En otra película de Sokurov, quizás la que más profundamente problematiza el tema de la frontera, El arca rusa (Русский ковчег, Russkij Kovcheg, 2002), un narrador anónimo e invisible para el público, con la voz del director, va caminando por el Palacio de Invierno, acompañado por “el Europeo”, un personaje que encarna a otro explorador de la frontera rusa, el Marqués de Custine. En su obra monumental La Russie en 1839, en cuatro volúmenes, Custine ya subrayaba otro efecto que las fronteras producen en las caras. Llegando a la frontera de San Petersburgo, el viajero francés tuvo que constatar a propósito de los funcionarios de aduanas que “La vue de ces automates volontaires me fait peur; il y a quelque chose de surnaturel dans un individu réduit à l’état de pure machine” (Custine, 1943, 1: 158). Esta frase, muy célebre, se encuentra citada también en una obra más reciente, el relato de viajes The Humourless Ladies of Border Control, del músico y viajero estadounidense Franz Nikolay. En particular interesa el capítulo que da el título al libro, el primero, donde el autor relata, citando a Custine, su experiencia del control de la frontera con Ucrania (Nikolay 2016: 11-33). En efecto, todo viajero ha tenido por lo menos una vez la experiencia de esta otra relación entre la frontera y la cara: las fronteras se componen de caras, se escriben en las caras, transforman las caras que se acercan a ellas, pero también las fronteras tienen una cara que, para decirlo con las palabras de Lévinas, no es una “face” –“cara” en francés–, sino una “façade” –“fachada”–. La gestión asimétrica y hegemónica de la frontera necesita que el rostro del otro, el rostro ajeno, el rostro potencialmente enemigo, permanezca al otro lado de la frontera. Por lo tanto, a este rostro del cual todavía no se sabe si puede merecer o no la dignidad de rostro, no se le puede enseñar una cara sino una fachada imperturbable, inescrutable, impenetrable. A pesar de todos los tentativos hipócritas que intentan humanizar el rostro de la frontera –con toda una propaganda visual de aduaneros sonrientes– la cara de la frontera, sobre todo ahí donde se manifiesta el contraste más agudo entre lo que está dentro y lo que está fuera, entre el lado hegemónico y el lado subalterno, es una cara de esfinge.
El primer efecto de la esfinge de la frontera es imponer, a través de su simple presencia, una normalización del rostro ajeno. No se sonríe a la frontera, ni se le llora; no se mueve demasiado la cabeza y no se enseña su perfil; no se llevan sombreros, velos, anteojos de sol, ya que lo más importante es presentar a la burocracia de los límites estatales una imagen purificada e inalterada del propio rostro, una especie de grado cero de la cara, una cara que renuncia a sus múltiples semióticas prometiendo no mentir, anunciando como su única proposición la identidad del individuo. De hecho, ante la frontera la cara no significa por sí sola, como en las interacciones sociales cotidianas, sino como contraparte de un documento cuya foto certifica la identidad de la cara. En la frontera no es la foto, o sea la representación icónica, la que tiene que parecerse al objeto –la cara–, sino todo lo contrario, pues la cara tiene que parecerse a la foto. La cualidad indicial de la cara, su conexión con el cuerpo y con el interior de la persona, se difumina entonces en una cualidad simbólica, en el sentido etimológico del término: la cara es uno de los dos fragmentos de un sello quebrado, donde la segunda parte es representada por la foto documentaria. Por supuesto, para facilitar la reunificación del sello de la identidad, la foto tiene que ser preparada según el formato normalizador de la burocracia estatal, con fondo blanco, tamaño regular, sin sonrisa o inclinaciones de la cara, sin objetos que oculten el rostro.
Si en 1839 el Marqués de Custine se quejaba de haber encontrado, en la frontera con Rusia, “unos autómatas voluntarios”, hoy en día encontraría unos verdaderos autómatas, que no tienen cara pero leen automáticamente las caras para averiguar su identidad y, por consiguiente, su legitimidad al cruzar la frontera. En el libro Security at the Borders: Transnational Practices and Technologies in West Africa, y precisamente en el capítulo “Borderwork Assemblages in West Africa”, Philippe M. Frowd declara que “at the most general level of abstraction, a border is the space in and through which an inside relates to an outside” (2018: 23). La cara misma, entonces, funciona como un borde; sin embargo, su estatuto de borde entre exterioridad e interioridad es negado justamente en el momento en que se enfrenta a otro borde, la frontera. Encarar la frontera para un individuo significa, paradójicamente, desproveerse de su propia cara como interfaz social para reducirla a una superficie unidimensional de identificación. Hay que subrayar, por otra parte, que la dinámica de este encaramiento se modifica como consecuencia de la introducción en gran escala de dispositivos automáticos para el control de documentos personales y, aún más, con la difusión de dispositivos para la identificación automática de las caras.
