A los seis les gustaban los libros de fantasía y los juegos de rol. Violeta sonrió al recordar el extraño club de lectura que había inventado Salva. Entre todos, elegían un libro y lo dividían en seis partes. Cada uno tenía una semana para leer sus páginas y explicar lo que ocurría al resto del grupo. Al principio lo habían hecho con las lecturas obligatorias del colegio, para ahorrar esfuerzo y disponer de más tiempo para jugar a Dungeons & Dragons , pero después empezaron a hacerlo por pura diversión. A todos les parecía una manera interesante y rápida de leer muchos libros y, además, resultaba fascinante escuchar cómo cada uno interpretaba y explicaba su parte de la historia.
Salva siempre fue el mejor narrador.
–Aunque todos sabíamos que “salvajes” significaba en realidad otra cosa –dijo Violeta pensativa.
–¿Ah, sí? ¿Lo sabíamos? –preguntó Lucía extrañada.
–¿Recuerdas el apellido de Salva?
–Mmm… ¿Gutiérrez?
–Exacto. Salva G., que suena: “salvaje”. Así todos nos convertíamos en “salvajes”; es decir, en “seguidores de Salva”, en “su” grupo… Salva siempre ejerció de líder –continuó Violeta–. De hecho, siempre era él quien convocaba nuestros encuentros y, además, nos reuníamos en su local.
–¡Vaya! No me había dado cuento de eso –exclamó Lucía observándola alucinada, mientras desviaba unos segundos la mirada de la carretera.
–Bueno, a ninguno nos importó porque lo queríamos y sentíamos mucho lo de su padre, que acababa de morir. Se llamaban igual y en la puerta del local había un cartel oxidado que decía: “Salva G”. Era el nombre de la barbería.
Violeta lo recordaba muy bien. Tenían doce años cuando empezaron a reunirse en ese viejo local. El padre de Salva estaba entonces ya muy enfermo y no pasaba por allí desde hacía años. Entre todos habían construido una mesa con una puerta que encontraron entre los escombros de la basura y habían dispuesto varios sillones de barbero alrededor de ella. Tras la muerte del padre de Salva, nadie había vuelto a preocuparse por la barbería. Su madre los descubrió un día, poco tiempo después de que muriera su esposo. Había decidido ir a ponerlo todo en orden, cuando encontró a los pequeños haciendo allí tranquilamente sus deberes. Lo habían mantenido limpio y cuidado, así que pensó que no había motivo para prohibirles la entrada. Después de verse sorprendidos, los niños temieron quedarse sin local, así que se quedaron perplejos cuando una semana después encontraron un refrigerador viejo lleno de refrescos.
Años más tarde, en plena adolescencia, despejaron los sillones en un rincón para hacer una pista de baile y sustituyeron la mesa por un viejo sofá de escay color café, que la madre de Salva había desterrado de su casa tras comprarse uno nuevo. Violeta no pudo evitar sonreír al recordar el sonido que emitía la tapicería de plástico cada vez que se sentaban en él. Ese pensamiento la transportó a otro: el viejo sofá había sido también testigo de su primer beso. Ocurrió en una verbena de San Juan.
Los salvajes habían reunido a gran parte del instituto en su local. Era la primera fiesta que organizaban para más gente y con alcohol incluido, un ponche de cava, limonada y frutas que ellos mismos habían preparado; pero la ocasión bien lo merecía: las clases habían terminado. Atrás dejaban la secundaria y tenían por delante un largo y caluroso verano.
Aquella tarde, después de bailar todas las canciones de Coldplay y Maroon 5, Violeta se acomodó en una silla. Estaba agotada y algo mareada por la bebida, así que aprovechó el momento de los lentos para respirar y descansar los pies. Ahora era el turno de James Blunt y su You’re beautiful . Cerró los ojos y se dispuso a disfrutar de su balada favorita, cuando una voz masculina la sorprendió.
–¿Bailas?
Violeta no daba crédito a lo que estaba sucediendo: Bruno, el chico más guapo de toda la escuela, le tendía la mano, invitándola a bailar. ¡A ella!, con quien jamás había cruzado una sola palabra.
