–No puedo creer que tú seas… ¡Me encanta Shone! –fue todo lo que acertó a decir Violeta, embargada por la emoción de la revelación de su amiga.
Las luces de los edificios altos y el humo blanco de las fábricas les anunciaron la entrada en el extrarradio de Zaragoza. Lucía indicó a Violeta el nombre del hotel donde se alojaba Víctor para que lo pusiera en el navegador. Fue justo entonces cuando vio que una llamada perdida de Saúl iluminaba la pantalla. Tarde o temprano tendría que hablar con él y afrontar el momento.
Mientras esperaban a Víctor, sentadas en los enormes sofás de piel color café del hall del hotel, Violeta observó a Lucía, quien hojeaba una revista de modas. Pensó que su amiga era una de esas personas con una gran elegancia interior, muy distinta a la sofisticación de Malena. A pesar de su fortuna, nada en su aspecto informal, unos ceñidos y gastados vaqueros, que le sentaban de maravilla, unas botas camperas y un amplio jersey azul de lana y cuello vuelto, denotaba su posición social. Sus gestos, en cambio, su forma de pasar las páginas de la revista o de gesticular al hablar estaban dotados de una gracia exquisita.
Un chico moreno, alto y muy atractivo, con un traje oscuro que revelaba un cuerpo musculoso pero atlético, se dirigió hacia ellas con tono familiar.
–¡Chicas! No lo puedo creer… ¡Qué lindas están! ¡Cuánto tiempo! Fíjate –comentó tomando a Lucía de una mano mientras la hacía girar sobre sí misma–, estás increíble. ¡Qué pelo más ideal! Y tú, pecosa –ahora le tocó el turno a Violeta–, tienes los mismos ojos de dibujo animado y la naricilla respingona de siempre. Y esa gran melena… –exclamó mientras le pasaba con dulzura una mano por los rizos–, pareces una de las damiselas románticas de los cuadros de Waterhouse.
Las dos chicas agradecieron los cumplidos. Con el tiempo, sus ademanes se habían extremado. De pequeño le gustaba mucho cantar y bailar en las funciones del colegio. Lo hacía con gran soltura y siempre se ofrecía de voluntario en todas las representaciones teatrales. En cambio, jamás jugaba al fútbol o a los juegos bélicos que tanto divertían a otros chicos. Algunos niños, los más crueles, se reían de él y lo llamaban “marica” en el colegio, pero a él jamás le importó. Se gustaba lo suficiente para no hacer caso a ningún insulto y, además, pertenecía a un club secreto en el que todos los miembros lo adoraban.
Brillante en los estudios, se había convertido en una joven promesa de la medicina. Con solo treinta años, el doctor Sierra lo había elegido como sucesor natural en la dirección del departamento de cardiología del Hospital Clínico de Barcelona cuando se jubilara. Sus intervenciones quirúrgicas, poniendo marcapasos o desfibriladores, eran rápidas y precisas; y tenía intuición para encauzar bien los proyectos de investigación. Cuando recibió el e-mail de Lucía, pensó que había sido una deliciosa coincidencia que estuviera precisamente en Soria, en el último día de la convención de cardiólogos a la que había sido invitado como ponente principal.
Eran las ocho y media y estaban cansadas y hambrientas del viaje; así que recibieron encantadas la sugerencia de Víctor de comer algo en el restaurante del hotel. Las dos optaron por un caldo de verduras, de entrada. Violeta reparó que era el único plato caliente que se llevaba a la boca ese día. Mientras cenaban, Víctor les puso al día de las vidas de Salva y Mario.
Los tres habían seguido en contacto desde primaria. Salva y Víctor porque jugaron en el mismo equipo de handball hasta los diecisiete. Mario les había escrito durante años desde Boston, donde estudió Bachillerato. Desde hacía años, apenas se veían tres veces al año, pero tenían sus respectivos teléfonos y direcciones de correo electrónico para estar al corriente de sus vidas.
Sorprendentemente, Salvador Gutiérrez, el niño más listo de la clase, era el único que había dejado los estudios después del instituto. Tras la muerte de su padre, su madre había trabajado mucho para sacar a la familia a flote; así que decidió por su hijo que la vida no estaba como para perder el tiempo estudiando y consiguió que lo admitieran en la fábrica de componentes mecánicos para autobuses en la que trabajaba su tío. Pero Salvador nunca dejó de estudiar en casa, se convirtió en autodidacta y le demostró a su madre que estudiar también podía ser muy rentable al ganar un premio millonario en un concurso de la tele de preguntas y respuestas. Después de su particular venganza, pidió el despido. Con los ahorros que había ido acumulando desde los diecisiete años y el premio del concurso, compró un local en el barrio Gótico y lo convirtió en una exitosa cafetería-librería con la que se ganaba muy bien la vida. Estaba casado y tenía una niña de dos años.
A Mario Moura hacía más tiempo que no lo veía. Era biólogo, ahora estaba en Barcelona con una beca de investigación sobre el comportamiento de una especie de arácnidos, pero pasaba grandes temporadas fuera con proyectos que, en ocasiones, se alargaban durante años.
–¿Está casado? –se atrevió a preguntar Violeta.
Lucía y Víctor se miraron cómplices esbozando una media sonrisa.
–No –respondió Víctor con toda la indiferencia que fue capaz de fingir para no incomodar a Violeta–. Estuvo cinco años viviendo en California y allí tuvo una relación con una pianista… pero no funcionó.
Después de los cafés pensaron que era el momento de ponerse en marcha. Habían quedado a las once con los chicos en Regumiel y ya iban justos de tiempo. Aun así, Lucía estaba tranquila porque conocía la hospitalidad de Basilio, el casero que regentaba Villa Lucero, y su habilidad para entretener a los turistas con suculentas historias.
Durante la primera hora, los tres hablaron atropelladamente de todo. Había una química muy especial entre ellos y se rieron a carcajadas recordando anécdotas del pasado. Violeta cedió a Víctor su asiento de copiloto y se acomodó en la parte trasera. La viajera fantasma había dejado varios rastros de su paso por allí: un ligero tufo a pies, varios huesos de ciruela y un brazalete de plata enterrado bajo la tapicería. Violeta jaló del broche que asomaba por un pliegue del asiento y leyó la inscripción que tenía grabada: “Vive rápido, siente despacio”.
Al entrar en la provincia de Soria, la carretera se volvió más estrecha mientras serpenteaba por pueblos de piedra gris y tejados rojos. Violeta admiró la majestuosidad de los pinos que se alzaban, en un bosque de prados verdes, hasta el cielo. La monotonía del bello paisaje y la oscuridad de la noche acabaron de sumirla en un profundo sopor.
Cuando abrió los ojos, pudo leer un cartel que anunciaba la llegada a su destino.
–Regumiel de la Sierra –repitió en voz alta, y Lucía tomó la primera desviación a la izquierda en dirección a Villa Lucero.
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