3. Caras sin fronteras
El cambio no reside solamente en el pasaje del funcionario autómata al autómata funcionario, sino en la transición de una idea geopolítica de frontera a la implementación de prácticas generalizadas de producción de la frontera, que la literatura anglosajona sobre este tema denomina “bordering” y “borderwork”. Introducido por Chris Rumford en su artículo seminal de 2008 “Introduction: Citizens and Borderwork in Europe”, y reformulado por Madeleine Reeves en su libro de 2014 Border Work: Spatial Lives of the State in Rural Central Asia, el concepto de borderwork abandona la idea de que las fronteras sean proyecciones del estado en su geografía periférica e invita a pensar, al revés, que las fronteras se producen por todo el territorio de un país, a través de un trabajo que implica actores múltiples con sus pensamientos, acciones y emociones. La introducción de dispositivos automáticos de borderwork, dotados de reconocimiento facial y conectados en red, cambia radicalmente la geografía de la producción de fronteras en relación a las caras, ya que el control estatal de las identidades con consiguiente normalización de los rostros no tiene lugar únicamente en la frontera, sino en todas las circunstancias en las que datos biométricos concernientes a las caras de los ciudadanos son recolectados en las calles, las plazas, las tiendas, las redes sociales. Las informaciones que los dispositivos automáticos pueden extraer a partir de imágenes y videos de rostros son más y más numerosas, ya que no conciernen solamente al reconocimiento de la identidad sino también a la clasificación cada vez más precisa de datos sobre la interioridad de los individuos, como sus probables estados emotivos e intenciones para actuar (Morrison, 2019).
Como lo subraya Saskia Sassen en su ensayo “From National Borders to Embedded Borderings”, incluido en el volumen colectivo dirigido por Leanne Weber, Rethinking Border Control for a Globalizing World, “what marks the current epoch is not so much the opening of borders as the fact that the global is also constituted inside the national and thereby makes new types of bordering inside national territory” (Sassen, 2016: 179).
La difusión de dispositivos más y más sofisticados para el reconocimiento facial, que no solamente identifican al individuo sino también desarrollan una fisiognómica digital de sus probables intenciones de acción y estados emocionales, implica que las fronteras se reproducen de forma automática y abstracta cada vez que el individuo se enfrenta con estas máquinas y sus algoritmos, los cuales captan datos biométricos y comportamentales sin que sea siempre clara la finalidad para la que estos datos serán utilizados, para quién, o dentro de qué período. Mientras que el individuo viaja, se mueve por su ciudad y su barrio, hace compras, e incluso cuando utiliza dispositivos privados como teléfonos celulares de última generación, se va configurando contemporáneamente una huella digital que sin embargo no es más una simple huella, o sea un simulacro puramente indexical del pasaje del individuo por el mundo, sino la huella de una cara, una especie de máscara digital que construye una imagen siempre más fiel del rostro y de sus predisposiciones cognitivas, emocionales y pragmáticas. La relación entre interior y exterior en una frontera casi nunca es neutra, ya que muchas veces implica la presencia de un poder que ejerce su agencia determinando quién puede cruzar el borde y quién, por el contrario, tiene que mantenerse de este lado de la frontera. La proliferación de dispositivos de control dotados de inteligencia artificial multiplica las instancias de este poder, el cual no recoge más sus informaciones en momentos y en espacios específicos y relacionados con la intención de cruzar un límite, sino de manera generalizada y abstracta, con una acumulación de datos que en todo momento podrá ser utilizada para decidir quién puede pasar, quién tiene que quedarse, pero también quién puede acceder a un servicio y quién no, quién puede disfrutar de unos datos y quién tendrá que detenerse detrás de un alambre de púas digital.
Читать дальше