Roser Amills Bibiloni - Asja

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Berlín, 1955. La directora de teatro letona Asja Lacis, que ha pasado diez años en un campo de trabajo de Kazajistán y vuelve con el alma rota, visita a su viejo amigo Bertolt Brecht. Tras una breve conversación en la que ambos intentan ocultar sus miserias, Bertolt le comunica a Asja que ha muerto el amor de su vida: Walter Benjamin. Un torbellino de emociones empuja a Asja hacia los recuerdos agridulces de su relación con uno de los filósofos europeos más influyentes del siglo XX.
Esta novela recupera la figura de Asja Lacis, una mujer desconocida para el gran público, cuyo potencial se quiso negar y cuyo talento se buscó reducir a mera anécdota, a un epígrafe en la vida de un hombre sabio. Asja nos habla de las contradicciones del amor libre en una época de libertades mermadas, y de cómo una personalidad puede resistir las mayores atrocidades y sucumbir ante un callejón sentimental sin salida.

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Pero reaccionó. Agarró a Helene del brazo.

—Heli, no te permito… ¿Cómo te atreves? ¡Qué sabes tú! ¿Y si no fue cobarde? ¿Y si nada fue como lo imaginas entre nosotros?

—Querida, no te pongas así conmigo. —Helene tenía miedo, y por eso atacó—: Tú fuiste la que peor lo trató. ¡No sé a qué viene esta reacción!

Bertolt negó con la cabeza, se ajustó las gafas con el índice manchado de nicotina y se incorporó de su butaca para tomar las manos de Asja y apartarla de su esposa. Estaban heladas.

—Déjalo ya, Heli, ¡no es el momento!

Helene tenía información para humillarla. Eso era lo malo de haber tenido esa amistad extraña con ella, esas eran las consecuencias de tantas confidencias. Era como haberle entregado una pistola y haberse sentado a esperar a ver si apretaba el gatillo. Y sí: Asja le había dado munición de sobra.

—Bertolt, ¡no me grites! Sinceramente, os excedéis conmigo. Solo decía que Walter gozaba, efectivamente, de gran prestigio entre quienes le frecuentamos, pero era un perdedor... —Le ardían las mejillas—. ¡Anda, esto me pasa por ser sincera! ¡Calmaos y no me miréis así!

—¡Cálmate tú, Helene! —la reprendió Asja, con una mirada fulminante y la voz quebrada—, y no pretendas darme lecciones de sinceridad. ¿Qué tal si dejas tú de criticar a tu marido a sus espaldas, por ejemplo?

Un golpe bajo.

Bertolt miraba al frente y seguía con las manos de Asja entre las suyas. Ambos tomaron conciencia de la música que había sonado todo el tiempo: era jazz. Helene, en cambio, se colocó las manos sobre la boca, se levantó y escapó abochornada a la cocina. Había dado un portazo.

Los detalles no estaban sirviendo de mucho. Brecht prendió un fósforo para su cigarro, sin llegar a hacer tampoco nada con él.

—Disculpa, Asja. No pensaba que...

—Yo tampoco, Bert.

El frío que trepaba por las delgadas piernas de Asja se detuvo en el estómago. Recogió el libro del suelo y lo dejó sobre la mesa, sin mirarlo. Otra arcada. Cruzó los brazos con la cabeza gacha y no dijo nada.

—Lamento que te lo hayamos dicho así —se compadeció Bertolt— y tienes razón: Heli y yo hemos sido un par de idiotas. Poco sabe nadie de por qué se quitó la vida en Portbou, qué pasó... Sus hermanos, Georg y Dora, fueron hechos prisioneros y también están muertos, y la última vez que vi a Walter fue en mi casa, en Dinamarca, y discutimos. De eso hace ya casi veinte años…

Había invitado a Walter a casa y este se presentó al cabo de un año, muy mal vestido, más delgado. Según Bertolt, se había convertido en un hombre viejo con camisa ajada, corbata arrugada, pantalones de dos tallas menos, pero con la cadena del reloj de oro de su padre: casi lo único de valor que había logrado conservar a pesar de las penurias. «Walter, tendrías que hacer algo para ganar dinero; no sigas así», le dijo; pero él tenía una opinión diferente. «La solución no es trabajar más, Bert, sino dejar de trabajar para el capitalismo.»

—Estaba irascible y paranoico. —Como bien sabía Asja, ambos eran expertos en buscar querella por motivos de poca envergadura—. Dijo que mi obra ayudaba a los fascistas, imagínate, y se empeñó en llevarse a París los centenares de libros que Helene y yo le habíamos guardado durante años. Después apenas mantuvimos contacto. Esas reseñas y revisiones de piezas mías… Me enteré de su muerte por una absurda necrológica que publicaron en un periódico yidis. Ni que la hubiera escrito el gran Kafka: «Trágico suicidio del profesor Walter Benjamin, el famoso psicólogo universitario».

