–Violeta, ¿qué te ha pasado, mujer? Te ves horrible. ¡Estás empapada! Llevas el bajo del abrigo cubierto de lodo y el pelo mojado y revuelto…
Violeta pensó que Malena, a pesar de ser una profesional de las palabras, siempre escogía las menos adecuadas para tratar a los demás. Se lamentó de haberse encontrado con ella a la salida del elevador; le hubiera gustado terminar de arreglarse en el lavabo.
Entonces reparó en el aspecto impoluto y elegante de la directora, y se sintió pequeña e insignificante. Aquella mujer, aunque no era especialmente bonita, irradiaba encanto y personalidad. Hacía años que había cumplido los cuarenta, pero su cuerpo esculpido durante horas de gimnasio y su aspecto cuidado la hacían verse mucho más joven. Además, poseía un gusto exquisito para la ropa. Como era alta, no necesitaba tacones para imponer su belleza y la camiseta más simple de H&M o el traje menos sofisticado de Zara, combinados con accesorios únicos que compraba en las tiendas más bohemias de Barcelona, parecían en su cuerpo modelos exclusivos de algún diseñador de prestigio.
La siguió hasta su despacho. Como ella, la oficina era fría pero con estilo. La moqueta gris del suelo lucía perfecta y Violeta se disculpó al ver sus botas manchadas de lodo. Malena hizo un gesto de despreocupación con la mano y la invitó a sentarse en una de las sillas, con estampado de cebra, que bordeaban la mesa de cristal de reuniones. Sobre esta, una enorme orquídea blanca presidía el centro. Violeta sonrió al recordar que en el lenguaje de las flores las orquídeas son mensajeras de sofisticación y frialdad.
Sobre las estanterías de acero, los libros lucían perfectamente ordenados por tamaños y temas. Los del sello que dirigía Malena ocupaban un lugar de honor. Casi todos eran libros caros, de ediciones muy cuidadas y, aunque no destacaban por su comercialidad, la editorial se vanagloriaba de publicarlos para dar prestigio a la firma.
La mesa de trabajo de Malena mantenía un justificado desorden. Sobre esta se amontonaban varias pilas de papeles y libros. Violeta sabía que detrás de toda esa apariencia de suficiencia se escondían horas y horas de trabajo, esfuerzo y dedicación. Sin embargo, algunos detalles personales de Malena, como su pluma Montblanc o su agenda de piel Gucci, acababan delatando su personalidad. Violeta reparó en el marco de plata que se escondía tras la pantalla de plasma del ordenador y pudo distinguir desde su silla la imagen de un hombre guapo, de traje oscuro y amable sonrisa, rodeado de dos niñas monísimas. La estampa era tan perfecta que, si no fuera porque sabía que la directora tenía un esposo y dos niñas, hubiera jurado que se trataba de una de esas fotos de estudio que vienen incorporadas al marco.
Después de dar un par de sorbos al café que le ofreció Malena y de respirar profundamente, Violeta, por fin, se atrevió a hablar.
–Malena, he tenido un pequeño… No, un gravísimo , percance. No lo vas a creer, pero… las flores… la lluvia… yo… –balbuceó de forma incomprensible.
En ese momento, las horas de cansancio, los nervios y el frío que se calaba en su cuerpo empapado hicieron tambalear su seguridad, mientras, entre lágrimas sofocadas, le mostraba a Malena, una a una, las láminas mojadas y le explicaba entrecortadamente lo que había pasado.
La cara de horror de la directora, que la miraba por encima de sus gafas de pasta negra de Prada, la hizo reaccionar a tiempo y extrajo rápidamente del portafolio las flores que se habían salvado del diluvio.
–Esto no es nada profesional, Violeta –sentenció Malena señalando las flores mojadas–. Algo así es inadmisible en una editorial seria como esta… Me jugué todo por ti, apostando por una ilustradora desconocida y tú…
–Fue la lluvia… –balbuceó Violeta.
