Roser Amills Bibiloni - Asja

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Berlín, 1955. La directora de teatro letona Asja Lacis, que ha pasado diez años en un campo de trabajo de Kazajistán y vuelve con el alma rota, visita a su viejo amigo Bertolt Brecht. Tras una breve conversación en la que ambos intentan ocultar sus miserias, Bertolt le comunica a Asja que ha muerto el amor de su vida: Walter Benjamin. Un torbellino de emociones empuja a Asja hacia los recuerdos agridulces de su relación con uno de los filósofos europeos más influyentes del siglo XX.
Esta novela recupera la figura de Asja Lacis, una mujer desconocida para el gran público, cuyo potencial se quiso negar y cuyo talento se buscó reducir a mera anécdota, a un epígrafe en la vida de un hombre sabio. Asja nos habla de las contradicciones del amor libre en una época de libertades mermadas, y de cómo una personalidad puede resistir las mayores atrocidades y sucumbir ante un callejón sentimental sin salida.

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—Veo que no lo has dejado. Esos cigarrillos van a acabar contigo, Asja… ¿Teníais tabaco en el campo?

—Oh, sí —se encogió de hombros, evasiva. Temía el inicio de un interrogatorio—. Este mismo, a veces. El más barato. ¿Quieres uno, Heli?

Helene no daba crédito. Asja todavía fumaba majorka, ese tabaco de tan mala calidad que desde quién sabía cuándo los campesinos plantaban, recogían, secaban y cortaban en trocitos con molinillos artesanales. Lo rechazó: prefería mil veces los suyos a aquel tabaco pestilente de rusa comunista.

—¿Cómo puedes fumar eso?

—¡Ya me conoces! Soy una mujer de costumbres...

Asja no fumaba otra cosa desde jovencita. Poco más quedaba ya de aquella muchacha; quizás solo el carácter. Una cana en la ceja, un día tras otro en las arrugas de la cara, el cuello lleno de surcos y los hombros desequilibrados como una silla rota y esa verruga como una mosca doméstica sobre la barbilla. Y no tenía ganas de conversar, aun a sabiendas de que los espíritus curiosos como Helene no dejan de ser espíritus furiosos si no reciben respuestas… Pero peor lo había llevado con los espíritus supuestamente indiferentes: esos, bien lo sabía, podían resultar mucho más furiosos.

—En fin, Asja, disculpa mi curiosidad —y la miró con expresión trágica—. Me ha contado Bert lo de Siberia y… Supongo que habrá sido duro.

Quería saber más. En vano, trataba de dominar ese tipo de codicia. Como todos a cuantos había visitado ya Asja, Helene ansiaba conocer detalles sobre la vida en el campo de trabajo, las relaciones entre presos y mandos, lo que hablaban, qué se comía…, pero Asja albergaba demasiados malos recuerdos como para compartir todo aquello y cambiaba de tema sin parecer maleducada. ¿Cómo confesar que estaba contenta, en el fondo, de haber sido detenida, porque así se había salvado de horrores como la hambruna del sitio de Leningrado que se produjo entre el cuarenta y uno y el cuarenta y cuatro? La hija de Asja le había contado con lágrimas en los ojos que, en su ausencia, las autoridades soviéticas obligaron a los civiles a cavar trincheras, construir refugios, reforzar fortalezas, colocar alambres de púas… Cientos de miles de familias murieron de frío y hambre en sus hogares. Fueron casi novecientos días, durante los cuales empezaron a comerse a los caballos, después a los perros, a los gatos… Cuando estos se acabaron, se formaron bandas organizadas, como aquel grupo de una veintena de caníbales que —se decía— se dedicaban a interceptar los correos militares para comérselos. Los cadáveres de los niños desaparecían de las calles y en un lugar de Zelenaya donde se vendían patatas le pedían al comprador que mirara dónde se las guardaba y, cuando este se agachaba, lo golpeaban con el hacha en la nuca… Unas caladas más y a Helene no le pasó ya inadvertido el temblor de la mano, mientras Asja, una y otra vez, volvía a encender ese cigarrillo que se apagaba, que cargaba tanto en su interior. Sí, dijo con un guiño, era un tabaco terrible al que se había acostumbrado; y menos mal, porque no había otro en Siberia, aunque calló que aquellos cigarrillos del frío fueron maravillosos porque se fumaban en común. Una presa encendía uno, daba tres chupadas y se lo pasaba a otra, y así circulaba en la oscuridad del barracón. Si alguien daba una calada demasiado larga, enseguida se oía un reproche: «¡No te pases!». No iba a contarle nada de todo aquello a cualquiera. Asja era, bajo su discreto disfraz, una piel dura difícil de rasgar.

—Fue duro, Helene, sí. Digamos que ha sido el invierno más largo de mi vida… —inhaló cuanto humo pudo, pues aligeraba así el peso en el estómago—. Pero cuéntame tú: ¿qué tal os va en Berlín a Bert y a ti?

