ASJA
Roser Amills
Amor de dirección única
Primera edición: octubre de 2017
© Roser Amills
Autora representada por Vega & Sevilla Literary and Film Agency
© Editorial Comanegra
Consell de Cent, 159
08015 Barcelona
www.comanegra.com
Primera corrección: Lucía Giordano
Segunda corrección: Nuria Ochoa
Diseño de cubierta: Virgínia Pol
La editorial no ha podido conocer el nombre del autor o propietario de la imagen de cubierta, pero reconoce su titularidad de los derechos de reproducción y su derecho a percibir las compensaciones que correspondan.
Diseño y maquetación: Eduard Vila
Producción del ePub: booqlab
ISBN: 978-84-18857-31-7
Quedan rigurosamente prohibidas y estarán sometidas a las sanciones establecidas por ley: la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento, incluidos los medios reprográficos o informáticos, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin la autorización expresa de Editorial Comanegra. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Berlín, 1955 Berlín, 1955
Lo que había en ella que había sido él
Berlín, 1900
Hacia Watt
Intuición filosófica
De la paz a la guerra
¿Héroe o culpable?
La primera encrucijada
La decisión de Dora
Una ilusión y un desengaño
Juntos y separados
Muchas formas de perderse
El camino de la improvisación
La isla de la sirena: Capri (1924-1925)
Equipaje ligero
Encuentro en Capri
Visita de cortesía
Jaque mate
Tu séptimo día
Conversaciones con Reich
Viaje a Nápoles
Perder el norte
Por el camino del descuido
Escala en Barcelona
La gran decepción
Funeral en Berlín
Del imposible encuentro al imposible adiós
Viaje a Moscú (1926-1927)
Asja y el sanatorio Rott
Tránsitos espirituales
Berlín, París, Montecarlo, Córcega…
Asja reaparece
El divorcio
Encefalitis
Una absurda barbaridad
Odesa
Como volutas de humo
La última llamada
Casarse o suicidarse
Caparazón de tortuga
Epílogo: el juego final (Moscú, 1956-1979)
El pasado nos mira
Las respuestas de Asja
Razones para esta novela
Cronología
A mi abuela Catalina, a mi tío Juan, a mis hermanos y a mis padres, por apoyarme desde la distancia. A mis hijos, Marcel y Joan, por hacerlo a pesar de la proximidad. Y a mi abuelo Miquel , in memoriam.
Eso que son derivas para otros, para mí son los datos que marcan el rumbo .
WALTER BENJAMIN
Berlín, 1955
Lo que había en ella que había sido él
Cuanto más se sabe, más se sufre .
(Ecl 1-18)
El amor, lo mismo que el dolor, tiene la cualidad de ser difícil de cuantificar. Paradójicamente, esa dificultad ayuda a dar la medida justa de ambos. Juntos, dolor y amor adquieren una consistencia que se puede tocar —y medir— con una precisión que da escalofríos.
Esto sucede sobre todo cuando te das cuenta de lo mucho que has amado porque sientes una lástima inmensa al tratar de rescatar ese amor de un olvido de exactamente el mismo tamaño, y es justo lo que le ocurrió a Anna Ernestowna Liepina aquella tarde de octubre de 1955. Aturdida tras un viaje largo y pesado de Moscú al Berlín comunista para visitar a su amigo Bertolt Brecht, tuvo aún que dar vueltas durante una hora para encontrar la dirección.
La capital no se parecía en nada a la ciudad que había visitado tiempo atrás, estaba ahora irreconocible: una amalgama de ensueño y catástrofes aquí y allá, de edificios bombardeados a medio reparar; y no habían recolocado aún las placas de las calles. En su lugar, como gritos, grafitis del final de la guerra, de familias que advertían a sus hijos de nuevos domicilios para que aquellos que regresaran del frente con vida supieran dónde encontrarlos.
Eran casi las cinco de la tarde cuando subió la escalerilla de madera y llamó al 125 sin haber parado siquiera a comer. Justo un bloque del barrio de Mitte al fondo de un patio empedrado, tal y como Brecht lo había descrito. Quieta ante el portal, oyó ruido de muebles arrastrados o algo parecido dentro; por encima de ella, a un piso de altura, un pájaro de color acero sacó la cabeza de un nido en un hueco de la fachada y graznó hacia abajo.
Era, sin duda, el ave conveniente para una casa tan próxima al cementerio, pero traía consigo un escalofrío que venía de Siberia, la tierra de la muerte blanca, y ella tragó saliva, repugnada ante la visión. El cuervo le guiñaba un ojo que la conectaba con desagradables recuerdos, pero, por suerte, la puerta del 125 se abrió a tiempo para evitar la arcada.
Helene Weigel, tan tiesa como la recordaba, vestida de color oscuro pero más maquillada. Esta vez sonreía. Le gustó el ramo: flores pequeñas, blancas, modestas. Dio las gracias con una amable caída de ojos. Quizás la segunda esposa de Bertolt ya no sentía celos, aunque era imposible adivinarlo.
—Me alegra verte, pasa… Bert está reunido, para variar.
—No quiero molestar, si no es buen momento…
—¡En absoluto, Asja, por favor!
Asja era el nombre de guerra de Anna. Pocas personas quedaban que conocieran su nombre de pila y la llamaran así. Ya había impuesto el de Asja en la universidad, que luego juntó con el apellido de su primer marido, del que se había divorciado hacía mil años.
—Dame tu abrigo... Oh, cuidado: luchamos contra un ataque de termitas y apenas se puede cruzar este laberinto. Estoy a punto de hacer las maletas y marcharme… Te ruego que disculpes el desorden.
En efecto, la casa de los Brecht era un caos en toda regla: había pilas de libros por todas partes y carpetas llenas de papeles. Las habitaciones tenían los techos muy altos y aquí y allá había daguerrotipos, un rollo desplegado con un poema de Mao, varias mesas de escritorio cubiertas de papeles y sillas de diferentes diseños y colores que daban al conjunto un aspecto sumamente acogedor. ¡Qué suerte para Brecht y su esposa haber podido conservar esa biblioteca! A Asja no le quedaba nada. Libros, apuntes, cartas… fotos, incluso: todo destruido o requisado.
—¿Oyes los insectos? —exclamó Helene, como desde otra habitación.
—Disculpa, ¿qué has dicho, Heli? —titubeó.
—Te hablaba de las termitas.
—¿Dónde?
—Aquí, a nuestro alrededor. Se comen los muebles y los libros. De noche y de día… ¿Las oyes?
Asja aguzó el oído, tratando de situar esa vibración. Solo veía aceites desinfectantes y trapos desperdigados por los estantes vacíos. Su mirada se hacía febril por momentos. ¿Tenían los Brecht dos o tres mil volúmenes?
—¿Estás bien, querida? No tienes buen aspecto.
—Sí, bien, Heli…
—Estás pálida. Siéntate, por favor.
—¡Oh, no te preocupes, Helene! Estoy bien, el desinfectante me habrá mareado y apenas he descansado durante el viaje… ¿Te importa que fume?
Asja llevaba años sin dormir más de tres o cuatro horas, pero no podía pasar ni media sin un cigarrillo.
—Por supuesto que no. Ahí tienes un cenicero de los buenos tiempos.
Le señalaba uno con el cartel de una película que habían rodado años atrás Brecht y ella.
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