Roser Amills Bibiloni - Asja

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Berlín, 1955. La directora de teatro letona Asja Lacis, que ha pasado diez años en un campo de trabajo de Kazajistán y vuelve con el alma rota, visita a su viejo amigo Bertolt Brecht. Tras una breve conversación en la que ambos intentan ocultar sus miserias, Bertolt le comunica a Asja que ha muerto el amor de su vida: Walter Benjamin. Un torbellino de emociones empuja a Asja hacia los recuerdos agridulces de su relación con uno de los filósofos europeos más influyentes del siglo XX.
Esta novela recupera la figura de Asja Lacis, una mujer desconocida para el gran público, cuyo potencial se quiso negar y cuyo talento se buscó reducir a mera anécdota, a un epígrafe en la vida de un hombre sabio. Asja nos habla de las contradicciones del amor libre en una época de libertades mermadas, y de cómo una personalidad puede resistir las mayores atrocidades y sucumbir ante un callejón sentimental sin salida.

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—Es mi enésima compañía y, como puedes suponer, hago lo de siempre, así que no voy a aburrirte. No hay mucho más que jóvenes que quieren interpretar mis obras y vetustos críticos que buscan defenestrarme... Estoy cada vez más desilusionado con todo esto.

—¿Por qué? —se volvió Asja, asombrada por el pesimismo de su amigo.

—La rebeldía envejece más deprisa que la piel o el pelo y no estoy satisfecho ya con nada de lo que emprendo. El miedo nos gobierna y en este Berlín de posguerra nadie parece tener opinión directa sobre nada: tampoco sobre mis obras. Me gustaba más cuando discutían conmigo, de frente...

Parecía cansado. Con el exilio, Brecht había sufrido su penitencia y también tenía mucho que olvidar.

—Mi hijo mayor murió en el frente y, el verano del cuarenta y uno, tuvimos que marcharnos Helene y yo a toda prisa de Moscú en el expreso transiberiano a Vladivostok, y de ahí en barco a California.

Habían vivido en Santa Monica, en los Estados Unidos, aislados durante seis largos años, y los americanos no se interesaron en su trabajo, así que malvivió de arreglar los guiones de otros en Hollywood.

—Como puedes imaginar, mis textos no eran aceptados por ninguna de las compañías cinematográficas y…

—Un completo fracaso —corroboró Helene, que acababa de sentarse al lado de su marido—. Hemos vivido muchos desengaños. Y los que nos quedan...

—Pero no debemos quejarnos, Helene. Piensa: mientras Asja tiritaba de hambre y frío en Siberia, nosotros hemos tratado con mentes privilegiadas en ese continente. Fritz Lang, Charles Chaplin… ¡Eso sí mereció la pena!

—Hasta que te enfrentaste al macartismo y dejaron ellos también de dirigirnos la palabra —añadió Helene.

—Y qué otra cosa podía hacer en esa sociedad antisocial —alegó, incómodo ante esas bruscas intervenciones de Helene—. Iban a por mí, Asja. No tuve siquiera que hacer nada: esos locos americanos y sus funcionarios se encargaron de todo. Orquestaron una caza de brujas y nos invitaron a marcharnos. Y, fíjate, Helene —volvió a dirigirse a su esposa, con tono burlón—: aquí ya no tenemos enemigos y puedes pasear con tus rechonchas amigas berlinesas.

—Date tiempo.

Bertolt cerró los ojos y asintió con la cabeza. Su mujer daba sorbitos al té, satisfecha de sus reflejos para fastidiarlo de vez en cuando con apenas dos palabras, y Asja encendió otro cigarrillo para incordiarla a ella.

—Como te decía, Asja, nadie confía mucho en mí ya. Soy un hombre de edad, derrotado. Me tengo que sentar para ponerme los calcetines, pero, no sé cómo, aún me meto en líos. Hace un par de años me detuvieron e interrogaron como a ti los sóviets. Exactamente igual. Todos nos temen, de todos los bandos: ¡algo habremos conseguido con nuestra revolución!

—No sé ni cómo te atreves a bromear sobre todo eso… Asja, créeme: fue una pesadilla. Menos mal que nos avisaron a tiempo y tomamos el primer barco a Europa —refunfuñó Helene—. ¡Siempre igual, Bert! Voy a por más té y algo para merendar… ¡Me ponéis de los nervios!