Las miradas del resto de las chicas se posaron envidiosas en Violeta mientras ella asentía tímidamente con la cabeza y aceptaba su mano para levantarse. Estaba tan emocionada que le costó varios segundos procesar las siguientes palabras de aquel chico.
–¡Qué bien! Mientras tú bailas, yo ocuparé tu silla. Estoy tan cansado…
Las risas divertidas de los que habían presenciado la escena la devolvieron a la realidad. Sin embargo, cuando se dirigía nerviosa y avergonzada hacia la puerta de salida, notó que un brazo la agarraba por la cintura haciéndole perder el equilibrio hasta aterrizar en el sofá de cuero sintético.
–¿Te hago un hueco, Violeta? Pareces cansada de tanto bailar –le dijo Mario divertido acomodándola a su lado.
Violeta estaba realmente enfadada por la humillación pública que había vivido, así que no estaba para más bromas.
–Déjame en paz, Mario. Me voy a mi casa.
Violeta desvió la mirada hacia Bruno y vio que Alma se sentaba en sus rodillas y le susurraba algo al oído. No quiso seguir mirando cuando los dos se levantaron y se dirigieron a la salida. ¿Cómo podía su amiga irse con él, como si tal cosa, después de haberla humillado a ella de esa manera?
–Ese chico es un idiota –dijo Mario obligándola a mirarlo a la cara–; y tú, una tonta si permites que te arruine la fiesta.
Violeta agradeció las palabras de su amigo y lo miró a los ojos sorprendida. Se conocían desde que tenían seis años. Habían compartido muchos momentos juntos: juegos, estudios, travesuras… Pero aquella tarde, sentados frente a frente en aquel viejo sofá, a la luz de unos farolillos de colores, vio algo distinto en su mirada. Algo que la incomodaba y le hacía intuir un amor avivado durante años de amistad. Y, de repente, un sentimiento nuevo se despertó también en su corazón. Era como si lo viera por primera vez.
–Tengo dos regalos para ti, pero tienes que elegir uno –le dijo él sin dejar de mirarla y alargando los dos brazos con los puños cerrados.
–¿Por qué uno?
Violeta odiaba tener que elegir. Siempre dudaba y se quedaba con la sensación de haber escogido la opción incorrecta.
–Porque sí, porque es así el juego.
Violeta señaló su mano derecha y él la abrió mostrando una cadenita de plata con un pequeño colgante en forma de hada.
–Me la acabo de encontrar en el sofá.
–Entonces será de alguien –dijo ella algo incrédula sin atreverse a aceptarla.
Mario se encogió de hombros.
–Bueno, me la pondré. Y si nadie la reclama, me la quedaré para siempre –resolvió ella dándose la vuelta y sujetándose el pelo–. ¿Me ayudas?
Mario se guardó algo en el bolsillo y le pasó la cadenita por el cuello.
A ella le hormigueó la piel por el roce y por el calor de su aliento en la nuca, tan cerca que solo tenía que girarse para que ocurriera lo inevitable… Pero no lo hizo. Durante unos segundos, permaneció inmóvil, de espaldas a él, con el corazón expectante y los ojos cerrados.
Solo los abrió cuando los labios de él susurraron en su oído.
–Me gustas mucho, pecosa.
Ella trató de responder algo, pero solo logró emitir un suspiro entrecortado cuando la boca de Mario sembró un recorrido de besitos en su cuello. La simple certeza de que después la besaría en los labios despertó un cosquilleo inquietante en su interior, como si millones de mariposas aletearan al mismo tiempo en su estómago.
Después, con el aire atrapado en la garganta, dejó que él la girara con suavidad hasta colocarla de frente. Durante varios segundos, se miraron fijamente, como si lo hicieran por primera vez, hasta que ella no pudo más y bajó la mirada, incapaz de sostener la tensión y el deseo que la envolvía. Deseo. Había oído hablar mucho de él, lo había visto en muchas películas y leído en novelas, pero jamás lo había experimentado en su propia piel ni lo había reconocido en los ojos de nadie que la miraran a ella con esa abrasadora intensidad.
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