De camino a la estación, tras despedirse de Helene y Bert con todas las disculpas de que fue capaz por la desagradable escena que había protagonizado en su salón, y para escapar de la ansiedad, del sincero dolor de quien sabe que ha fallado de un modo irremediable, Asja respiró hondo, se secó los ojos y se sonó la nariz, la cara vuelta como un ávido girasol hacia los cuervos que giraban y giraban como esa impresión en la boca de su estómago. Ese caldo macabro, ese hedor de las plumas de los pequeños carroñeros que cazaban las compañeras de barracón menos remilgadas, y luego ¡a ver quién roía más aprisa los huesecillos! Junto a los cadáveres apilados del campo de internamiento, los cuervos habían llegado a ser casi tan abundantes como las ratas; nunca escaseaban. Los prisioneros se desmoronaban de hambre, la gente comía hierba, cola de carpintero, hervía el cartón y los cinturones, ¡y los libros!…

Un libro había propiciado el descubrimiento de la prematura muerte de Walter: un libro visto, vivido y soñado, un libro amontonado entre muchos otros, como la miseria de esa ciudad que había conocido luminosa y ahora estaba embrutecida, miserable. Todo, todo se resumía en esos graznidos acusadores y patéticos que le hacían sentir que cualquier movimiento, incluso el de los mechones sueltos sobre su frente, mecidos por la brisa, estaba saturado de infinito deber de redención. Ruinas por todas partes y así estaba ella: demolida. Y no, se dijo: no había sido en absoluto una muerte inadecuada, la de Walter, si consideraba convenientemente esa frase suya que recordaba tan bien: «¡Sobre un muerto nadie tiene poder!». Preferiría estar muerta. Había vivido equivocada aquella relación: no habían sido amigos. No. ¡O sí! ¿Por qué se sentía tan mezquina? Por supuesto, Asja tenía defectos, desde siempre: a veces era demasiado dura. Pero él la eligió y… Asja había estado sola toda la vida y, ahora que ya no podía, quería con todas sus fuerzas volver a él para dejar de estarlo. Ahora: justo cuando ya era imposible y los recuerdos eran un tornado que la arrastraba en completo desorden; uno en el que por fin cobraría sentido también esa palabra alemana —sucedía: la palabra se encendía en su mente como las bombillas tras los bombardeos—que él había explicado con extrema paciencia y simpatía, tan irresistible durante aquellas vacaciones que pasaron en Nápoles; esa que ella había dicho que sí, que la entendía, pero no. Sehnsucht . Cobraba sentido, parpadeaba, le hacía guiños. Ahora. Sehnsucht . Podía verlo. Significaba a la vez soledad y carencia, dijo Walter, añoranza y desamparo, y le recordó la cabeza repleta de alfileres. Dolía buscar a Walter en los recuerdos. Ahora, por fin, ese dolor de recordar la invadía, más feroz que el viento que agitaba las ramas semidesnudas de los árboles. Qué insistencia: sí, sí, Walter se había suicidado, sí, pero lo peor era que quizás Helene tenía razón. Por mucho que le rechinaran los dientes de rabia por haber tenido que escucharla, la evidencia tiraba de sus reflexiones para levantar el velo y poner al descubierto todo el amor y la angustia que se agitaban en su interior como una blasfemia: Asja lo había traicionado. Pese a su profundo afecto por Walter —tan parecido al afecto que había sentido en su vida por otras personas a las que juzgaba excepcionales y a las que también había perdido—, en definitiva, lo había tratado mal.

Walter y Asja. Durante décadas se habían cruzado para tocarse a veces, para hacerse cosquillas y arañazos, y ahora llevaba en el bolso el liviano libro de Walter que era ya lo único que había conservado Brecht de él en su biblioteca: eso y un pesado sentimiento de culpa que no le permitía andar sin encorvarse. Aquel libro… Era un guiño que escondía otros, y olores específicos, y el tacto, y las risas y las señales; a ratos cómplices y a ratos compartiendo solo unas anécdotas y no otras, un camino que nunca fue seguido por ambos de la mano, dos caminos, dos despropósitos... En momentos así, las posesiones se transforman en símbolos de nuestro júbilo, nuestras represiones o frustraciones. Bert le había dado el libro en el portal como si le entregara con él un último reproche infinito, y tan afectada se quedó Asja que había olvidado darle las gracias. ¿Cómo hablar? Apenas había podido pellizcarse con disimulo el labio con los dientes para no llorar, ansiosa por marcharse. Calle de dirección única, como sus pensamientos: una calle de dirección única que ya solo podía llevarla hacia Walter. Quizás era eso lo que él había querido expresar con ese título. Walter era ahora el único camino del que Asja lamentaba haberse desviado. «Tengo que hacerlo», susurró, como si decirlo en voz alta la ayudara.

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