno de tus sentidos, como la vista, el tacto y el olfato. Una idea es algo que está en tu mente, en tu cabeza. Cuando piensas en el arpa de la puerta, eso es una idea.
–Cuando pienso en la casa y la playa y el océano, ¿eso es una idea? –De repente recordé el mundo de la playa en el que pasábamos nuestros veranos.
–Sí, Ilana.
–¿Se mueren las ideas, como la gente y los animales y las aves?
–A veces.
Me senté a la mesa en nuestra pequeña cocina y contemplé la pálida luz del sol invernal que brillaba por la ventana.
–Bueno –dijo mi padre empujando hacia atrás su silla y poniéndose de pie–. Sin dudas, ha sido uno de mis más esclarecedores desayunos. Ahora tengo que ir a trabajar. Ahí hay una idea para ti. Trabajo. Una idea poderosa. Annie, acuérdate de llamar a Roger por lo de Jakob.
–Me acuerdo –respondió mi madre.
Mi padre se dirigió a mí:
–Davita, un escritor llamado Jakob Daw vendrá a quedarse con nosotros en casa por un tiempo. Te lo digo ahora para que no te sorprendas, como sucedió cuando te topaste con la tía Sara.
–¿Jakob Daw es de Maine?
–Jakob Daw es de Austria. Es un viejo amigo de tu madre.
Vi cómo mi madre miraba hacia el piso, con el rostro inexpresivo.
–¿Jakob escribe ideas?
–No lo sé. ¿Escribe ideas, Annie?
–Sí, se podría decir que escribe ideas –la voz de mi madre sonaba atípicamente apagada– y sobre cosas de su imaginación.
–Bueno –dijo mi padre–, este ha sido un desayuno interesante. ¿Le dará mi niña un abrazo a su papi? Un abrazo enorme como una montaña.
Vi a mi madre mirarnos con ojos afligidos.
Mamá está pensando en algo, me dije. Tiene una idea.
–¡Ese sí que fue un abrazo! –dijo mi padre.
Dos días después, mi padre viajó a cubrir una huelga en un molino textil al norte de Maine. Se fue casi por una semana. Regresó con un corte profundo en el cuero cabelludo y el hombro izquierdo dolorosamente dislocado.
Se sentó al escritorio a escribir.
Yo deambulaba en silencio por el departamento, asustada. Y una tarde pasé por el cuarto de mis padres y, a través de la puerta semientornada, vi a mi padre recostado en la cama con las manos sobre los ojos, la luz de su lámpara de escritorio sobre sus papeles y la lapicera Waterman negra con la que escribía. En la pared, sobre el escritorio, estaba la fotografía enmarcada de la playa y los caballos. La contemplé durante un largo rato. Me imaginé que podía oír el impacto de los cascos amortiguado por la arena. Luego escuché a mi padre decir claramente, en una voz que no reconocí: «¿Ay, Dios, de qué mierda se trata todo esto? ¿Cómo puede ser algo? No es ni una maldita cosa. No es nada. Eso es lo que es. ¡Nada!».
Me retiré sigilosamente de la puerta, fui a mi cuarto y me quedé parada junto a la ventana mirando la calle. Unos montículos de nieve sucia se apilaban en los cordones. Algunas pocas personas solitarias caminaban como juguetes a través del viento.
La puerta de entrada se abrió. Mi madre había regresado de la tienda. La puerta se cerró. El arpa sonó suavemente. Fui de mi cuarto hacia la cocina para ayudar a mi madre con las compras.
