Nicolás Lavagnino
Los nadies de la luna
Lavagnino, Nicolás
Los nadies de la luna / Nicolás Lavagnino. - 1 aed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4188-91-5
1. Narrativa Argentina. I. Título
CDD A863
© Lavagnino, Nicolás
Primera edición, octubre de 2021
Edición
Daniela Portas
Diseño y diagramación
Lara Melamet
Corrección
Martín Vittón y Karina Garofalo
Conversión a formato digital: Libresque
Hecho el depósito que establece la ley 11.723.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin la autorización por escrito de los titulares del copyright .
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Hay una melodía en las olas del mar
y una armonía en la lucha de los elementos
y un armonioso rumor musical
corre por las cañitas ondeantes.
Hay una armonía indestructible en cada cosa
una consonancia plena en la naturaleza
sólo en nuestra fantasmagórica libertad
reconocemos el desacuerdo con ella.
¿De dónde proviene este desacuerdo?
¿Será porque en el canto universal
el alma no canta aquello que canta el mar,
y, caña pensante, se rebela?
FIÓDOR TIÚTCHEV
I. Historia de tres pestañas
Tenían los dedos fuertemente apretados. Pulgar contra pulgar, mientras se formaban las palabras. En la boca de una de las chicas se susurraba un deseo. La otra simplemente presionaba las yemas, con una sonrisa entreabierta a la espera de que el tiempo pasara. Desde atrás, al fondo, Sara observaba la escena. El colectivo estaba a medio llenar en ese momento del recorrido. Todos los otros pasajeros fugaban en miradas desatentas, dirigidas hacia la superficie hueca del mundo exterior, o en dirección a la profundidad oscura de las pantallas de los celulares. Pero para ella no había nada más, ninguna otra cosa digna de ser observada. Tenía que bajar pronto y no quería irse sin ver quién había ganado.
Al separarse las manos, la pestaña estaba en el pulgar de la que antes había susurrado al desear. La otra hizo un remedo de protesta, como si le hubiera chistado al vidrio que traía el mundo de afuera, mientras la ganadora dejaba ir el trofeo por el escote de la remerita que llevaba por debajo de la campera.
Habían pasado Rivadavia hacia el norte. Sara tenía que bajar en Salguero justo antes de la plaza. Pero no podía dejar de mirar en dirección a las dos chicas. La que perdió ahora también se escapaba por la ventana. La ganadora, del lado del pasillo, la miraba en el perfil, como si ese fuera el deseo que había pedido. Poder observar un instante por una eternidad. La plaza se pasó, mientras Sara estaba tiesa, con la mano puesta sobre el llamador, pero sin ser capaz de activarlo. Parada justo atrás de la que miraba a la otra mirar, sin poder tocar el timbre, sin poder hacer nada.
El instante se interrumpió cuando la ganadora la miró, y se descubrió observada. Ahí Sara se asustó y apretó el botón, apurada, sin siquiera pensar en qué punto del recorrido entre las paradas estaba, y la otra se percató de lo que estaba pasando.
Habría sonreído con cierta malicia, si no hubiera sido que en ese momento la perdedora dejó de huir y miró en dirección al pasillo, hasta redescubrir a su compañera en la escena. Entonces el foco de atención volvió a cambiar para ellas, porque surgió una mirada que se iba angostando en una tierna y secreta dulzura, a medida que la mano de la de la ventana se posaba en el rostro blanco de la del pasillo, avanzando con la yema del índice hacia la próxima pestaña.
A la altura de Corrientes se bajó. No quería estar ahí cuando el siguiente deseo fuera formulado.
Volvió las cuadras hacia atrás, confundida por el recuerdo de la escena. La esperaba Elena, con las carpetas del día, en la puerta del negocio. Había llegado antes, evidentemente, y para ganar tiempo había tomado los folios del mostrador. El primero era cerca. López, en Rivera, dijo. La distancia justa. Unas diez cuadras. Demasiado poco como para volver a subir a un colectivo. Lo suficiente como para caminar tranquilas, observando la pausa de los árboles, comentando los detalles del perfil.
Arrancaron en silencio. Luego comentaron nimiedades. Por un instante Sara pensó en contar la historia del juego de las pestañas. Pero se contuvo. No quería abundar en eso. En esos detalles que la llevaban demasiado pronto a un recuerdo. Uno en particular.
Habían terminado de coger. Ella se volvió a buscar el vaso de agua en la mesita de luz, mientras Ariel simplemente se dejaba estar en la cama. Bebió mirando en dirección al cuerpo todavía agitado del otro. Él la miró y se dio cuenta de algo. Tenía una pestaña, que amenazaba con entrarle en el ojo desde el pómulo derecho. Se la sacó sin delicadeza, y ahí ella sintió un estremecimiento, un frío amargo que le sopesaba los párpados. Él se dio cuenta de que algo le pasaba. Preguntó, sin preámbulos. Ella estiró la mano intentando recuperar la pestaña, como siempre. Pero él la apretó entre sus dedos, como si pensara que era un robo así nomás. Juguemos, le dijo. Y salió con lo del deseo.
¿Dónde va a guardar la pestaña el que gane?, dijo ella. Estaban desnudos, a fin de cuentas. A él se le ocurrió darle un giro al juego.
—Si gano yo, la paso por tu pecho. Y si ganás vos, la escondés en mi cuerpo donde se te ocurra.
Se rieron. Ella pensaba a mitad de camino entre señalar que así no se juega, y preocuparse de veras, porque necesitaba esa pestaña. Las pestañas recién salidas se sienten más. Duelen más. Se soplan más. Lo sabía. Lo sabía desde chiquita, cuando las sensaciones habían comenzado a manifestarse. Lo sabía porque podía sentir la compresión fría de los dedos de Ariel en algún nervio de esos que recorren el perfil de un rostro. No quería decirle. No a Ariel. No así.
Apostaron y ella ganó. Como siempre. Porque siempre ganaba. De chica tenía una técnica infalible. Desde chica más bien, porque nunca había dejado de hacerlo. Antes de apostar, antes de susurrar, antes de imaginar las cosas, simplemente le daba largas al asunto, mientras se frotaba contra la ropa la yema que iba a participar del evento. La cargaba de electricidad, hasta que sentía que la punta del dedo le estallaba de ardor. En ese momento se unía al dedo adversario, en plena intensidad apenas perceptible. Podía sentir cómo la pestaña se imantaba al cuerpo, alegre de regresar a casa. Rara vez fallaba.
Pero aquella vez no pudo frotar. No quiso frotar. Ariel estaba listo desde el arranque comprimiendo la pestaña entre las estalactitas de su mano. Ella, en cambio, se distrajo recordando aquel día en que Gaby, con ese olfato que tienen las hermanas menores para delatar los engaños de las mayores, se dio cuenta. Le dio un coscorrón precautorio primero, cuando la vio frotándose o empezando con eso. ¡Así no se juega, Sara!, decía, y se reía. Sin dar vueltas la acusó de traidora ante el tribunal que formaban ellas dos en ese momento. Como no pareció prosperar, la acusó luego ante la madre, que intentó transmitir de todas las maneras posibles su profundo desinterés en el tema. Todo había empezado en la habitación que compartían. Perdida por perdida, bajó hasta la cocina y volvió a subir, iracunda ante el engaño y la indiferencia. ¡No seas así, Gabriela!, le insistió Sara un par de veces, sin resultado, acentuando lo más posible la pronunciación del nombre completo, en particular de la e .
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