A Violeta le pareció que Lucía no había calculado bien el tiempo y que llegarían a su destino mucho antes de lo planeado, pero cuando vio llegar a su amiga en un viejo Mini destartalado, lo entendió todo…
Durante unos segundos dudó que aquella chica alta y delgada, de pelo muy corto y rubio, que la saludaba desde lejos con las dos manos y una sonrisa de oreja a oreja fuera Lucía. Lo primero que pensó fue que ese coche era demasiado pequeño para una chica que quizá rozaba el metro ochenta; después, reparó en el tubo de escape medio roto y se preguntó si aguantaría un viaje tan largo.
Lucía, impaciente al ver que Violeta se acercaba lentamente por el peso de sus bolsas y la maleta de madera, corrió a su encuentro. Las dos amigas se abrazaron fuerte y, durante unos segundos, sintieron que el tiempo no había pasado entre ellas.
–¡Estás lindísima! –exclamó Violeta con sinceridad.
De cerca, Violeta reconoció con facilidad a la niña que había sido su mejor amiga durante la infancia. El brillo de esos ojos azules, la sonrisa pícara de su boca enorme y esa piel tan fina y blanca que siempre había admirado, seguían intactos en el rostro de Lucía. El tiempo la había estilizado. Había sustituido sus eternas trenzas rubias por un corte a lo garçon muy favorecedor y sofisticado. Su cara era menos redonda y sus dientes, ya sin los brackets, lucían perfectos en un rostro de rasgos más afilados. Violeta la recordaba alta pero con tendencia a encorvarse para no destacar entre los demás chicos. Ahora, en cambio, caminaba con los hombros rectos y la elegancia de una modelo de pasarela.
–¡Tú sí que estás linda, Violetita! ¡Qué alegría verte! ¡Estoy tan contenta de que hayas venido…!
Luego de reconocerse y abrazarse por un rato, mientras Lucía hablaba eufórica y movía sus manos sin cesar, Violeta temió el momento de meter su equipaje en el Mini. Se avergonzó de haber empacado tantas cosas, pero Lucía la tranquilizó:
–No vamos a ir a Burgos con este cacharro… Quedé en encontrarme aquí con un amigo para que me devuelva mi coche. Lo intercambiamos porque él tenía una reunión importante y debía llevar a unos clientes a visitar la ciudad. Hace semanas que debería habérmelo devuelto –continuó con una sonrisa–, pero ha estado muy ocupado últimamente.
En ese momento, un deportivo negro se acercó a ellas a toda velocidad. Violeta, que no entendía de coches, admiró la elegancia de aquel Mercedes.
De él salió un chico moreno, con gafas de sol, bastante más bajito que Lucía, y se acercó sonriendo a ellas.
–Lo siento, cielo. Debería habértelo devuelto hace días –dijo con voz ronca y arrastrando las palabras–, pero los canadienses tardaron más de lo previsto en marcharse y tuve que hacer muchas horas extras… Por eso tampoco pude llamarte en estos días. Casi no he dormido...
Lucía arrugó la frente mientras se fijaba en el traje arrugado de Ernesto y en cómo se cubría los ojos al quitarse las gafas.
–Perdonen mi estado –dijo tocándose el pelo revuelto y su cara sin afeitar, mientras acercaba las llaves a los brazos cruzados de Lucía.
Violeta pensó que su estado delataba más una noche de juerga, que horas de intenso trabajo. Y observó cómo su amiga apretaba los dientes antes de bajar la guardia y abalanzarse hacia él para tomar las llaves y besarlo con efusividad.
–Menudo cuento tienes, Ernesto –le soltó como reprimenda cuando él ya se alejaba.
–Parece simpático –dijo Violeta con poca convicción–. ¿Están...?
–¿Juntos? –Lucía arqueó una ceja–. No estoy segura. Me gusta bastante y nos compenetramos bien en... ya sabes, pero no hay compromiso entre nosotros.
–Entiendo.
–Nos divertimos juntos –resumió Lucía mientras metían los bultos en la cajuela–. No es el amor de mi vida, pero tampoco lo espero sentada.