—Bien, bien, no podemos quejarnos… —suspiró la anfitriona—. No quería incomodarte. Deja que te ayude a quitarte el abrigo y la bufanda, por favor.

Sin el largo gabán, Asja parecía aún más delgada: cualquier corriente de aire se la podría llevar fácilmente, pensó Helene.

—Acompáñame, Asja…

Helene miraba sin parar el reloj de pared, con disgusto.

—¿Y qué te parece si vamos a la cocina y preparamos un té mientras esperamos que Bert termine con su visita? Tengo un buen contacto en el mercado negro… Te encantará este té verde.

Helene la trataba como a una niña o, peor, como a una enferma. Pasaron al lado de otro escritorio con un pequeño asno de madera de cuyo cuello colgaba un letrero: «También yo debo entenderlo». La cocina olía a col hervida y recibía una luz muy blanca por el ventanal. Helene llenó la tetera de agua en silencio y se dispuso a rebuscar tazas y té en los armarios.

—En cambio tú, Helene, tienes mejor aspecto que nunca. ¡Ya me contarás cómo lo haces! —trató Asja de halagarla para romper el hielo.

No era así, se dijo Helene. Lo decía para ser amable. La última vez que se habían visto, Helene la había echado de casa; pero las cosas podían haber cambiado, quizás.

—Me temo que el mérito no es de Bert —murmuró entre dientes, con un guiño—. Aún corretea como un gato en celo. Me ha dado poca paz.

—Recuerdo que era incorregible y ya imaginaba que no iba a cambiar con la edad, pero siempre ha sido honesto.

Bert era un hermano para Asja, un amigo, y no podía evitar defenderle.

—Tú sigue así, Asja, fiel a tus principios, del lado de los espíritus libres…, pero ya verás que sí ha envejecido. ¡Por fin!

—…

—Y aun así mantiene amigas aquí y allá. ¡Créeme, logra sacarme de quicio! Aunque cada vez menos y...

Una puerta se abrió a sus espaldas, cerca del comedor, y desde aquel rincón de la cocina vieron a Bertolt con una mujer veinte años más joven.

—Precisamente eso es lo que te decía. Ahí tienes a la visita de Bert —comentó Helene vuelta hacia la ventana como si hablara sola—. Se llama Ruth y es una de las actrices de nuestro Berliner Ensemble, la muchacha más bella de la compañía. Bert aún colecciona amantes jóvenes, como si así pudiera detener el tiempo.

—¿Berliner Ensemble?

—Sí, la compañía de teatro que fundamos hace unos meses. Yo contraté a Ruth y esta semana ya me la trae a casa. ¡El muy sinvergüenza…!

Asja retiró el hervidor. El agua borboteaba y la cocina se llenó del sutil olor especiado de las hojas de té quemadas, rizadas en formas caprichosas. Mientras, Helene, abstraída, no acababa de encontrar tazas.

—¡Parece mentira, Asja! —refunfuñó, mientras abría y cerraba armarios—. Todas caen como salmones que se tragan cebo y anzuelo con gusto. Ya sabes lo mucho que atraen los hombres aparentemente inofensivos con perilla y gafas de intelectual que miran con las pupilas húmedas de no haber roto un plato y dicen «tú sí, tú eres, tú vas a entender mi alma y podría amarte para siempre».

—…

—Pero son terribles… «Fíjate en el condicional», les intento hacer ver a todas. —Juntó las palmas, llevó los dedos a los labios—: «Podría». Pero no.

Seguro que Bertolt y la muchacha podían escuchar perfectamente el discurso, pero aquello no parecía importarle a Helene, que hablaba cada vez más alto.

—¿Has visto? —añadió al oír que Brecht cerraba la puerta de la calle.

A juzgar por el rubor de la muchacha que iba con él, Helene sospechaba que Bertolt sería todo lo honesto y fiel que Asja quisiera, sí, pero… Le dio un codazo a su confidente para llamar su atención, pues Bertolt ya estaba casi a su lado, y le susurró:

—Asja, me temo que Bert es fiel… ¡pero con demasiadas mujeres!

La simetría del tres. La necesidad de compartirlo todo de Brecht, de Asja, de tantos que se tragaron esas primeras ideas comunistas sobre el amor libre. «¿Acaso ella no lo entiende? ¿Por qué se quejará Helene a estas alturas?», se preguntaba Asja sin decir una palabra. Al fin y al cabo, Helene llegó a Bertolt también como amante y en similares circunstancias. Como todas. En lo único en que podía estar de acuerdo era en que había envejecido. En fin: tal vez Helene solo tuviera un mal día. Llevaba las uñas largas y pintadas y tamborileó con ellas sobre el marco de la puerta antes de retomar la palabra, esta vez para dirigirse al padre de sus dos hijos.

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