Bertolt acercó su butaca a Asja y se dispuso a completar sus batallitas. Manoseaba uno de sus puros mientras Asja observaba alrededor, distraída. Había una estufa de cerámica blanca, más estanterías bajas medio vacías, algunas máscaras en la pared. Junto a ellos, sobre un taburete, reparó en los tomos apilados de las obras completas de Lenin. ¡Cuántos recuerdos! Encuadernadas en cuero rojo. Al lado, otra pila con volúmenes más finos de poesía, Spinoza, Leibniz, su amigo Bloch. Y un ejemplar de Calle de dirección única . Aquel librito tenía muchos años, pero la portada, de su amigo Sasha Stone, se había conservado bien. Admiró el brillo de esas señales de tráfico rojas en forma de flechas y superpuestas, con el título dentro: seguían preciosas, apenas un poco descoloridas por el polvo, se dijo tras separarlo de la pila, con cuidado de no tirar los otros libros. Lo había abierto con la respiración contenida. Sí. En efecto. Tal y como lo recordaba. Ahí estaba la dedicatoria para ella en ese extraño librito publicado en Berlín en 1928: «Esta es la calle de Asja Lacis, la ingeniera que la ha abierto en el autor».

Ese libro sobre las rodillas era un viaje, un mapa de las sendas múltiples por las cuales dos destinos se habían empeñado en avanzar, sin éxito. Ella y Walter. Su mente se anegó de recuerdos, impresiones sin relación entre sí que borboteaban como un rato antes el agua de la tetera, y Asja no hubiera podido explicar nada de aquel torrente… Sin embargo, no le había pasado inadvertido a Bertolt que ella había demudado la expresión, que hablaba por sí sola.

—Los viejos tiempos, Asja, los viejos tiempos... ¡Pobre Walter!

—¿Sabes por dónde anda? —preguntó, sin apartar los ojos de las páginas que pasaba, ceremoniosa—. Tampoco he logrado localizarle aún... Eres mi primera visita de esos viejos tiempos. De momento he escrito a una amiga de su hermana Dora, y a la universidad, para que le cuenten que me concedieron la libertad hace unos meses y que estoy en Walmiera...

—Asja… ¿Nadie te lo ha dicho? Walter se quitó la vida.

—…

—Fue en otoño de 1940.

De esta manera le había correspondido a Brecht informar a Asja de que ya no hacía falta que tratara de localizar a Walter. Un escalofrío con quince años de retraso.

Fue como si Brecht hubiera tomado el cerebro de Asja con sus finos dedos y se lo hubiera sacudido. Le costó reaccionar. Conmocionada, su rostro palideció. El sol brillaba exactamente con la misma claridad que un instante antes a través de la ventana, pero, con los ojos empañados, no lo veía. Ambos callaron durante unos segundos que parecieron horas hasta que, al cabo de nadie podía precisar cuánto tiempo, Bertolt carraspeó y trató de dar detalles. Como si eso sirviera de algo. Los detalles, esos avales de veracidad, podían quizás ser un buen escudo para esconderse de las emociones, para evitar que los subyugaran, pensó él. Lo pequeño contra lo diminuto como veladura.

—… Walter trataba de escapar desde junio de ese año. Francia se había rendido ante Hitler y ya estaba a punto de cruzar los Pirineos hacia Estados Unidos… Pero no llegó ni a salir de Portbou. La versión oficial es que se suicidó, acosado por la policía franquista. También se habla de asesinato… Pensaba que a estas alturas alguien te lo habría dicho.

Helene había vuelto. Colocó la tetera sobre la mesa y apartó el cenicero y las tazas con mucho estruendo.

—Pobre Walter. Tu amado erudito… —entró en la conversación.

Ni siquiera la miraron.

—Mira que suicidarse… Me han contado que puso en peligro a quienes lo acompañaban. Su manía de no querer separarse de sus libros y papeles acabó con él. ¡Qué muerte tan estúpida…!

El parloteo de Helene, la brevedad desdeñosa de sus afirmaciones, esa manera de repetir como un eco «pobre, pobrecito Walter, qué cobarde, qué muerte tan estúpida…» fue el sonido de fondo del más grande, el más pródigo en consecuencias, el más definitivo hallazgo de la vida sentimental de Asja. Ella, la fría bolchevique, descubría, a medida que recuperaba el aliento, que tenía corazón, que había amado. ¡Había amado tanto a Walter…! Lo había amado durante casi treinta años; tanto, que sentía vértigo de pronto por no poder recordar ni el color de sus ojos; tanto, que se le cayó el libro de las manos.

Le temblaba la barbilla y tenía los ojos humedecidos. Asja siempre había sabido qué hacer con el espacio. Marcharse lejos. Escapar. Pero ahora no sabía qué hacer con todo ese tiempo que acababa de calcular ni con la grosera actitud de Helene. Aquella noticia y el modo en que la había recibido eran un sarcasmo del destino, un monstruo astuto y traicionero con fauces, un horno que acababa de incinerar las fuerzas de Asja.

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