De vez en cuando, mi madre me contaba un viejo relato ruso de una hermana y un hermano que huían de la malvada bruja Baba Yaga. Dos niños perdidos corrían en medio de un vasto paisaje abierto, desértico y de suelo pedregoso. El niño llevaba un pequeño morral de cuero en el que había tres objetos mágicos: un guijarro, un pañuelo y un peine. Podía usar cada elemento sólo una vez. Una noche, la bruja se acercó peligrosamente y el hermano sacó del morral el peine y lo arrojó a la tierra. Un bosque enmarañado surgió entre ellos y Baba Yaga. Los niños continuaron su trayecto a salvo. Días más tarde, vieron de nuevo a Baba Yaga siguiéndolos de cerca, con ropas oscuras y la piel verdosa, horrible. El niño sacó el guijarro y lo arrojó. Una montaña altísima apareció de repente entre ellos y Baba Yaga. Continuaron buscando su hogar y a sus padres. Las semanas pasaron. Un día vieron de nuevo a Baba Yaga en una feroz persecución. Rápidamente, el niño sacó el pañuelo y lo apoyó sobre la tierra. Un ancho y raudo río apareció y bloqueó el paso de Baba Yaga. El río se agitó y siseó a lo largo de sus orillas y se llenó de contracorrientes y remolinos traicioneros. La bruja Baba Yaga se quedó parada en la otra margen, gritando y maldiciendo. Los niños se taparon los oídos y huyeron. Ese día, un granjero los encontró dormidos en un pajar, los reconoció y los llevó a casa de sus padres. ¡Qué feliz reunión fue esa! Pronto los niños olvidaron a la malvada bruja Baba Yaga y su larga fuga en plena naturaleza.
Una noche, al inicio de la primavera de ese año, me contó otra vez ese relato. Yo estaba medio dormida en mi cama, escuchando. Cuando terminó, le pregunté:
–¿Qué quiere decir «magia»?
–Es muy tarde ahora, Ilana.
–¿Hay reunión de nuevo esta noche?
–Sí, querida. Pero trataremos de hablar bajito.
Me besó. Un beso frío y seco en la frente. No como los besos de mi padre, siempre cálidos y húmedos, sobre la mejilla. Labios que venían hacia mí y labios que se alejaban. Frío y seco, cálido y húmedo. Mamá y papá.
Desde la cocina, me llegó el sonido de las voces de mis padres. No podía entender sus palabras. Sonó el timbre. Oí los pasos de mi madre en el pasillo. El sonido del arpa quedó ahogado por una avalancha de voces. El departamento se volvió ruidoso. Finalmente me dormí con el ruido del teléfono que sonaba.
La reunión me despertó. Era inusualmente ruidosa. «¿Cuál es la alternativa? –alguien continuaba gritando–. Dime cuál es la alternativa». Una explosión de voces ahogó sus próximas palabras, voces agudas, voces molestas. El aire en mi cuarto vibraba de manera débil con el bullicio de la reunión. Escuché la palabra «España» varias veces. Nunca antes había oído esa palabra. España. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera dormirme de nuevo.
En el desayuno, mi padre estaba sentado leyendo el diario y mi madre estaba parada junto a la cocina con su vestido de entrecasa rosa y su delantal blanco. El departamento parecía tenso por la atmósfera de la reunión de la noche anterior. Mi padre se veía cansado. Le leyó a mi madre una noticia sobre España y hablaron de ello brevemente. No entendí lo que decía. La voz de mi madre sonaba tirante. Me puse a jugar con mis cereales.
Mi madre colocó un plato con huevos y carne frente a mi padre y se sentó a la mesa. Continuaron hablando sobre España.
Levanté la vista de mis cereales:
–¡Mamá!
–Un momento –dijo mi madre.
Dije:
–Anoche Baba Yaga me persiguió en sueños y usé un arpa como la que tenemos en la puerta, sólo que más pequeña, y se convirtió en un océano. ¿Qué es «magia», mamá? ¿Y qué es «España»?
Luego de una pausa, mi madre dijo:
–Más tarde, Ilana.
Mi padre dijo animándose:
–No, adelante, Annie. Quiero escuchar esa explicación.
Mi madre, luego de otra pausa, dijo:
–La magia es una idea muy antigua, Ilana. Si quieres que llueva, dices ciertas palabras, y si cada vez que las dices llueve, eso es magia. Son palabras o cosas que controlan otras cosas, o a las personas, o a la naturaleza. Eso es magia.
–¿La magia es real?
–Sólo en los cuentos, mi amor.
–¿La magia puede hacer que la gente deje de morir?
Dudó:
–Sólo en los cuentos.
–Podríamos usar algo de magia en España –dijo mi padre–. Azaña podría usar un poco de magia.
–Me gusta la idea de la magia –dije–. ¿Qué más es magia?
–Si puedes limpiar el desorden de la mesa con un solo movimiento de tu mano, eso sería magia –dijo mi madre.
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