Chaim Potok - El arpa de Davita

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El arpa de Davita: краткое содержание, описание и аннотация

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Para Davita Chandal, crecer en Nueva York en las décadas de 1930 y 1940 es a la vez una experiencia de alegría indescriptible y de inconmensurable tristeza. Sus amorosos padres, ambos fervientes militantes comunistas, la contagian con el brillo feroz de la esperanza de un mundo nuevo y mejor. Pero las privaciones de la guerra y la Depresión se cobran su implacable peaje.Inesperadamente, Davita encuentra en la fe judía –que hace largo tiempo su madre ha abandonado- un consuelo a su inquisitivo dolor interno y una prueba para su incipiente espíritu de independencia. Para ella, las escurridizas posibilidades que la vida ofrece de felicidad, logros y decencia se convierten en algo real y reverberante como la música de la pequeña arpa que cuelga en su puerta y les da la bienvenida a los visitantes con sus tonos dulces y suaves. Potok ha abierto un nuevo claro en el bosque de la literatura estadounidense. A medida que Davita cobra vida, también lo hace el libro.Los campos de exterminio de Hitler, las tropas de Franco, la bomba atómica no pueden derrotar a los personajes de Potok, porque hay un lazo dulce y amoroso que une sus vidas, un lazo simbolizado por los suaves tonos de la pequeña arpa colocada en la puerta de cada uno de los departamentos en que Davita ha vivido. «Una gloria delicada infunde el mundo que esta gente ve cuando abren sus puertas y ventanas. El libro más valiente de Potok.» The New York Times Book Review

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–¿Por qué el tío Jakob no se queda en un hotel?

–No se siente bien y no quiere estar solo.

–¿El tío Jakob y tú crecieron juntos?

–No, mi amor. Fuimos juntos a la escuela en Viena.

–¿Eran buenos amigos?

–Sí. Éramos muy jóvenes, y la guerra estaba en todas partes. Éramos… amigos.

Se quedó callada, sus ojos melancólicos.

Me senté en una hamaca y mi madre me empujó hacia adelante y hacia atrás, suavemente, con el sol en mi rostro, los robles y los arces con sus tiernas hojas sobre mi cabeza y la tierra con su incipiente pasto bajo mis pies. Hacia adelante y hacia atrás, como las bolitas de madera de nuestra arpa de la puerta. Hacia adelante y hacia atrás, mi madre empujándome.

Esa noche el clima estaba extrañamente cálido. Mi padre abrió las ventanas y la brisa soplaba contra las cortinas y las sombras. En nuestro departamento había una reunión, ruidosa y tensa, aunque también cantaron un poco y se oyó el potente vozarrón de mi padre. Jakob Daw habló de Alemania, Rusia y España. Su voz era apacible y ronca. Vi que la gente se esforzaba por escuchar, inclinándose hacia adelante para captar sus palabas. Un intenso poder parecía emanar de su fragilidad, de sus ojos encapuchados, de su voz ronca, de su tos ocasional. Me encontré a menudo mirándolo, fascinada, sin poder quitar los ojos de su rostro.

Al día siguiente, después de la escuela, le pregunté a mi madre:

–¿Papá sabe que el tío Jakob y tú fueron juntos a la escuela?

–Por supuesto.

–¿Conocía papá al tío Jakob antes de que viniera a quedarse con nosotros?

–Sólo por su reputación –dijo–, por su nombre como escritor.

Durante la primera semana que Jakob Daw estuvo con nosotros, él y mi padre fueron juntos varias veces a diferentes partes de la ciudad. Reuniones, me explicó mi madre. Jakob Daw regresaba exhausto de esos viajes.

–Una ciudad vasta y fea –dijo una noche en la cena–. El corazón del decadente poder capitalista. Una ciudad sin esperanza ni compasión.

–El capitalismo y la compasión son incompatibles –dijo mi madre.

–No encontrarás demasiada compasión entre los episcopales de Nueva Inglaterra –dijo mi padre–, excepto por mi hermana Sara y otros pocos.

Por momentos, esa semana, me despertaba en la noche y me ponía los anteojos e iba al living donde Jakob Daw dormía. Por la luz del farol de la calle, podía ver vagamente su oscuro cabello lacio y sus pálidas facciones. Me paraba allí, mirándolo fijo. Extasiada de una forma que no podía entender. Una noche me desperté, fui al living, y él no estaba allí. Escuché las voces provenientes del cuarto de mis padres. Los tres estaban conversando y no pude distinguir lo que decían. Dos noches después, me desperté con un grito fuerte y penetrante, un único alarido breve que terminó en un gemido ahogado. Corrí al living y vi a Jakob Daw sentado en el sillón cama del estudio, con las rodillas replegadas hacia el mentón, los ojos muy abiertos y las manos tapándole los oídos.

–Ah, ¡no pueden hacer esto! –gritaba–. ¿Cómo pueden pensar en hacer algo así?

Súbitamente, mi madre apareció en el living.

–Ilana, vuelve a tu cama de inmediato –me dijo en una voz que no reconocí.

Por la mañana, pensé que había sido otro mal sueño y no lo hablé con nadie.

