Alberto Sarlo - El origen de la furia

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De un lado, el Chori, Kevin, el Tarugo, Yeni, los miles de pibes y pibas de la villa que tratan de sobrevivir en un sistema que los pasa por alto o los revienta. Y del otro, Poncho, Fiducetti, Retegui, adalides de un sistema corrupto que no se ensucian las manos aunque la sangre les salpique un poco el cuello. Ambos bandos se cruzan en el entramado de la corrupción argentina: la obscenidad del poder, la pérdida de códigos, la crudeza de la pobreza extrema. La narración comienza en diciembre del año 2000, con un encargo que al Chori se le va de las manos en un bodegón del conurbano. Es que en la tele De la Rúa está haciendo papelones y se distrae. Pese a todo, las matanzas se acumulan y el trabajo se vuelve cada vez más sucio mientras el país se va haciendo pelota. Con una velocidad narrativa apasionante, diálogos perspicaces en personajes tan reales que superan la ficción, Sarlo escribe una novela profunda sobre la Argentina de hoy.
El origen de la furia es una novela que, una vez que se la empieza, no se la puede dejar.

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“Por eso los chorros nos distinguimos de ustedes, Escobar. Porque los chorros defendemos los códigos, y eso nos diferencia de los ratis y la pendejada antichorra. Yo me hice en los barrios de Lanús. Al rancho todo, hermano, no se lo traiciona. El ruchi traidor es ruchi boleta. Así nos manejamos con el Chori desde los cinco años, Ramón. Desde que éramos rateritos. Desde que nos defendíamos de la banda del Gordo Requena en el Rocca. El Rocca no era para cualquiera, en esa época el Rocca era el instituto de menores más tumbero de la Capital. Espalda con espalda, Ramón. Si en el plato había arroz, se dividía arroz. Si en el plato había merca colombiana, se dividía por partes iguales. Así se hacen las cosas en Lanús.”

Ramón cabeceaba con cada pozo que el Corsa se llevaba puesto. No eran pocos los pozos de las calles de tierra por donde circulaban. Ramón debió de haber advertido que ingresaban desde una villa a la calle Pavón. Ramón seguía sin hablar, no hablaba porque debajo de un pañuelo que le tapaba la mitad de la cara tenía una cinta Silver Tape que le impedía hablar.

“Y mirá que nosotros la hicimos lunga, Ramón. Vos nos conocés. Desvirgamos la mitad de los camiones de caudales del sur. Los ratis nos tenían pánico, hermano. La de biyuya que manejamos con el Chori, ni te imaginás, loco. Y en todos estos años jamás se nos ocurrió esconder ni medio centavo.”

Ramón no podía distinguir por dónde andaban, pero seguramente sentía que el auto circulaba por una calle de tierra. El Kevin, usualmente tímido y callado, estaba llamativamente expresivo frente a Ramón.

“Acá nací, Ramón, acá me tuvo Graciela. En Fiorito. Acá nos hicimos con el Chori. Acá tuvimos nuestros primeros muertos que ustedes mataron, porque ustedes siempre nos matan, Ramón. Yo perdí a mi viejo y a mis dos hermanos. Mi vieja, la Graciela, había sido advertida por Oxala de esas muertes. Oxala es como el Jesús para los blancos. Ustedes tienen a la Virgen de Luján, esa es re-rati, amigo, hasta la llevan en la gorra a esa botona, y también tienen a Jesús, ¿no? Nosotros, los negros de mierda, en vez de tener a un blanquito en un pesebre calentito y careta, tenemos a Oxala, que se ve que es medio alcahuete y le pasa data a mi vieja. La Graciela se cagó en las patas con la profecía de Oxala y les dio una estampita de Changó para que los protegiera. ¿Lo conocés a Changó? Mi vieja cree en estas boludeces. Es el oriyá de la justicia, una especie de dios, Ramoncito. Miralo, acá lo tenés.” Y le mostró una imagen de una figura africana que tenía colgada del espejo retrovisor.

“A mí la religión me salvó, Ramoncito. La umbanda me salvó cuando tenía ocho años, sabés. El Hospital de Niños me dejó morir, decían que no se podía hacer nada. Cuatro días vomitando y quemándome con cuarenta grados de fiebre. Me acuerdo de que estaba todo el tiempo mojado, loco. La Graciela firmó una papeleta haciéndose responsable de no sé qué bondis y me llevó a un lugar llamado Templo del Jefe. Era la casa de Sebastián, Sebastián Araujo. Sebastián era el jefe umbanda en la villa. Sebastián era el pai, ¿entendés? Me desperté subido a las rodillas de Graciela, mi vieja todavía no era mai pero andaba cerca. El pai empezó a tirar los buzios. Me tocaba las manos y me decía que me quedé tranquilo, que todo iba a estar bien. Los buzios son una especie de caracoles miniaturas, con los nombres de cada santo que van develando el futuro. En un momento me quedé dormido. Me desperté en los brazos de mi vieja. Tenía miedo, la guacha. Me contó que me iban a trocar. Era su primera troca de vida, la primera troca de vida y justo con uno de sus hijos, pobre Graciela. Primero que nada había que preparar los animales, un chivito, palomas y tres gallinas. Y también trajeron un muñeco con mi ropa, porque al ser muy chico no podían derramar la sangre de los animales sobre mí, ¿entendés, Ramón? Nada de sangre sobre mi cuerpo. Y cuando trajeron todo ese zoológico, el pai dijo que había llegado el momento de la troca de vida. Los tambores sonaban, y Mai Iemanjá, que es la reina del mar, ingresaba en forma de espíritu dentro del cuerpo de mi vieja. Yo estaba acostado a un lado del muñeco, escuchando los gritos de los animales que estaban degollando, y veía cómo la sangre caía encima del pai. A mí me pareció como un año, pero fueron minutos. La fiesta estaba por terminar, la reina del mar se retiró. Sólo había que esperar. Quedé tres días adentro del cuarto santo, rodeado de bocha de imágenes, Pai Bara, que es el San Cayetano; Pai Ogum, el San Jorge; Pai Yango, ese es San Miguel Arcángel, y otros que no me acuerdo. Estuve tres días como drogado. Al cuarto día me desperté y no me dolía nada, Ramón. Nada de nada. Pero estaba cagado de hambre y de sed. ‘Quiero yogurt’, grité y todos salieron corriendo al kiosco. ¡Una locura, chabón! Así me salvaron. A la semana me hicieron el batuque, que es una fiesta para llamar a los santos del lado bonito. Ese día me bautizaron en la religión umbanda, Ramón.”

