Alberto Sarlo - El origen de la furia

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De un lado, el Chori, Kevin, el Tarugo, Yeni, los miles de pibes y pibas de la villa que tratan de sobrevivir en un sistema que los pasa por alto o los revienta. Y del otro, Poncho, Fiducetti, Retegui, adalides de un sistema corrupto que no se ensucian las manos aunque la sangre les salpique un poco el cuello. Ambos bandos se cruzan en el entramado de la corrupción argentina: la obscenidad del poder, la pérdida de códigos, la crudeza de la pobreza extrema. La narración comienza en diciembre del año 2000, con un encargo que al Chori se le va de las manos en un bodegón del conurbano. Es que en la tele De la Rúa está haciendo papelones y se distrae. Pese a todo, las matanzas se acumulan y el trabajo se vuelve cada vez más sucio mientras el país se va haciendo pelota. Con una velocidad narrativa apasionante, diálogos perspicaces en personajes tan reales que superan la ficción, Sarlo escribe una novela profunda sobre la Argentina de hoy.
El origen de la furia es una novela que, una vez que se la empieza, no se la puede dejar.

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Ninguno de la banda cantó. Gracias a los ahorros de sus anteriores trabajos, tenían reserva en dólares para comprar al fiscal y al juez de instrucción. Pero tenían que manejarlo con calma. Con calma y con mucha tarasca para que el abogado del Chori negociara que el juez de instrucción por “negligencia” cometiera algún que otro error en las notificaciones y en los interrogatorios a los testigos.

Con calma y con otro toco de tarasca, el fiscal se haría el boludo y dejaría pasar esas desprolijidades y cometería algún que otro error en los informes forenses. Cuando la causa llegó a juicio oral, no había que poner ni un centavo para los tres jueces del tribunal. Las nulidades procesales eran tan evidentes que el sobreseimiento era la única vía judicial posible.

Con calma y tarasca nadie apeló la sentencia de los tres jueces. Del juicio oral el único que recibió una astilla fue el fiscal del juicio, quien gracias a la generosidad de los Faluchos no apeló el fallo de inocencia por considerar harto evidentes las nulidades procesales en la etapa de investigación.

Pero la tarasca y la calma tienen un costo, porque con calma significa que todo este proceso de untar fiscales y jueces significó cuatro años en la sombra. Cuatro años para una banda que se llevó puestos a cuatro canas es nada, por eso los Faluchos se fumaron cuatro años en Olmos sin chistar. Pero no en cualquier Olmos. Se aguantaron cuatro años en el Olmos de los noventa.

El Chori y el Kevin se adueñaron del segundo piso de Olmos y recibieron al Tarugo con alma caritativa. Lo alimentaron, lo mandaron a la escuela de la unidad —para que al menos aprendiera a leer y escribir—, lo protegieron y lo perfeccionaron como soldado todo terreno. El Tarugo respondió. El Tarugo tenía la altura promedio de todo pibe criado en La Carcova, donde los que llegan al metro setenta son vistos como aleros de la NBA. El Tarugo vivió hermanado con la desnutrición. Medía un metro sesenta y dos y pesaba sesenta y un kilos. Era un sobreviviente. Un sobreviviente que poseía una determinación asesina pocas veces vista. Aprendió a pelear con la faca como ninguno y fue un combatiente de lujo durante los años que compartieron en el pabellón.

Obedecía y cumplía fielmente todas las órdenes del Chori. Si entraba un violador a la unidad, el propio Servicio Penitenciario lo anunciaba gritando pabellón por pabellón: “¡Muchachos! ¡Esta noche se sirve violín al escabeche!”. Al violeta se le aplicaba mafia. Moría al instante o moría violado por casi todos. Hasta los valerios y lavadores de tupperware —la escoria de la escoria— podían violarlo, pero que moría, moría. El Tarugo aplicaba mafia cuando se lo ordenaban y se guardaba cuando no era convocado. Luchaba, mataba, violaba o bailaba según lo que correspondiera en el mundo de Olmos.

En el segundo piso se recaudaban millones de pesos por la venta de pastillas, el alquiler de piezas higiénicas y la prostitución. El Chori era el líder, el Kevin el administrador y el Tarugo el verdugo. El cincuenta por ciento de lo obtenido se repartía con el jefe del penal. El jefe del penal era la jerarquía más alta del Servicio Penitenciario dentro del ámbito específico de los pabellones. El director de la unidad era el responsable máximo tanto del área de pabellones como de las restantes áreas administrativas (sala de primeros auxilios, escuela, talleres, administración, etcétera, etcétera). El director se llevaba una tajada, pero no mucha, ya que le sobraba con lo que recaudaba vendiendo en el mercado negro la carne que le traían de los frigoríficos y los antibióticos que se afanaba de sanidad.