Una vez acomodadas en los confortables asientos de piel, donde pasarían varias horas de viaje, Violeta se ofreció para buscar la dirección en Google Maps y hacer las funciones de copiloto.
–Tranquila, conozco bien el camino… Podría llegar con los ojos vendados. Mi madre es de allí y, de pequeña, siempre veraneaba en casa de mis abuelos. Lástima que la demolieran para ceder unos metros más a la plaza del pueblo…
Las dos primeras horas de viaje pasaron volando para las amigas. Habían transcurrido quince años desde que dejaron de verse; sin embargo, continuaban teniendo espíritus afines y encajaron, de nuevo, a la perfección. Lucía tenía una memoria prodigiosa y Violeta disfrutaba escuchando las historias que su amiga repasaba de su infancia compartida, aunque algunas las hubiera desvirtuado o retocado con dosis de su imaginación.
–Nos conocimos en segundo, ¿lo recuerdas? Teníamos siete años y a mí me habían cambiado de colegio. Estaba muerta de miedo porque todos los demás ya se conocían y pensé que me costaría hacer amigos. La profesora me sentó a tu lado y tú me regalaste una bufanda de bienvenida… Fue un gesto muy tierno.
A Violeta le vino clara esa escena a la mente. Lucía estaba tan nerviosa que vomitó sobre el libro de matemáticas de Violeta. Lo recordaba bien porque, a pesar de que lo limpió enseguida con varias hojas arrancadas de su cuaderno, el fuerte olor agrio la acompañó durante todo el curso e hizo que acabara odiando todo lo relacionado con sumas, restas y multiplicaciones. Violeta le había dado su bufanda para que se limpiara porque era lo único que tenía a mano; pero Lucía se la enroscó rápidamente en el cuello para tapar algunas manchas que habían resbalado por su blusa.
Cuando le explicó su versión a Lucía, ella abrió mucho los ojos y casi se muere de la risa.
–No puede ser –rio divertida–. No lo recuerdo… ¿De verdad vomité en tu libro de mate? La memoria, a veces, es tan selectiva que olvida lo que no le interesa. Pero esta anécdota es muy graciosa.
Durante unos instantes, las dos chicas permanecieron en silencio. Lucía conducía pensativa tratando de reubicar en su memoria ese nuevo recuerdo, al tiempo que acompañaba tatareando, muy bajito, una balada que salía del equipo de música.
Mientras, Violeta contemplaba ensimismada, a través de la ventanilla, el paisaje que iban dejando atrás. En Barcelona, el día había amanecido soleado y despejado. Sin embargo, a medida que se alejaban de la ciudad, el cielo se iba tornando cada vez más gris y la niebla amenazaba con cubrirlo todo con su fina tela. Amante de los días luminosos y brillantes, Violeta se sorprendió al admirar la belleza del paisaje en brumas. Los campos catalanes de viñedos, alineados en perfecta simetría, desprovistos de hojas y frutos tras la vendimia, ofrecían un aspecto melancólico.
El coche marcaba una temperatura exterior de siete grados; pero a Violeta no le importó que Lucía bajara un poco el cristal. El aire helado que entraba por la ventana hizo que sus mejillas se encendieran y su espíritu se sintiera libre y vivo.
Observó a su compañera de viaje y admiró la posición erguida de su cabeza mientras conducía y la forma elegante que tenía de sujetar el volante o de mover las manos para acompañar alguna explicación.
Sin apartar la mirada de la carretera, Lucía la sacó de su ensimismamiento.
–¿Por qué “Los seis salvajes”? ¿Recuerdas por qué le pusimos ese nombre a nuestro club secreto?
–Sí, fue idea de Salva. Lo propuso una tarde mientras jugábamos en la vieja barbería.
–Ya recuerdo… –añadió Lucía confirmando la explicación de Violeta–. Salva decía que la palabra “salvajes” nos definía porque éramos “espíritus libres que no seguíamos al rebaño” –recordó resaltando cada palabra para demostrar que se trataba de una cita literal–. Una forma bonita de llamarnos frikis, supongo. Desde luego, algo raritos sí éramos.
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