Corrí por un prado hacia el denso bosque. Los pájaros brincaban de los árboles oscureciendo el cielo. Yo corría y sólo escuchaba silencio. Me detuve, apoyé la oreja contra el suelo. ¡Ahí sí! Pude escuchar los pesados y sordos pasos. Me incorporé y escapé, dejando mis anteojos en el suelo. Baba Yaga me pisaba los talones. Cuando corrió sobre mis anteojos, las lentes estallaron en llamas y se abrió un abismo en la tierra. Baba Yaga se sumergió dentro de ese agujero negro y sin fondo, retorciéndose y dando vueltas a medida que caía. Pude escuchar su grito alejándose.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, le pregunté a mi madre:
–¿Los muertos vuelven a la vida?
–No.
–¿Nunca?
–Nunca.
Comí mis cereales tranquilamente.
Poco después pregunté:
–¿Tendré alguna vez otro hermano?
–Quizá.
–¿Por qué murió mi hermano?
–Porque estaba enfermo.
–¿Por qué estaba enfermo?
–No lo sé, Ilana. Era así.
Terminé mis cereales y tomé la leche.
–Mamá, ¿por qué me contaste el cuento de Baba Yaga?
–Mi madre solía contármelo. ¿Te asusté? Es importante saber que hay gente mala y cómo protegerte de ella.
–Baba Yaga no me molestará más. Baba Yaga está muerta y no volverá más. Mejor me voy a la escuela ahora así no llego tarde.
Mi madre se quedó parada al lado de la pileta de la cocina, mirándome fijo, con sus ojos oscuros y preocupados.
Caminé rápido hacia la escuela bajo el sol temprano de la mañana, el mundo nítido y transparente a través de mis nuevos anteojos, los anteojos mágicos de Ilana Davita Chandal.
En clase levanté la mano. La maestra había estado hablando sobre distintos tipos de parientes y preguntó si alguien tenía una tía o un tío.
–Mi tía Sara está en Etiopía –dije–. Etiopía es un país que queda en África.
Yo estaba sentada en la tercera fila del lado del aula más cercano a la pared con los grandes ventanales. Todos me miraron.
La maestra, una mujer robusta de mediana edad que llevaba el cabello gris atado en un rodete, sonrió con paciencia y dijo:
–¿A qué se dedica tu tía Sara?
–Es enfermera.
–¿Tu tía Sara es enfermera en Etiopía? ¿Trabaja en un hospital?
–A veces trabaja en un hospital. La mayoría de las veces trabaja en pueblitos. Ayuda a los etíopes que los fascistas italianos hirieron en la guerra.
La clase estaba callada.
–El año pasado, los italianos invadieron Etiopía y están bombardeando los pueblitos. Matan a mujeres y niños. Y los fascistas van a comenzar una guerra en España. Se van a rebelar contra el gobierno y tratarán de tomar el control del país.
La clase estaba muy quieta.
–Bueno –dijo la maestra con una leve sonrisa–, sabemos mucho de política, ¿no es cierto? ¿Sabemos quién es Adolf Hitler?
–Adolf Hilter es el líder fascista de Alemania. Es una persona mala.
–¿Y Benito Mussolini?
–Es el líder fascista de Italia.
–¿Stalin es fascista?
–Stalin es comunista. No teme usar su poder para las buenas causas.
La maestra estaba parada detrás de su escritorio, mirándome. Su cara redonda parecía un disco pálido flotando sobre la oscuridad de su vestido, que comenzaba justo debajo de su barbilla y le llegaba hasta mucho más abajo de sus rodillas.
–¿Dónde escuchas todas esas cosas, jovencita?
–De mi papá, mi mamá y sus amigos.
–Ya veo. Bueno. Muy bien. Dejemos el tema de la política. Estábamos hablando de tías y tíos. ¿A alguien más le gustaría contarnos sobre su tía o tío? ¿Robert? Sí. Adelante.
Dejé de escuchar y me quedé sentada, aburrida, contemplando a través de la ventana la extensión de cemento del patio de la escuela y pensando en mi tía Sara.