Los directores de Olmos tenían la necesidad de hacerse millonarios con suma rapidez, ya que eran sumariados y puestos a disponibilidad muy seguido. Las causas de la remoción eran acusaciones que el propio Servicio Penitenciario armaba para poner a algún otro amigo para que la siguiera robando hasta que ese amigo caía en desgracia y era suplantado por otro amigote que hacía lo mismo lo más rápido posible sabiendo que los quince minutos de fama que daba la dirección de Olmos eran sólo eso, quince minutos. En el breve tiempo que tenían antes de que le hicieran una cama, los directores de Olmos tienen que hacer la diferencia, y si hay algo que saben hacer muy bien los directores de las unidades carcelarias es recaudar. La seguridad de la cárcel de Olmos no era, ni es, un tema demasiado preocupante, ya que el Servicio Penitenciario siempre la delega en los presos. Cada piso de Olmos tenía un líder, llamado limpieza, y cada líder debía velar por la seguridad y tranquilidad de sus pisos. Si la cantidad de muertos y heridos generaba suspicacias en algún fiscal o juez trasnochado, recién allí intervenía el jefe del penal, rompía el piso a balazo limpio y colocaba como nuevo limpieza a algún chorro con espaldas y generosidad para repartir la astilla que correspondiera. No es muy difícil manejar una cárcel si se siguen los protocolos bonaerenses. Al día de hoy la cosa sigue igual, con mejor maquillaje pero con el mismo patrón de funcionamiento.

El Chori y el Kevin salieron de Olmos el mismo año con unos pocos meses de diferencia. Salieron en el momento justo.

El famoso motín de Sierra Chica, en 1996, implicó un cambio de reglas desde el Servicio Penitenciario que, a la par de enriquecer y hacer millonarios a funcionarios y policías, bloqueó cualquier intento serio de amotinar cárceles. El antichorrismo fue la regla luego de Sierra Chica y Olmos se estaba transformando de cárcel de chorros a cárcel de antichorros.

El antichorro es el chorro sin códigos. El antichorro es el chorro que no respeta a nadie. El que antes era fisura o rastrero, ahora es vivo. El antichorro es un chorro limado por paco que se para de manos ante el chorro más pesado entre los pesados. El Servicio Penitenciario Bonaerense se metió de lleno a vender droga en las cárceles asociando a bandas que terminaban adueñándose de la cárcel. El Servicio Penitenciario tiene muy claro que perdió la real gestión y administración de las cincuenta y siete cárceles provinciales, pero ganó en millones de dólares y, al mismo tiempo, ganó información. Al poseer la información puede evitar con suma facilidad los motines del pasado. Con el tiempo, procurando más millones y más paz, también se metió de lleno en el negocio de los celulares. Paco y pastillas. Paco, pastillas y pajarito. Los pabellones con códigos en esa época se transformaron en pabellones arruinaguachos. Tomar pajarito siempre desnucaba a los presos, pero si al pajarito lo mezclabas con Rohypnol, Valium o Rivotril, el pabellón aparecía con cuatro o cinco heridos graves o muertos. El pajarito es el hermano pobre y tumbero de la jarra loca. El pajarito revienta millones de neuronas de pibes pobres y los transforma en pibes bobos. El pajarito se prepara fácil llenando baldes con agua de arroz, levadura, papa, naranja o alguna fruta rallada que se deja fermentar. Cuando fermenta, se toma y te llena la cabeza de engendros y espectros. No hay barreras, jerarquías, valores ni códigos cuando te hacés adicto a eso, a eso y a la cocaína y al paco y a las pastillas y todos los productos administrados por el propio Servicio Penitenciario.

El antichorro nace de la falta de filtros. El antichorro viola todos los códigos del chorro: le roba zapatillas al sufrido, le viola la esposa al compañero, pelea con facas en el SUM de visitas frente a los niños y mujeres, birla la astilla al limpieza del pabellón, negocia con la gorra, buchonea al dueño del circo, mata con faca en vez de marcar, etcétera, etcétera. Antes de los noventa el ortiva, el buche, el alcahuete, terminaba boleta. Al día de hoy en las cárceles bonaerenses se ha llegado al extremo de que el Servicio Penitenciario hace las requisas en los pabellones acompañados por presos “asociados” que entran celda por celda, revisan a sus compañeros, sus colchones y televisores, meten la mano hasta el fondo en los precarios inodoros y rastrean lo que sea, para entregárselo al vigilante, quien revende lo incautado. Eso que pasa hoy es el resultado del antichorrismo de los noventa. Gracias a ese sistema de “falta de códigos” es que el Servicio Penitenciario ha desactivado infinidad de revueltas y motines porque inundando las cárceles con droga, inundás las cárceles de socios de negocios, y por ende, de informantes. Si bien bajo esos parámetros las cárceles en la actualidad son gestionadas por los presos y no por el Estado, el Estado se garantiza que no habrá motines como los de la década de los ochenta y principios de los noventa. A fines de los noventa Olmos se transformó en la institución antichorra a escala nacional. El Chori Di Massa y Kevin Herrera odiaban a los antichorros.

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