Kevin contaba esto con una sonrisa tierna en su boca. Parecía haberse transformado en ese pibito de ocho años que la Mai Graciela había salvado. Ramón también parecía sonreír. Pero la boca no era visible desde el espejo retrovisor. Tal vez fue sólo eso, una sensación, porque Ramón seguía optando por guardar silencio.

“Pero bueno, eso fue hace una bocha. Como te decía, mi vieja les dio una estampita de Changó a mi viejo y a mi hermano. Un 4 de diciembre de 1995 les entregó unos muñequitos iguales a este que tengo colgado, porque el 4 de diciembre es el día del dios Changó, Ramón, yo te explico. Se ve que Changó cumplió su labor, porque a mi viejo y a mi hermano los ajusticiaron. A los dos meses cayeron en un laburo. Ustedes los ajusticiaron. A la mierda la familia Herrera. La bala fue de la bonaerense, de los federicos, de los gendarmes, ponele el nombre que quieras”, algo se le atragantó en la garganta al Kevin. Carraspeó y logró controlar las lágrimas que estaban por salir.

“Pero ustedes, manga de hijos de puta, no se conformaron con matar a toda mi familia. Éramos quince en la canchita de fútbol hace quince años. De esa época los únicos que quedamos vivos fuimos el Chori y yo. Y mejor ni te cuento la historia del Tarugo. Ese pibe es jailánder, hermano, nació en La Carcova y se nutrió con bolsas de basura desde chiquito, loco, y la bonaerense ni siquiera lo dejaba comer basura porque tenía que pagar para entrar al basural. ¡La de veces que lo cuetearon el Tarugo! No entiendo cómo pudo sobrevivir a tantas balas ese pibito. Balas de ratis, siempre de ratis soretes como vos, Ramón.”

Ramón estaba quieto. Siempre fue un bicho calculador. Frío y calculador.

“La guita fácil te agiló, Ramoncito. Por eso te secuestramos tan fácil. Hace unos años nos hubieses reventado a tiros, nadie se te podía acercar, pero ahora estás agilado. Sos un gil, vos te olvidaste de quién fuiste y te la creíste. Te creíste tus últimos cinco años, que te la pasaste de puticlub en puticlub con putas caras y sábanas de seda. Te agilaste fácil porque nunca sufriste la escuela de Olmos. Vos no sabés lo que es la tumba y mucho menos sabés lo que es salir de ahí y llegar a tu casa. Los que pasamos años encerrados valoramos la libertad. ¿Sabés lo que hice la última vez que salí de Olmos?”

Al Kevin le empezaron a brillar los ojos.

“Te cuento. Me esperó el Chori subido a alta nave. Me llevó a una parrillita cheta de Lanús y me quiso regalar el postre en un puticlub copado de Adrogué. Adrogué, Ramóncito, ¿te imaginás a dos negros como nosotros paseando en el conchetaje de Adrogué? ¿Sabés lo que le dije? Le dije que ni en pedo. Le dije que me llevara al departamentito donde nos guardábamos. Le dije que quería dormir con sábanas sin chinches ni cucarachas. Eso le pedí y eso hizo el Chori. Me llevó, entré y encontré el departamentito re cheto, como sabía que me lo iba a dejar el Chori. Encontré una king size con sábanas perfumaditas, Ramón. Me bañé en un baño que no tuve que compartir con nadie. Me tiré y dormí quince horas de corrido, Ramón. No me quería levantar más, sabés. Pero al otro día quise volver a dormir así de lindo y no pude, no pude porque a mitad de la noche busqué la faca debajo de la almohada y no la encontré. Entré en pánico. ¿Podía dormir sin faca debajo de la almohada? Al ratito me di cuenta de que estaba en una casa re piola y que la faca no la necesitaba. Pero durante cuatro meses me levantaba todo transpirado a las tres de la mañana buscando la faca. ¿Sabés cómo solucioné ese bondi? No fue yendo al psicólogo, Ramón. Agarré una cuchilla grande y afilada y la puse en la cabecera de la cama, entre el colchón y la madera, ahí nomás de mi mano. Hasta el día de hoy duermo con una faca grosa y pulida, Ramón.”

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