En el recreo, un niño se me acercó en el patio mientras jugaba sola en el pasamanos. Era petiso y pesado, de piel color oliva y ojos sin brillo. Se sentaba dos filas más atrás que yo.
Dijo:
–Oye, nena. Cuidado con lo que dices sobre los italianos.
Me balanceé para sentarme en una de las barras y lo miré.
El niño continuó:
–Mi padre dice que Mussolini es un gran hombre, así que cuida lo que dices.
Otro niño se acercó, rubio y desgarbado, con fríos ojos azules y mentón afilado.
Miró hacia arriba donde yo estaba sentada.
–Ey, tú, cuatro ojos.
Miré a mi alrededor. El patio estaba lleno y ruidoso. Lejos, a lo largo de la cerca del patio, un grupo de maestras estaba conversando.
–Tú, maldita –dijo el niño rubio–. Mi hermanito me contó lo que dijiste de Adolf Hitler. Más te vale tener cuidado.
–Eso es lo que le dije –intervino el primer niño.
–Mi padre dice que Adolf Hitler es lo mejor que le ha pasado a Alemania. Se va a deshacer de los rojos y de los judíos. Más vale que mantengas la boca cerrada o un día de estos no vas a regresar a tu casa.
Me bajé del pasamanos. El niño rubio se paró frente a mí.
–¿Eres judía? –me preguntó inclinándose hacia mí con los ojos llenos de odio.
El otro niño se quedó mirando.
Me temblaron las piernas:
–Mi padre no es judío. Mi madre es judía.
Pareció no saber qué hacer con esa información.
–Cuidado con tus palabras –me dijo después.
–Sí –dijo el otro–, cuidado con lo que dices.
Se alejaron a paso tranquilo en distintas direcciones y se mezclaron con la multitud de niños que jugaban.
Me apoyé pesadamente contra el pasamanos, con el corazón retumbando. No sabía que las palabras pudieran ser tan peligrosas. Ojos azules fríos y asesinos. Realmente habían querido lastimarme. En adelante, tendría que ser más cuidadosa con lo que dijera en la escuela.
Sonó el timbre. Salí del patio hacia el pasillo abarrotado y me dirigí hacia mi aula. Me senté en mi lugar, tiesa. Detrás de mí estaba sentado el niño que me había advertido que cuidara lo que decía sobre Mussolini y los italianos. Me quedé muy quieta, contemplando por la ventana, escuchando vagamente a la maestra y pensando en mi tía Sara y en los pueblitos de un lugar llamado Etiopía.
Esa noche me desperté después de soñar mucho y me quedé acostada en la cama escuchando la suave música del arpa de la puerta. Oí una voz que no reconocí, una voz de hombre, disfónica y áspera, que hablaba con calma en un idioma que no entendí. Mi madre le decía algo en el mismo idioma. El hombre tosió. Luego mi padre dijo fuerte, en un tono de exasperación:
–No puedes imaginarte lo difícil que fue, Annie. Parecía que estábamos trayendo a Karl Marx o Lenin. Muy respetuosos todos, ya sabes. Los muy bastardos.
–Sólo estaban haciendo su trabajo, Michael –oí decir al hombre del inglés con acento–. Es a la gente del Departamento de Estado y de inmigración en Washington a quien tienes que culpar.
–Bueno, de cualquier forma, Jakob, estás aquí –le oí decir a mi madre.
–Sí, Channah –dijo el hombre–. Estoy aquí.
–¡Qué bueno es verte después de tantos años! ¿Quieres una taza de café? ¿Y algo para comer? Café moka. ¿Ves, Jakob? Me acordé.
–Sí, por favor. Fue un viaje terrible. Atravesamos una tormenta durante tres días. Terrible.
Escuché sus voces un rato más y luego me volví a dormir lentamente.
Me despertó el pálido sol de la mañana. Me quedé en la cama escuchando los sonidos de la calle. Los autos, los camiones y la bocina de un tranvía a la distancia. Un rato después, me puse las chinelas y salí de mi cuarto. Al pasar por el living, vi al hombre durmiendo en el sillón cama del estudio. Me quedé parada un momento mirándolo, luego volví a mi cuarto por mis anteojos. Parada de nuevo en la entrada del living, examiné atentamente al hombre en el sillón.
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