–Asume tu responsabilidad de una vez. ¡Tenías que haber sido más lista, mujer! –espetó Malena–. Te encargué un proyecto ambicioso. Firmaste un contrato. Y acabaste actuando de forma irresponsable y estúpida. Mira, si no eres capaz de responder por tu trabajo es mejor que vuelvas a tu empleo de vendedora telefónica.
–Eso no es justo. Trabajé mucho. Si pudieras darme unos días más…
–Ya no confío en ti. ¿Quién me asegura que dentro de unos días no te vas a presentar con otra nueva excusa?
–¡Fue un accidente! –protestó Violeta tratando de defenderse una vez más.
–Tú sí que eres un accidente –respondió Malena entre dientes y Violeta se mordió el labio para no replicar. Su jefa tenía razón. Había sido una tonta y una imprudente–. Pero estás de suerte. Esta mañana hemos adelantado a imprenta otro libro sobre edificios orientales por la muerte de un famoso arquitecto japonés, y puedo darte unos días más.
Violeta respiró aliviada.
–Quiero las flores en mi mesa en una semana. ¿Has oído? Tienes siete días para solucionar este “accidente”. Eso sí… –añadió mientras repasaba con aprobación, una a una, las láminas intactas que Violeta había extraído de su portafolio–, tienen que estar, como mínimo, tan bien como estas. Tengo que reconocer que son perfectas.
–Te lo prometo –sentenció Violeta muy seriamente, aliviada por las últimas palabras de Malena–. Serán tan perfectas que parecerán casi reales.
Violeta se despertó con la luz tenue de los primeros rayos de sol acariciándole la cara. Había dormido plácidamente y se sentía optimista. Estiró los brazos para desperezarse y saltó de la cama de un brinco. Al principio de separarse, había echado de menos el cuerpo cálido de Saúl tendido a su lado, sobre todo los sábados, cuando ninguno de los dos tenía que madrugar y se hacían los remolones hasta bien entrada la mañana… Pero pronto aprendió a saborear el placer de despertarse e iniciar el día sola. Después de un mes de independencia, en su apartamento, Violeta ya no cambiaba sus sábados, ni ningún otro día de la semana, por la compañía de Saúl. Desde la ruptura, él la había llamado dos veces para pedirle que reflexionara o, al menos, que se vieran y tomaran tranquilamente un café. Por el tono de su voz, Violeta sabía que él esperaba que ella volviera. No la veía capaz de estar mucho tiempo sola y, en el fondo, deseaba que ella reconociera que sin él estaba perdida. De hecho, habían quedado para ese mismo sábado. Y aunque eso fue antes de aceptar la invitación de Lucía, todavía no había reunido el valor suficiente para llamarlo y aplazar su cita. Le partía el corazón escuchar la voz ronca y profunda de Saúl entrecortada, cuando le decía que la echaba de menos, que la quería…
A veces, cuando se sentía triste y sola, tenía momentos de duda; entonces tenía que controlarse para no marcar el número de Saúl y pedirle que volvieran. Pero algo en su corazón le decía que no estaba equivocada y que había tomado la decisión correcta. No estaba enamorada de él, y Saúl merecía una mujer que lo amara de verdad y no de una manera fraternal. ¿O quizá el amor era eso?
Las agujas del reloj de pared colgado en la sala marcaban las diez y Violeta pensó que debía darse prisa. Había quedado a las tres con Lucía en la estación de Sants para que pasara a recogerla con su coche, pero antes tenía que ir al centro para comprar material de dibujo. Quizá, incluso, tendría tiempo para pasear un rato. A Saúl ya lo llamaría durante el viaje.
Se dio una ducha. El agua fresca le devolvió la sonrisa. Se había acostado preocupada. Después de la conversación con Malena, había estado a punto de llamar a Lucía y decirle que no podía ir de viaje con ellos. Pensó que era preferible encerrarse en casa y terminar su encargo sin distracciones. Sin embargo, ahora lo veía todo distinto. Un poco de aire fresco de la sierra no le vendría mal, podría inspirarse en la naturaleza y pintar, quizá, algunas flores en directo, con su modelo real, y no de una fotografía como solía hacer. Además, si algo salía mal, siempre podría tomar un tren de vuelta a Barcelona.
Читать дальше