Roser Amills Bibiloni - Asja

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Berlín, 1955. La directora de teatro letona Asja Lacis, que ha pasado diez años en un campo de trabajo de Kazajistán y vuelve con el alma rota, visita a su viejo amigo Bertolt Brecht. Tras una breve conversación en la que ambos intentan ocultar sus miserias, Bertolt le comunica a Asja que ha muerto el amor de su vida: Walter Benjamin. Un torbellino de emociones empuja a Asja hacia los recuerdos agridulces de su relación con uno de los filósofos europeos más influyentes del siglo XX.
Esta novela recupera la figura de Asja Lacis, una mujer desconocida para el gran público, cuyo potencial se quiso negar y cuyo talento se buscó reducir a mera anécdota, a un epígrafe en la vida de un hombre sabio. Asja nos habla de las contradicciones del amor libre en una época de libertades mermadas, y de cómo una personalidad puede resistir las mayores atrocidades y sucumbir ante un callejón sentimental sin salida.

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—Bert, tienes visita —gritó casi, con tres tazas en una mano como un ramillete, el mentón levantado. Agria.

Entonces él se volvió y escrutó a Asja con la cabeza ladeada y una sonrisa enorme. Se alegraba de verla tan altiva y bella como siempre. La había perseguido durante años, había recurrido a todas las tácticas que conocía para llevársela a la cama. Brecht era bueno en el arte de seducir mujeres: utilizaba la poesía, sus influencias, su astucia, de muchas y originales maneras.

Sin embargo, para su consternación, nada había funcionado. Encantadora y divertida, Asja lo había detenido siempre a kilómetros de cualquier puerta de dormitorio. Así habían logrado cultivar una confianza franca e infinita que Helene no había podido comprender ni soportar, por mucho que hubieran conversado a lo largo de los años para tranquilizarla.

—Querida Asja, ¡qué alegría verte! —dijo Bertolt, casi a la carrera hacia ellas, esquivando jarrones y alfombras enrolladas—. ¡Hermosa, ven a mis brazos!

Ahí estaba, con los brazos abiertos, los hombros cargados y menos pelo, tras sus gafas de montura de alambre, con el rostro más enjuto y huesudo.

Tras estrujarla con fuerza, con una mano sobre el hombro y otra en la cintura, la llevó a un rincón del salón casi en volandas, hacia una amplia ventana con vistas al cementerio de Drotheenstadt. Helene los siguió. En el lado opuesto, como centinelas, dos estelas chinas y el retrato de un Marx rechoncho y coloreado como las estampas de los santos.

—Hacía muchísimo que no sabíamos de ti: fue una alegría que anunciaras que por fin venías a visitarnos. ¿Tan bien te han tratado en Siberia?

Bromeaba mientras le ofrecía una butaca de las cuatro que había alrededor de la mesita redonda. Asja apagó el cigarrillo en un pesado cenicero de mármol blanco que tenía una cajita de fósforos al lado, con la que pensaba encenderse otro de inmediato.

Rebuscó en su bolso como si no lograra encontrar el paquete de tabaco: era su manera de sacudirse la inmensa pereza de responder. Desde que había salido, cada vez que visitaba a un amigo se sentía como si le revisaran las heridas.

—Bien, bien, no puedo quejarme. Conservo la vida: no es poco —arqueó una ceja pícara y esbozó una sonrisa forzada—; pero reconozco que me ha pasado factura el clima.

Brecht le dio una palmadita en el hombro y le rogó que se pusiera cómoda. Lo que le había sucedido a Asja no podía compararse a nada de lo que habían vivido él y su esposa, se dijo, mientras la miraba a los ojos. Cuando Asja bromeaba parecía más joven, pero si sonreía era una anciana desdentada. Con sesenta y cuatro años, había encanecido casi por completo y su piel estaba arrugada y pálida, pero sus pómulos y el brillo de sus ojos eran cautivadores. Sin embargo, las hinchadas piernas denunciaban que el escorbuto había pasado una buena factura a su salud, así que volvió a su rostro: brillaba a pesar de los trabajos forzados en el campo en Kazajistán.

—Algo nos contaron de que un tribunal militar te había sentenciado, de modo inesperado y expeditivo, a años de trabajos forzados por haber actuado como espía para los alemanes. ¡No podíamos creerlo! Como cuando nos dijeron que habían asesinado a Trotsky en México, o que la bella Tsvetáyeva se había suicidado colgándose de una viga…

—Sí, así es, Bert.

—¿Por qué te arrestaron?

—¡Qué más dan los detalles! Tuve una visita de la NKVD en Riga y me arrestaron con vaguedades como que mi amistad con intelectuales alemanes me hacía sospechosa.

