José Piqueras - Senderos tras la niebla

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Senderos tras la niebla: краткое содержание, описание и аннотация

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Granada, otoño de 2017.
El inspector Julio Velázquez investiga la muerte de Rodrigo Barbosa, un hombre cuarentón y solitario que trabajaba como operario en una fábrica de cartonaje situada a las afueras de la ciudad. Lo que inicialmente es considerado como un suicidio, toma una nueva dimensión con la serie de muertes que se desencadenan, de manera tan inesperada como sistemática, y en las que la única pista a seguir parece ser un símbolo con forma de lanza.
Con ayuda del hispanocanadiense Jorge Morrison y la carismática subinspectora Rosa Pulido, el joven y brillante inspector tendrá que hacer frente al caso más complejo de su carrera, al tiempo que lucha porque no interfieran en su trabajo sus dramas personales: la extraña relación que mantiene con su exmujer, los sentimientos contradictorios hacia su hermano, vividor y caradura, o el cuidado de una abuela senil que se va alejando de la realidad llevándose un inquietante secreto del pasado.

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―Parece que hemos tenido suerte, inspector. Lo peor del trabajo ya se ha hecho ―me dijo Morrison mientras buscaba un hueco donde dejar el coche.

Asentí sin más. Aparcamos en un claro a escasa distancia del resto de vehículos y dejé al subinspector rezagado sacando nuestro equipo fotográfico del maletero. Saludé rápidamente a un par de agentes con los que había coincidido en alguno de los cursillos periódicos a los que nos convocaban para justificar parte del presupuesto de formación. El cuerpo de la víctima yacía en el suelo cubierto por una manta plateada a pocos metros, justo al lado del coche siniestrado, un Peugeot Partner blanco que aún se exhibía empapado por el remojón.

Me acerqué, sin molestarme siquiera en saludar a Gonzalo Salvatierra, y me dispuse a descubrir el rostro de la víctima sin demora. Me puse en cuclillas y, cuando levanté la manta, quise ver ante mí el rostro desconocido de un varón cualquiera de mediana edad: el hombre tenía el pelo canoso, la cara algo hinchada, barba de tres días… A priori podía ser un tipo tan corriente como cualquier otro. Pero no era así.

Volví a cubrirlo con la manta, me levanté apresuradamente, anduve unos pasos velozmente para alejarme un poco y a duras penas logré contener una bocanada de vómito de las que hacía mucho tiempo que no recordaba. Después vinieron unas cuantas arcadas más. Me apoyé en un árbol cercano y me esforcé por guardar la compostura lo mejor que pude. Algunos compañeros se percataron desde la distancia y me miraron un tanto indiferentes. A fin de cuentas, no era nada fuera de lo común vomitar tras ver un cadáver, por más rutinario que este hecho fuese para algunos de los allí presentes.

Me alejé unos metros más, apoyé las manos sobre las rodillas e intenté recuperar definitivamente la entereza. Morrison se acercó con el equipo fotográfico en las manos, sin comprender bien qué estaba sucediendo. Ambos sabíamos que no era mi primera vez en una situación así; no obstante, mi estado nada tenía que ver con el aspecto o la proximidad del cadáver, sino con lo que este representaba.

―Inspector, ¿se encuentra bien?

Escupí con fuerza para quitarme el mal sabor. Saqué un pañuelo desechable del bolsillo trasero del pantalón y lo pasé por la comisura de los labios. A diferencia de Morrison, que aún desconocía la identidad de la víctima, yo ya podía entrever que a partir de ese momento nuestra hoja de ruta cambiaba por completo.

Cuando el subinspector se aproximó a escasos centímetros, solo acerté a decir:

―Morrison…, parece que nuestro pescador también ha mordido el anzuelo.

8

Esta vez la escena en aquel bar fue real.

―Dime, Pulido, ¿es cierto que todas las buenas historias comienzan con una canción? ―pregunté, algo lacónico, sin venir a cuento.

―Bah, ni fu ni fa ―suspiró ella―. Yo diría que eso es mentira cochina. Las buenas historias simplemente no existen ―replicó, un tanto indiferente.

Estaba apoyado en la barra, bebiendo ginebra con tónica. Era la tercera copa en tres días, mucho más de lo que me hubiera gustado permitirme para el healthy lifestyle (véase ‘estilo de vida saludable’, expresión anglosajona de moda que detestaba con todas mis fuerzas) que me proponía emprender con cada inicio de una nueva semana. La subinspectora Rosa Pulido daba sorbitos a su tinto de verano y removía periódicamente los cubitos de hielo con la pajita mientras miraba distraída los tiradores de cerveza frente a ella, evidentemente cansada del estrés de los últimos días y suplicándome indirectamente con los ojillos que le concediera el lunes libre sin ponerle ninguna pega. Ese día, su madre se operaba de cataratas y, aunque tenía tres hermanos mayores ya jubilados que iban a estar al pie del cañón, ella, siendo la pequeña, no quería ser menos. Desde que la conocía, siempre había sido así. En su naturaleza no concebía quedarse atrás, ni siquiera jugando al parchís. A pesar de que en comisaría estábamos hasta arriba con las novedades del caso Barbosa, no lo dudé; aquella mujer de cincuenta y dos años que se dejaba el alma cada día a mi lado merecía ese permiso sin contemplaciones.

