—Sos muy pendejo para estar acá, pibe. Sos un menor adulto y en el campo no te quiere nadie. Pero ser pendejo no te impidió reventar a un maestro. Todos te patean y te sacan de encima. Yo debería hacer lo mismo, pero me agarrás en un buen día. Además, tengo un hijo de tu edad. Parecido a vos pero no tan boludo ni tan hijo de puta. Además, vos tenés cara de anciano, pibe, de un anciano muy hijo de puta. Te puedo mandar a un pabellón de hermanitos para que aplaudas todo el día. El pastor es cheto y si le caés bien no va a dejar que te rompan el culo.
—Yo no soy foca. Yo voy a población.
El jefe del penal se quedó callado. “Foca” es la denominación peyorativa hacia los evangelistas, por su costumbre de aplaudir mientras cantan el Evangelio según Mr. América. El jefe del penal sonrió. Se levantó de su silla y acercándose al Tarugo le dijo:
—Sos muy atrevido para ser tan chiquito. En población vos no durás ni media hora. Sos una lacra, un rastrero que pasó toda su vida en institutos de menores, no tenés ni idea de lo que es vivir en un pabellón de población. Si te matan me hacen un favor, pero ya se me murieron dos negros de mierda este mes. No tengo ganas de que me hagan un sumario, ¿entendés, pendejito?
Esta última pregunta se la hizo agarrándolo del cogote y levantándolo unos centímetros del suelo. Casi ahogado, el Tarugo logró decir:
—Ya le dije, don. Yo no soy foca. A los refugiados, ni cabida. Yo voy a población.
El jefe del penal le pegó un cabezazo en plena nariz y el Tarugo cayó al suelo con el tabique roto.
—Llévenlo al dos seis. Allá necesitan varias mulas. Vamos a ver si es machito este cachorro.
La sangre le salía a borbotones de las narinas. La nariz parecía una letra L. No era la primera vez que le rompían el tabique. Ensangrentado y a los golpes entró al pabellón dos seis. Piso dos. Pabellón seis. En el dos seis conoció al Chori y al Kevin. Con el Chori Di Massa y con el Kevin Herrera comenzó el segundo round en su vida.
El Chori y el Kevin eran reconocidos y respetados chorros en el segundo piso de Olmos. El primer día en el pabellón seis, el Tarugo tuvo que cumplir el cursus honorum de todo pabellón de población. El guardiacárcel lo abandonó con su “mono” en la puerta del pabellón. Un preso lo recibió y lo ayudó a acomodar sus cosas en una cama. A los cinco minutos lo invitaron a tomar mate y entre mate y mate le pidieron las roñosas zapatillas que llevaba y una gastada remera de San Lorenzo. El Tarugo conocía la movida. Si regalaba sus zapatillas, lo iban a tomar por gato y sería la novia de todo el pabellón. Por el contrario, si se resistía y se paraba de manos, tenía una mínima posibilidad de que no lo violaran. El Tarugo tenía muchas pero muchas peleas en el Rocca y el Almafuerte, pero un instituto de menores es como un jardín de infantes frente a Olmos, que es la Complutense del mundo tumbero.
El Tarugo le dijo que ni en pedo le daba las zapatillas y menos que menos la remera de San Lorenzo. Lo invitaron a la arena a combatir. La arena estaba al fondo del pabellón. La cubrían con una frazada para que los paleros no rompieran las bolas y reprimieran. Ni bien ingresó, uno de los presos le tiró una bombilla de mate. En dos minutos el Tarugo la afiló contra el piso y colocó su remera alrededor de su brazo izquierdo a modo de escudo. Al poco tiempo entró en la arena el Gordo Ezequiel, uno de los soldados del pabellón. El Gordo Ezequiel portaba un fierro de cuarenta centímetros y le sacaba dos cabezas. Era un especialista en estocadas. El Tarugo buscaba y buscaba con su bombilla pero no acertaba ya que Ezequiel se movía como Sugar Ray Leonard, no, mejor dicho, como Nicolino Locche, así se movía el Gordo Ezequiel. El Tarugo saltaba y tiraba estocadas, el Gordo tiraba su cuerpo hacia atrás y le sonreía mientras las esquivaba. El Tarugo lanzó como veinte cuchillazos y ninguno llegó a rozar al Gordo, quien sólo lanzó tres estocadas y las tres acertaron. Dos en el brazo derecho y una en el muslo izquierdo. La cuarta estocada fue en el cachete y de inmediato pidieron parar la pelea.
“Ya fue, el pendejo se paró de mano.” Eso dijo uno de los limpieza del pabellón apodado el Kevin, el famoso Kevin Herrera.
