José Piqueras - Senderos tras la niebla

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Senderos tras la niebla: краткое содержание, описание и аннотация

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Granada, otoño de 2017.
El inspector Julio Velázquez investiga la muerte de Rodrigo Barbosa, un hombre cuarentón y solitario que trabajaba como operario en una fábrica de cartonaje situada a las afueras de la ciudad. Lo que inicialmente es considerado como un suicidio, toma una nueva dimensión con la serie de muertes que se desencadenan, de manera tan inesperada como sistemática, y en las que la única pista a seguir parece ser un símbolo con forma de lanza.
Con ayuda del hispanocanadiense Jorge Morrison y la carismática subinspectora Rosa Pulido, el joven y brillante inspector tendrá que hacer frente al caso más complejo de su carrera, al tiempo que lucha porque no interfieran en su trabajo sus dramas personales: la extraña relación que mantiene con su exmujer, los sentimientos contradictorios hacia su hermano, vividor y caradura, o el cuidado de una abuela senil que se va alejando de la realidad llevándose un inquietante secreto del pasado.

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Ella asintió levemente y, sin darle tiempo casi ni a tomar aire, comencé a disparar.

―¿Quién era la persona más cercana a su hijo después de usted?

―No sé, supongo que serían sus dos amigos de toda la vida. El Tony y el Charlie.

―¿Es una broma, señora? ¿El Tony y el Charlie? ―pregunté, sorprendido por aquellos nombres en versión spanglish cutre.

―No sé de qué se extraña. Usted tiene pinta de ser de por aquí, ¿no?

―Bueno, más o menos ―respondí vagamente.

―Pues entonces sabrá que la gente de esta zona se pone motes a edad temprana con mucha facilidad. A mi hijo lo conocían como «el Rodri».

―Muy bien, conversaremos con los dos ―respondí, sin darle más importancia al asunto―. ¿Sabe si se veían con mucha frecuencia?

―Se trata de sus amigos de siempre y ambos viven aquí, en Monachil, pero los dos se casaron jóvenes y tienen críos ya adolescentes. Creo que se veían para tomar una cerveza o ver el fútbol, pero ya solo muy de vez en cuando.

―Bien, tomamos nota ―dije mirando a Morrison, que, libreta en mano, se esforzaba en hacer la mejor letra posible sobre el papel, algo que le tenía que recordar a menudo, dada su horrible e ininteligible caligrafía.

―Además de pescar, ¿tenía alguna otra afición o interés particular? Música, deporte… No sé, incluso los tatuajes, como el que tenía cerca de la cintura.

―¿Qué tatuaje? ―preguntó.

Ahora ella era la que parecía sorprendida.

―Pues uno al costado con una especie de dibujo que parece una lanza. Su hijo estaba tatuado, señora Malmierca. Imagino que si usted no era consciente de ello, no pudo apreciarlo, dada su ubicación, cuando fue ayer a identificarlo.

―Mi hijo detestaba los tatuajes, siempre criticaba a la gente que los llevaba. Es imposible que se haya hecho uno, y menos ya a su edad ―afirmó, totalmente convencida.

―Pudo hacerlo y ocultárselo, como parece que ha sucedido. Quizás alguien le hizo cambiar de idea recientemente. Tal vez un amigo, una amante…

―No creo, mi hijo no era de esos que se deja convencer por una mujer así como así, y menos aún sobre un tema del que siempre ha hablado mal abiertamente.

―Entiendo.

Crucé la mirada con la del subinspector y, tras un par de preguntas más sobre el trabajo de Barbosa en la fábrica de cartonaje y algunas otras cuestiones meramente intrascendentes, salimos de allí sin demora. Nos íbamos haciendo una primera idea de la personalidad del difunto, y a medida que íbamos indagando en su persona, cada vez teníamos más indicios para pensar que las cosas podían no ser tan sencillas como pintaban en un principio.

Con todo, la casa del propio Barbosa tendría que esperar. Si quería salir de dudas cuanto antes, me urgía mucho más una visita a un viejo amigo.

7

Paré el motor y bajé del coche. Lo vi acercándose a lo lejos: portaba sombrero de fieltro gris de medio pelo y, como de costumbre, acentuaba a propósito su leve cojera. Cada dos o tres pasos, hacía el gesto de sujetar sus enormes gafas, como si temiera que, a pesar de la raída cuerdecilla que las mantenía enganchabas a su cuello, se le fuesen a caer de un momento a otro.

―Julio Diego Velázquez… Mediocre policía granadino con nombre de ilustre pintor sevillano, ¿qué le trae por aquí? ―me saludó, a pocos metros ya.

