–“Anhelo del horizonte”, claro, porque a los espinillos les flota ese anhelo cuando se borra el tronco y queda la copa flotando... Eso visto a la lejanía, por cierto... Y el espinillo tiene algo de, cómo le diría, no de triste sino de melancólico, y unos viajeros ingleses lo dijeron, esto no es cosa mía solamente, dijeron que Entre Ríos está envuelta en una melancolía de espinillos... Cuando el espinillo tiene flor es otra cosa, pero cuando no la tiene... “Y un solo vuelo mancharlos”, dice acá, y fíjese qué curioso que un vuelo de pájaro pueda manchar esa soledad de agua y esa transparencia que viene del agua al aire. Y eso yo lo sentí, sentí el canto de un pájaro y dije: “Ve, parece que se mancha la tarde”. Porque a la media tarde los espinillos parecen conversar con la luz. Y se condensa en ellos la soledad de la tarde, y fíjese que esto no es cosa mía solamente, porque muchos lo han notado. Un amigo mío me dijo que en el Chaco los espinillos no dan esa sensación de concentración que dan los de acá...
–Lea el poema a Gerarda, Juan –pidió el amigo. Y añadió que Juanele la conoció a Gerarda Irazusta cuando ella tenía catorce años (se casaron cinco años después) y que al verla por primera vez en una plaza de Gualeguay le escribió este poema:
–“Ella iba de pana azul entre las manzanillas”, dice acá. Y la sombrilla sobre su cabeza venía como a defenderla del amor de octubre, claro, porque la cara de ella quedaba en penumbra. ¿De qué color era la penumbra? –Se quedó pensando–. Y aquí habla de “toda la abeja del aire”, porque sus labios eran la flor... Y claro, ella tenía como vergüenza de su propia inocencia, en esa edad de jacinto...
Pasó unas páginas y leyó:
–“Venía de las colinas”. Porque de pronto acá las colinas, fíjese, ya no son azules sino celestes, aunque celeste grave, por cierto..., aunque el cielo gravita en tal forma que se ponen así... “En el aire triste de su vuelo vago”, dice, por la poesía que vuela hacia mí... Pero la rosa del día no se iba sola esta vez por el río... ¿Por qué la tristeza?... Ah, y aquí está “Las flores de los paraísos”, esas flores tan chiquitas que no se distinguen nada de la brisa y tiemblan... Pero claro, estas son cosas incomunicables, ¿no?
Y nuevamente la extraña memoria me trajo un recuerdo literario: un cuento de Hoffmann, El caballero Gluck, en el que el fantasma del músico revisa febrilmente las partituras y corrige, corrige con su mano de sombra... como corregía Juanele sus poemas íntimos y ajenos, reconociéndolos, extrañándolos. Entonces el amigo abogado y el muchacho de ojos celeste-colina le rogaron a Gerarda que leyera el poema del tiempo de la inundación, ese que comienza: “Estamos bien, mi amiga”.
–Ah –dijo Juanele–. Gerarda es mi mejor lectora.
–Son ustedes los que ponen lo suyo al escucharme–respondió Gerarda–. Yo leo así no más, discretamente.
Y comenzó a leer y a dibujar con su voz la evocación de una tarde en la que ambos estaban en su casa, bien, serenos, leyendo a e. e. cummings y escuchando a Debussy, mientras en los campos la gente se moría de frío entre las aguas. Leía discretamente, es cierto, y esa temblorosa hondura, suave, suavísima, inesperada en la mujer amable pero fuerte, de cabellos grises, provocó una tierna sensación casi vecina del sufrimiento. Es difícil hallar una imagen tan clara del amor, y es difícil no llorar al encontrarlo. En ondas sobre el cielo pasó una formación triangular de patos sirirí. Había golondrinas sobre los postes.
–Ay, pobreciiiitas, no se fueron a California, se van a morir –se lamentó Juanele.
–No, no se van a morir porque las que no se van tienen nidos –contestó el estudiante de los ojos y el mate.
–¿Y cuando tienen nidos no se mueren? –pregunté.
–No, no se mueren, tienen por qué vivir –respondió nuevamente el discípulo del frágil viejecito, que, mientras tanto, canturreaba en secreto, como un grillo, mmmmmm, mmmmmm, sorbiendo de a ratos una gota pequeña, o una pizca de humo.
Anochecía, y se escuchaba perfectamente a las margaritas crecer en el jardín.
