José Piqueras - Senderos tras la niebla

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Senderos tras la niebla: краткое содержание, описание и аннотация

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Granada, otoño de 2017.
El inspector Julio Velázquez investiga la muerte de Rodrigo Barbosa, un hombre cuarentón y solitario que trabajaba como operario en una fábrica de cartonaje situada a las afueras de la ciudad. Lo que inicialmente es considerado como un suicidio, toma una nueva dimensión con la serie de muertes que se desencadenan, de manera tan inesperada como sistemática, y en las que la única pista a seguir parece ser un símbolo con forma de lanza.
Con ayuda del hispanocanadiense Jorge Morrison y la carismática subinspectora Rosa Pulido, el joven y brillante inspector tendrá que hacer frente al caso más complejo de su carrera, al tiempo que lucha porque no interfieran en su trabajo sus dramas personales: la extraña relación que mantiene con su exmujer, los sentimientos contradictorios hacia su hermano, vividor y caradura, o el cuidado de una abuela senil que se va alejando de la realidad llevándose un inquietante secreto del pasado.

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Con el estómago ya lleno, pedí al camarero de la barra una ginebra con tónica y me acomodé en uno de los sofás. Cerré los ojos por un instante. Si Rodrigo Barbosa se había suicidado, ¿cuál era el motivo? Su madre estaba convencida de que él jamás habría hecho algo así, pero si alguien lo había empujado a ello, iba a ser tan difícil de demostrar… Si había saltado por el precipicio sin ninguna ayuda, mucho me temía que íbamos a tener que cerrar el caso como una muerte accidental o un suicidio más.

Una joven y atractiva camarera interrumpió mis pensamientos cuando puso sobre la mesita una copa de balón repleta de hielo junto con un pequeño cuenco de frutos secos. Acto seguido, abrió la botella de Martin Miller y comenzó a rociar mi vaso con aquella magnífica bebida espiritosa.

―¿Un mal día? ―preguntó ella, dedicándome una dulce sonrisa.

―Hace tiempo que no recuerdo uno bueno ―contesté, lacónico.

Ella se limitó a asentir con cara de circunstancias.

―Usted me indica cuándo parar, ¿vale? ―me pidió, mientras rellenaba de ginebra mi copa.

―Está bien así ―contesté, inmediatamente después.

Ella no paró al momento, sino que se demoró un par de segundos más.

―Un pequeño extra para que al menos la noche se haga algo más buena. ―Y, dedicándome otra sonrisa, añadió―: Si necesita algo más, pídamelo directamente a mí. Disfrute de la velada, inspector.

Mi corazón se aceleró ligeramente en cuanto se dio la vuelta. ¿Acaso conocía yo a aquella chica y no la recordaba? Lo dudaba… Ella tendría poco más de veinte años y yo no me solía mover en aquel ambiente nocturno. Probablemente, tendríamos algún conocido en común y yo lo había olvidado por completo, pero poco después y tras darle otra vuelta, no me satisfizo mi propia explicación. Ella no parecía ser la clase de chica de la que yo me pudiera olvidar.

Bebí más rápidamente de lo habitual y, unos minutos después, le hacía un gesto con la mano para que volviera a rellenar mi copa. A esas horas, y tras una jornada tan larga, me era imposible concentrarme ya en el trabajo. Únicamente tenía ganas de distraerme y charlar con quien fuese de cualquier cosa.

Ella volvió con su gran sonrisa.

―¿De qué nos conocemos? Disculpa, pero no te recuerdo… ―dejé caer.

―Oh, de nada ―repuso ella.

―Por favor, me siento fatal, no suelo olvidar una cara, y menos una como la tuya ―le solté sin pensarlo, casi a la vez que me arrepentía de pronunciar ese patético cumplido.

«Soy lamentable en esto», me fustigué. Por suerte, ella no pareció tener muy en cuenta mi penoso intento de piropo.

―Es que no nos conocemos. Bueno, en realidad, yo a usted sí.

Pedí con los ojos una explicación y ella se apresuró en proporcionármela.

―Estudio Criminología y hace poco analizamos en clase las noticias en la prensa de uno de sus casos, aquel de los curanderos y los productos homeopáticos. Su foto salía junto a la de sus compañeros en primera plana.

Era cierto. Hacía un par de años, habíamos destapado una importante trama de falsificación de los ya de por sí eternamente cuestionados productos homeopáticos, a los que una red de curanderos y espiritistas de baja calaña añadía sustancias tóxicas que no hacían sino enganchar a los pobres desgraciados que caían en sus redes hasta que se quedaban sin un céntimo. El efecto de la droga era tan potente que los sujetos olvidaban por completo para qué habían acudido inicialmente al supuesto curandero o si había tenido efecto alguno sobre su dolencia; simplemente querían más y más.