—Es un milagro que hayas sobrevivido. Diez años en esas condiciones… ¿Cómo lo hiciste?

—Si no te importa, prefiero no hablar más de todo aquello.

—Vaya, no tiene buena pinta… ¿Te han soltado para que nos espíes?

La taza de Asja vibró ligeramente y la dejó en el platillo.

—¿Tú qué crees, Bert?

Bertolt se echó a reír, a sabiendas de que no era el primero que le hacía esa pregunta, pero veinte años de marxismo militante juntos le daban derecho a poner sobre la mesa sus sospechas. No iba a rendirse. Bien sabían ambos que en el socialismo real la palabra voluntario significaba que, si no hacías lo que se te pedía, el Estado caía sobre ti y tu familia. No era tan descabellado pedirle cuentas a su amiga…

—No te rías, Asja; me harás bajar la guardia. Veamos, no serías la primera que sale con vida de un campo de trabajo con una misión turbia que luego se descubre, o no… ¡En fin, no me lo cuentes, si no quieres! Así podré pensar lo que me plazca. Se dice que Reich y tú...

Se miraron. Bert trataba temas delicados. Muchos camaradas habían desaparecido en las fauces insaciables de los gulags en pocos años. Pero había que alegrarse de que Asja hubiera logrado salir con vida.

—Resulta gracioso constatar que, aunque en todo ese tiempo no pude siquiera avisar de que seguía viva, los rumores han recorrido miles de kilómetros.

—Y eso que las mentes curiosas no tienen buena prensa en la República Democrática Alemana, Asja… Pero, querida, los rumores han sido nuestra fuente de información durante toda la guerra y no hay manera: no nos recuperamos de tan vergonzosa costumbre. —Bertolt soltó una carcajada.

Asja admiraba la agudeza de Brecht y recordó lo placentero que era conversar con él; y él, lo tozuda que era ella. Pero a Asja no había nada que le apeteciera menos que evocar esos diez años de vacaciones forzosas. Así llamaba a su reclusión en la estepa del hambre.

—He decidido recuperar el contacto con lo que era y, sobre todo, volver a trabajar: dejar aquello en un vago recuerdo y mirar adelante.

—¿Olvidar el gulag?

—Sí, olvidar.

—¿Te lo han pedido los del Ejército Rojo? No será una tarea sencilla. Tal y como van las cosas, los que estamos tentados de olvidar enseguida comprobamos que no se puede.

—¿Sigues en el Partido, Bert?

—El Partido pronto ya solo seremos nosotros, Asja. Tú y yo. Así que si tú no me hablas de Siberia, no hablemos tampoco del Partido… Cuéntame qué haces en Letonia: será mucho más agradable.

—He retomado los talleres de teatro. Mientras no hable de política ni me meta donde no me llaman, me dejarán vivir de ello en paz.

Ganaba poco y pasaba hambre y frío, pero mantenía su mente activa. Eso sería bueno para no pensar, reconoció Bertolt, y en esa coincidencia empezaron a relajarse. Hablar de trabajo era cómodo y la conversación fluyó en esa dirección: la exdirectora del teatro letón Skatuve y el fracasado dramaturgo convinieron lo amargados que estaban tras esos años de guerra y penurias. ¡Pero vivos! Y con puestos de trabajo bastante decentes.

—¿Y cómo está el bueno de Reich? —se acordó de pronto Bertolt—. Me comentaron que buscaba actores en Berlín no hace mucho, que prepara muchas obras de teatro, pero no he logrado comunicarme con él.

—Estuvimos separados durante un tiempo… —manifestó, críptica, como siempre que hablaba de sus amantes—. Ahora vive conmigo en Letonia.

—¿Os van bien las cosas por ahí?

—El viento tumba a las vacas porque no hay grano con que alimentarlas y pronto nos tumbará a nosotros, pero siempre hay soluciones para todo. Tenemos nuestros contactos y salen los contratos... Va, cuéntame algo de ti, Bert; esto parece un interrogatorio.

—¡Con lo que fuimos tú y yo, Asja, y míranos…! Poco tengo que contar, aparte de este proyecto que ahora lo es todo para mí.

Su paz, el descanso del guerrero.

Señaló con una sonrisa el cartel de un metro de alto que tenía a su derecha, uno que el pintor Pablo Picasso acababa de dibujar para su compañía de teatro, ese Berliner Ensemble del que había hablado antes Helene. En el cartel, cuatro rostros rodeaban una paloma blanca con una ramita de olivo en el pico, dibujada de un solo y ágil trazo.

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