La Opinión,
6 de abril de 1978
5Salvadora Medina Onrubia nació en La Plata pero vivió toda su infancia y adolescencia en Gualeguay, Entre Ríos, donde fue amiga de Juan L. Ortiz (ella era dos años mayor que él).
Entrevista a Sara Gallardo
Me contaba su vida con el aire preciso de estarse refiriendo a alguna vida interesante, sí, y por momentos hasta querida, pero no suya: de otro, o de otra. Y resultaba fascinante ir reconociendo, en esas fluctuaciones entre la distracción y la calidez, los rasgos de su estilo. Una escritora que puede llegar amplia y generosamente hasta el límite de lo poético, y detenerse con elegancia (interior) que impide resbalar, más allá de ese límite, hacia el patetismo. A veces áspera, cortante, a veces extremadamente gentil pero pensando, a todas luces, en otra cosa, ni ella misma en persona, ni su escritura conseguían (consiguen) sin embargo disimular el hecho básico de esa vida que me contó. Sara Gallardo es como aquellas heroínas de las novelas “de antes”, heroínas íntegras y de una sola pasión. Si la existencia cotidiana y la literatura actual evolucionaron o degeneraron hacia formas blandas y hasta pringosas del “más o menos”, ella no. Juegos de ingenio, humor ácido y agresivo, nada alcanza a esconder la impresionante faz heroica y apasionada (“mística”, dice la propia Sara) de esta mujer muy bella, muy extraña, capaz de pronunciar con absoluta veracidad la menos habitual de las palabras: “definitivamente”.
“Nací el 23 de diciembre de 1933 –comenzó (rareza número uno: nadie le estaba preguntando la fecha)– y pasé mi infancia en la chacra de los Gallardo en Bella Vista, una casa maravillosa con un enorme parque lleno de árboles emocionantes y pájaros y citrus con azahares y todo eso. Era como el Paraíso, y duró hasta que mi hermano y yo fuimos expulsados, por esas cosas abyectas que suceden en las familias. Somos seis hermanos: el mayor vive en París, es un gran cantante de cámara y pasó años trabajando como payaso en un circo. Estoy muy unida a él, ambos somos capricornianos. Tengo otro hermano poeta, Miguel, otra hermana que es una señora hermosa, otro que es el director del suplemento literario de La Nación (Jorge Emilio), y después la menor, madre de cuatro hijos, que es el consuelo de mis padres.
”De chica, siempre estuve enferma, lo cual era fantástico porque me podía quedar sola en la cama sin que nadie me hablara. Me recibí de asmática bronquial histérica, síntoma unido al misticismo precoz y a una percepción desviada de la realidad. Estudié tres años economía doméstica (costura y bordado) porque mi padre pensaba que eso era lo único capaz de salvarme. A los once años escribí mi primer poema, donde rimaba flores con olores. A los diecisiete ya escribía poesías atroces en las que todo era de color violáceo, qué asco, y que obtuvieron un éxito inmenso dentro de la familia. Después me casé con Luis Pico Estrada, de quien tengo dos hijos, uno de diecisiete y otro de dieciséis años. A los veintitrés años me convertí en una niña prodigio gracias a la publicación de mi primera novela, Enero, que era realmente muy buena. Tuvo un doble éxito porque encantó tanto a los conservadores como a los izquierdistas.
”En el 55 empecé a trabajar como periodista, hice muchos viajes en calidad de tal y en calidad de escritora, y una vez más tarde en calidad de señora (con Héctor Murena, cuando ganó la beca Guggenheim). Anduve por países árabes, Grecia, Turquía, mandando notas a la revista Atlántida, que por ese motivo se fundió. Fue muy divertido. Después me divorcié. En 1963 publiqué Pantalones azules, un opio de novela, que causó decepción general aunque ganó el tercer premio municipal. Ese mismo año conocí a Murena. Empezó una época de gran actividad: a la tarde trabajaba como redactora de Primera Plana y por la mañana escribía Los galgos, los galgos, mi primera novela gruesa aunque sin mérito de gruesa porque le sobran unas 40 páginas. Pero ganó muchos aplausos y me sacaban fotos y yo aparecía contenta y feliz, con pestañas postizas, y eso era en el 68. Se hicieron cuatro ediciones de Los galgos..., que tuvo el primer premio municipal y el Gran Premio Necochea de novela.
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