Una noche mi padre fue solo a una reunión en una sección de Filadelfia llamada Strawberry Mansion. Me desperté para ir al living y Jakob no estaba allí. Su ropa estaba en la silla cercana al sillón cama. Fui silenciosamente por el pasillo hacia el cuarto de mis padres y lo vi a través de la puerta entornada. Estaba sentado detrás del escritorio de mi padre. Sobre la pared estaba la foto de los caballos en la playa de arena rojiza en Prince Edward Island. Los vi galopando contra el viento, las crines volando, la arena salpicando tras sus estruendosos cascos. Jakob Daw tenía unos anteojos con marco metálico plateado. En algún lugar del cuarto estaba mi madre, pero yo no podía verla. Jakob Daw escribía con una lapicera negra. La única luz en el cuarto provenía de la lámpara del escritorio y bañaba sus rasgos en suaves matices claroscuros. Se inclinó sobre el escritorio para escribir. Volvió apenas su cabeza. Sus anteojos brillaban, sus ojos oscuros estaban encendidos.

Regresé sigilosamente a mi cuarto.

Esa imagen de Jakob Daw escribiendo, su cabeza bañada en un cálido claroscuro, sus anteojos brillando, sus ojos encendidos, todo permaneció en mi memoria. Me dormí con esa imagen fijada en mi mente. Una foto. Una idea. Jakob Daw escribiendo.

Al día siguiente, Jakob Daw y mi padre fueron por la noche a una reunión en Brooklyn. Luego comenzaron a viajar a lugares fuera de la ciudad. Escuché nombres como Newark, Jersey City, Long Island, Baltimore, Washington DC, Filadelfia, Wilmington.

Una noche me acosté a leer un libro sobre España que mi padre me había traído. Alguien golpeó a la puerta. Era Jakob Daw.

Estaba de pie en la entrada, vacilante.

–¿Puedo pasar?

Me senté en la cama y dejé el libro:

–Sí.

Entró lentamente en el cuarto y se sentó en la silla cerca de la cabecera. La luz de mi lámpara de lectura dio de lleno en sus rasgos pálidos, casi femeninos, bañándolos con un claroscuro. Detrás de él, el cuarto era un conjunto borroso de cosas tenues y sin forma.

Me preguntó con una sonrisa calma y como pidiendo disculpas:

–¿Interrumpí tu lectura? Lo siento. ¿Qué libro es?

–Es sobre los españoles y sus ciudades, y también sus castillos, especialmente el castillo llamado Alhambra.

–La Alhambra, un hermoso castillo –titubeó mirando sus manos, que descansaban sin fuerza sobre sus rodillas–. Bueno, pensé que podía, eso si te interesa, podía, bueno, contarte un cuento –me miró dubitativo, la sonrisa de disculpas todavía asomaba en sus labios–. ¿Te interesa?

Sí, me interesaba mucho.

La sonrisa se agrandó:

–Bien –dijo–. Bien.

Me miró de cerca un momento, luego posó su mirada en sus manos. Levantó los ojos y me miró directamente.

–El cuento es sobre un pájaro –dijo–. Un pajarito que tenía plumas negras, alas cortas y una pequeña mancha roja debajo de cada uno de sus enormes ojos negros. ¿Estás lista, Ilana Davita? Aquí va mi cuento. El pajarito se despertó un día luego de un profundo sueño y se encontró en una tierra extraña. ¿Cómo había llegado a esa tierra? ¿Desde dónde había volado? El pajarito no podía recordarlo. Era una tierra hermosa, con suaves y bellas colinas verdes, árboles frondosos, flores cubiertas de rocío, pasto, brisas refrescantes, y el sol siempre brillando, aunque nunca demasiado caliente, y por la noche, la luna llena y una ligera ventisca. En esa tierra había animales, que se comportaban como los animales en todas partes: pacíficos cuando no se los molesta; cazaban y mataban sólo para alimentarse. La gente de esa tierra vivía en pequeños grupos que a menudo estaban en guerra entre sí. Algunos eran crueles; otros eran buenos. Como la gente que uno encuentra por todas partes. Pero la tierra en sí era distinta de cualquier otra tierra que hubiera visto o imaginado el pajarito. Parecía encantada, una tierra mágica, llena de lagos cristalinos y campos de trigo y maíz, con praderas ondulantes y soleadas y profundos bosques. Y música. En todos lados podía oírse una música suave y persistente. Parecía venir de la tierra misma, un sordo y cautivador tintineo, como campanas alegres que llegaban desde más allá de las colinas azules, más allá de las colinas verdes, muy, muy lejos. Música. Al pajarito le gustaba esa tierra, pero no le gustaba la gente. Se preguntaba por qué la gente guerreaba, por qué era tan cruel. Pensó que podría ser una buena idea tratar de cambiarla. Ahora bien, ¿cómo podría hacerlo un pajarito? Un día, sentado sobre la rama de un árbol bajo la fresca sombra de la copa frondosa, tuvo una idea. Se le ocurrió que, de alguna forma, la música podía ser la causa de las crueldades que él observaba. Las personas se herían entre sí, se mataban, hacían la guerra y, en lugar de lamentarlo y arrepentirse, continuaban y la música las calmaba. Si la música se detuviera, quizá si no hubiera más música para calmar a una persona que hiciera daño, quizá entonces el daño mismo no se toleraría y todo terminaría. Entonces el pajarito se propuso descubrir la fuente de esa música. Comenzó a volar hacia atrás y adelante, hacia atrás y adelante, hacia atrás y adelante.

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