―¿Qué tal con Ardana? ―pregunté, cambiando de tema.

―Bueno, es un chaval peculiar. Enérgico e impetuoso. Al menos el chico le pone ganas. Ahora bien, se nota que al pobre aún le falta rodaje. Lo cierto es que está muy verde. Creo que deberías llevarlo contigo algún día. Aunque seas el jefe, no dejas de ser el más joven, y tal vez quien más pueda empatizar con él.

―Lo sé. La próxima semana lo haré. He de confesar que no he sido el mejor compañero desde su incorporación, así que no lo puedo culpar absolutamente de nada.

Ella asintió y volvió a dar un gran sorbo a la pajita.

―¿Qué harás mañana? ―me preguntó, cambiando radicalmente de tema otra vez.

―No poner el despertador, que no es poco. Y cuando me levante, iré a comisaría. Necesito ordenar mis ideas tras los últimos acontecimientos.

Por mi cabeza pasó fugazmente de nuevo la idea de la triste existencia que llevaba en los últimos tiempos, yendo en fin de semana a comisaría no solo por las urgencias, que también, sino por no tener nada mejor que hacer.

―Si estás de bajón y quieres pasarte a comer, ya sabes dónde vivo ―me invitó, sin apartar la mirada de su bebida, algo abochornada.

Agradecí con una leve sonrisa el gesto de la subinspectora, lo que le indicó de antemano que no iría. Hacía pocos meses que Pulido se había divorciado y estaba pasando por un calvario espiritual más que importante del que todos éramos partícipes en mayor o menor medida. Su apatía solo parecía apagarse momentáneamente cuando estaba metida de lleno en algún aspecto del trabajo, pero eso solo se daba en momentos puntuales y pronto la ilusión se terminaba desvaneciendo, lo que hacía regresar a la apática y triste Rosa Pulido de los últimos meses. Yo sabía perfectamente lo que suponía una ruptura tras varios años de relación; además, en cierto modo, su marido le había hecho la misma jugarreta que Carlota a mí, pero al revés: se había largado con una de sus alumnas, una exuberante veinteañera y estudiante de Farmacia. Un año después, Pulido no lo había superado ni de lejos. Tenía un hijo rozando los treinta años que llevaba casi un lustro buscándose la vida en Dublín, y le costaba demasiado mirar alrededor y sentirse de pronto sola y traicionada. El hijo se enfadó con el padre en cuanto se enteró de lo sucedido, pero, claro, papá era profesor y, además de su recién estrenado estatus como vicedecano de no sé qué nueva mamarrachada (cargo que, según los informes que solicité por la puerta de atrás, habían inventado única y exclusivamente para él, vía enchufe sin disimulo alguno como solo se sabe hacer cuando se lubrica con el verdadero sello made in Spain), acababa de heredar una inmensa fortuna familiar que aún se mantenía bien calentita en sus bolsillos. En definitiva, el tipo tenía mucha pasta, y, con el paso de los meses, se había ido encargando, a base de talonario, de que el hijo de Dublín entrara en razón y tomara una posición más neutra respecto al fulminante divorcio entre sus padres. A mi parecer, ese era el golpe que peor había encajado la veterana subinspectora.

El caso es que varios compañeros de comisaría habíamos intentado en vano que Pulido reaccionara y rehiciera su vida; a fin de cuentas, ella era una mujer amable, trabajadora y con un tipazo que ya quisieran para sí muchas veinteañeras, pero por más que tirábamos de ella y la sacábamos a respirar un poco de aire de vez en cuando, la subinspectora no terminaba de salir de su aislamiento. Evidentemente, su invitación a comer no iba con segundas, nos conocíamos desde hacía demasiado y habíamos compartido mucho como para siquiera llegar a pensar en algo así. Yo jamás la habría mirado de otra forma que como una fiel compañera, y ya también una amiga incondicional. Cuando entré con veinticinco años en el cuerpo de Policía, Pulido fue la persona que más me arropó, y ahora, al ser yo su jefe, la seguía viendo como esa especie de hermana mayor que nunca tuve; una fiel y eficaz escudera que siempre había estado a mi lado para ayudarme y velar por mí.

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