―Si me lo permite, en la facultad es usted uno de nuestros pequeños héroes ―añadió.

La miré, escéptico, cómo no, sin saber bien qué decir. Ella terminó de rellenarme nuevamente la copa, cambió el cuenco de frutos secos, a pesar de que el anterior estaba intacto, y antes de alejarse nuevamente, me dijo:

―Me llamo Paula Olmos. Estoy especializándome en Psicología Criminal y Victimología, así que, quién sabe, puede que en un futuro volvamos a encontrarnos ―comentó, divertida.

―Quién sabe ―sonreí a su vez.

Ella se alejó y yo, tras mirar el reloj y otear alrededor, reparé en que el local se estaba inundando paulatinamente de una alegre y ruidosa juventud, por lo que apuré también la segunda copa en pocos tragos y salí apresuradamente de allí. Eso sí, antes había dejado mi tarjeta junto al cuenco de frutos secos. En la calle, cuando pasé de vuelta y miré a través de la cristalera, pude comprobar que, efectivamente, Paula Olmos la recogía y parecía volver a sonreír tímidamente.

¿Había ligado o es que era famosillo en el círculo de estudiantes de Criminología de la Universidad de Granada y de ahí la simpatía y atención recibida? Me decantaba más por lo segundo. Era cierto que, en los últimos años, había llevado a buen puerto un par de casos con cierta repercusión en los medios. El de la homeopatía era uno de ellos. El otro asunto más mediático estaba relacionado con la falsificación masiva de bolsos de primeras marcas, un tema quizá mucho más complejo, pero que ni mucho menos había tenido el eco y la repercusión del primero.

De camino a mi apartamento en la plaza de los Lobos, cavilaba una vez más sobre el hecho de que, por mucho que quisiera, lo de ligar no terminaba de ser lo mío. Por entonces, llevaba tres años divorciado y, a la vista estaba, seguía sin mucha pericia al intentarlo. Cada vez que daba el primer paso, la fastidiaba, así que la experiencia me decía que lo mejor era estarse quietecito y hablar más bien poco. Al creciente frío de la noche que avanzaba, no pude evitar tornar mis pensamientos hacia el caso Barbosa de nuevo. Ya me había hecho a la idea de que la investigación iba a quedar en nada, pero eso no impedía que tuviésemos bastante trabajo por delante: tendríamos que echar un buen vistazo a la casa y amistades de Rodrigo Barbosa, además de pedir las explicaciones oportunas al hombre que encontró el cuerpo y dio el aviso a las autoridades.

Justo cuando me disponía a sacar la llave para abrir el portal, miré hacia arriba y, de repente, me pareció ver cómo una tenue luz se diluía tras las cortinas del cuarto y último piso. Mi corazón comenzó a latir apresuradamente. Ese era mi apartamento. Profundamente agitado, rápida e instintivamente, di un par de pasos para pegar mi espalda a la pared del edificio y doblé la esquina para ocultarme. Agazapado y sin dejar de vigilar el portal del inmueble en ningún momento, eché mano a la cintura y, para mi alivio, sentí mi reglamentaria, una USP Compact 9 mm, pegada fielmente al cuerpo. Con el ajetreo de la tarde, había olvidado por completo dejarla en el taquillón de comisaría.

Instantes después, marcaba desde mi teléfono móvil el número de Morrison, al que debí despertar de un profundo sueño.

―¿Inspector? ¿Qué sucede? ―preguntó con su grave voz, intentando ocultar un cierto malestar, probablemente por las horas.

―Morrison, necesito que mande inmediatamente una patrulla a mi domicilio.

―¿Qué ha ocurrido?

―Digamos que hay alguien hurgando en mis cosas.

―No haga ninguna tontería, en menos de cinco minutos tendrá una patrulla en la puerta.

La estrecha calle perpendicular a la plaza en la que se asentaba mi portal apenas se encontraba transitada a esa hora. Dejé correr un minuto, respirando profunda y pausadamente para intentar tranquilizarme y sacudirme así el miedo que se me había incrustado en el cuerpo, apoyando la mano sobre la cadera y acariciando con los dedos la culata de mi pistola, sin dejar de posar la vista alternativamente en la entrada y la ventana del cuarto piso. Sin embargo, no pude aguantar más la espera. En un par de grandes zancadas, alcancé el portal y, una vez en el interior, desenfundé mi reglamentaria y comencé a subir lentamente por las escaleras. No disponer de ascensor suponía en esos momentos toda una ventaja, pues sabía que si alguien pretendía abandonar el edificio, tenía que toparse conmigo sí o sí.

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