Viniendo de él, me pareció todo un cumplido. En una de nuestras primeras charlas, cometí el error garrafal de revelarle mi segundo nombre y, claro, ahora tenía que lidiar con ello. He de confesar que de vez en cuando solía relacionarme con personas de la más baja estofa, gente de mal vivir y chusma de la peor calaña en general que se movían por el entorno granadino y circundante. Era la única manera de poder enterarme de los trapicheos y trapos sucios que se agitaban alrededor de la capital. En ese aspecto, no me salía del perfil clásico de investigador: tenía mi pequeño círculo de cuatro o cinco confidentes, llamémoslo así, que, dicho sea de paso, mucho sudor y más de una lágrima me había costado ganar. Yo no los molestaba mucho con pequeñeces y, a cambio, ellos no me solían tocar demasiado las narices y no armaban más escándalo del justo y necesario.

El Abuelo fue el primero de ellos y también la persona que me introdujo entre las malas hierbas más pujantes de la ciudad nazarí. Inicialmente chatarrero, tenía un historial delictivo tan largo como para empapelar todo el Vaticano; sin embargo, nunca había cometido delito alguno de sangre, a pesar de verse involucrado en reyertas con relativa frecuencia. El Abuelo siempre hería, pero no mataba, y quizá por eso mismo la gente lo respetaba incluso más. La profundidad del tajo dependía del grado de cabreo que tuviese con el fulano o fulana en cuestión. A punto de entrar en la edad en la que se suponía que iba dar un paso al lado y disfrutar de un dorado retiro, acababa de abrir un pequeño desguace, probablemente como futura tapadera masiva para cuando decidiera pasar definitivamente a un segundo plano y los cuatro o cinco chorizos que trabajaban para él tuvieran que encargarse de hacer todo el trabajo sucio para seguir manteniendo a flote el chiringuito. Me constaba que el Abuelo me apreciaba a su manera; por azares del destino, libré casi sin querer a su hija de un buen lío unos cuantos años atrás y, gracias a eso y al paso del tiempo, me había ido ganando su confianza. Como es de suponer, yo hacía la vista gorda a la mayoría de sus tejemanejes, y solo cuando se disponía a cruzar una línea cuya tonalidad se volvía demasiado rojiza, un servidor le daba un toque de atención para que se mantuviese un poco más comedido.

Esbocé una ligera sonrisa y le estreché la mano.

―Abuelo… ¿Ahora en la vejez vas a despiezar coches? ―le respondí yo, también a modo de saludo.

―¿Qué diferencia hay con despiezar cualquier otra cosa? ―replicó, risueño―. Pase a mi despacho, hablaremos más tranquilos.

Me hizo un rápido ademán con la mano para que lo siguiera.

Nos encontrábamos junto a las puertas del desguace y me condujo por un embarrado pasillo, rodeado de una hilera de coches aplastados unos sobre otros, hasta que al fin llegamos a una casetilla de bloques de cemento y chapa metálica desde la que podía verse, a no demasiada distancia, la A-44, la autovía de Sierra Nevada. Un par de perros de tamaño considerable, cuya raza no supe identificar, para mi suerte bien atados, me recibieron a ladrido limpio justo antes de pasar a su lado y cruzar el umbral.

El despacho lucía tan cochambroso como su propio dueño, e incómodo como me sentía por verme allí expuesto a que algún avispado conocido me sorprendiera en aquellos menesteres, decidí ir directo al grano.

―¿Tienes algo nuevo para mí? Hemos encontrado a un tipo ahogado en el río, Rodrigo Barbosa, natural de Monachil. Se despeñó por un risco cercano a la zona de Las Lomas hace un par de días.

―La gente muere, inspector, ya lo sabe ―contestó, impasible, echando mano al cajetín de tabaco que tenía encima de la mesa y sacando un cigarrillo que no tardó en encender.

El Abuelo seguía tratándome de usted. Creo que era su peculiar forma de seguir aparentando que aún guardaba cierta distancia conmigo; a fin de cuentas, para los de su gremio yo solo era un picoleto más.

―Ya…, pero no le habrá dado alguno de tus empleados o amigos un empujoncito, ¿verdad? No estaría metido nuestro amigo Rodrigo en nada raro que aún no sepamos, ¿no? ―pregunté, irónico, a la par que declinaba con un gesto su ofrecimiento para que lo acompañara en su ejercicio de inhalación y exhalación de humo.

―Diantres, no. ¿Por quién me toma?

Callé para no tener que responder a eso. Parecía bastante sorprendido por mi suposición y el Abuelo no era de los que solían fingir ese tipo de cosas. Era más bien de los de «primero disparo, luego pregunto y, por supuesto, si puedo lo aireo a los cuatro vientos». Al poco añadió:

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