El Tarugo fue lavado con agua y jabón blanco y le sellaron las heridas con la gotita. Ni se le cruzó pedir que un médico lo cosiera porque eso hubiese sido lo mismo que pedir ayuda al guardia y se hubiese transformado de inmediato en un marica. Ese día comió y descansó. Al otro día lo fue a visitar a su celda otro preso que también le pidió las zapatillas y la remera. La misma respuesta, la misma pelea, similar resultado. Nuevamente pararon la pelea para curarlo. Al tercer día también tuvo que combatir; esta vez la herida fue un poco más profunda y le tocó el hueso de una costilla. Tuvieron que lavarlo bastante con jabón blanco y por suerte el hueso no se infectó. Esa pelea fue la última. El limpieza líder, el Chori Di Massa, fue quien dio el veredicto final: “Ya fue, el guacho la colgó tres días seguidos. Aparte, ‘tá por robo y boleteó a un cobani. El guachín ahora va a ranchar conmigo”. El Tarugo se las bancó. Al Tarugo nadie lo tocó.
Tarugo paró con el rancho del Chori y del Kevin y fue soldado del grupo. El Chori y el Kevin tenían la misma edad y le llevaban ocho años; fueron una especie de padres para él. Por esa época el Chori y el Kevin integraban la banda de los Faluchos. Los Faluchos eran muy pero muy pesados. Trabajaban en la zona de Lanús y de San Martín y se dedicaban al robo de camiones de caudales. Los llamaban así porque usaban el arma más cotizada en el mundo del hampa de los ochenta: el FAL. Fusil Argentino Liviano. Los Faluchos al mando del Chori y del Kevin reventaron más de siete camiones repletos de dólares. Eran buenos y no transaban ni con la Bonaerense ni con la Federal.
Eran buenos soldados de la vieja escuela. Sólo se enfierraban para un laburo. Si los paraban en la calle, andaban limpios y con documentos falsos de primera calidad. Sabían guardarse. Después de cada hecho descartaban los coches y los fierros y se guardaban bien guardados en otra jurisdicción, de ser posible Rosario, Tucumán o Córdoba capital (lejos de provincia, lejos de Capital, lejos de las whiskerías de los pueblos chicos). Sabían a quién tenían que alquilarle las armas y nunca repetían armamento. Eran buenos porque no se zarpaban en droga. Si no te merqueás, controlás el pico, no hablás de más, no mostrás más pilcha de la que tenés que mostrar, ni te paseás con una nave tuneada por donde no tenés que pasear. Eran buenos porque hacían un discreto uso de la violencia. Matar botones era la última opción. Pero era una opción. Tenías tres homicidios en ocasión de robo. Tres policías. Dos de San Martín y uno de Lanús. Pero, por más que seas bueno, por más que ganes casi todas, en alguna te toca perder y a los Faluchos les tocó perder en una jodida.
Más de doscientos cincuenta mil dólares los esperaban en la sucursal Banco Provincia de Remedios de Escalada. Cuando llegaron, hubo un cambio de guardia de último momento. El datero no estaba, después se enteraron de que el datero nunca estaría porque estaba flotando sin vida en el Reconquista. Pero a falta del datero el que dijo presente fue Di Piaggio con su patota. Di Piaggio era comisario de la 1.ª de San Martín y estaba de civil porque estaba fuera de su jurisdicción. Di Piaggio fue a vengar a los dos compañeros de su comisaría que bajó la banda del Chori. Y se vengó nomás.
En la encerrona el Chori recibió dos impactos de nueve milímetros en el chaleco antibalas y el Kevin una bala que le rompió cúbito y radio de antebrazo izquierdo. Una pavada para ellos. Lo que no fue una pavada fue que boletearon al Tecla Gutiérrez y al Mago Escalante. Cuando casi se quedaban sin balas y el chapón del parripollo que los cubría no era más que un colador de tela. Ya no la contaban, pero los salvó la televisión. Después de una hora de tiroteo los periodistas de Nuevediario invadieron el lugar. Necesitaban sangre. Llegaron rápido porque Nuevediario compartía la frecuencia de la Bonaerense por una suma importante de dinero. Siempre llegaban primero y esa vuelta no fue la excepción. Frente a las cámaras y manchado de sangre el Chori pidió la presencia de un juez. El juez nunca fue, nunca van, pero mandó a su secretario. El secretario llegó cagado de miedo. No hizo nada. No tenía nada que hacer. Para cuando llegó el secretario, Di Piaggio y sus hombres habían hecho enroque con el taquero de Lanús que estaba de suplente por si Di Piaggio no podía terminar su cacería. Todo el crédito se lo llevó la Comisaría 2.ª de Lanús, que para los diarios fue la responsable de un trabajo de inteligencia de meses para desbaratar a la banda más pesada del conurbano sur. Dos delincuentes muertos, dos heridos y cinco detenidos. Di Massa y Herrera supieron perder. Lo que hizo Di Piaggio era algo que entraba dentro de los códigos en la guerra entre chorros y la Bonaerense. Fue una jugada legal y los Faluchos aceptaron la derrota sin promesas de venganzas. Los depositaron en Olmos. El Penal de Olmos es la mejor residencia de los perdedores que se creen ganadores.
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