Nicolás Lavagnino - Los nadies de la luna

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"Un gesto advertido por azar en un transporte público —dos chicas uniendo sus pulgares para competir por la pestaña de la suerte— desata en Sara la evocación de ese mismo juego repetido a lo largo de su vida. Es el punto de partida para que, paradójicamente, la protagonista se detenga sobre aquello que, aún desprendido, sigue haciéndose sentir.
Los nadies de la luna nos invita a componer o recomponer una constelación de retazos dispersos hechos de recuerdos, asociaciones, intertextualidades, historias que se abisman. La operación «rescate y reconstrucción» empieza por la protagonista, una llorona profesional de entierros ajenos, quien, a causa de una singular patología, deberá reunir lo que su cuerpo va dejando en el camino.
Los nadies de la luna está hecha de destrezas narrativas; su autor es hábil para componer a contrahilo sobre la superficie del relato. Un toque de absurdo bisela los bordes y desvía el sentido. El humor y la ironía provocan. Sin embargo, un regusto íntimo y poético decanta cuando menos lo espera el lector. Los personajes de esta novela gravitan en torno a la protagonista formando pares de relaciones simétricas y asimétricas a la vez. El poder y la hermandad, lo posible y lo imposible, se cruzan y sacan chispas. Como las palabras. El lenguaje llega lejos de la mano de Nicolás Lavagnino. Quizás hasta la luna" (Bea Lunazzi).

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Desde la óptica de Sara, esto solo puede remediarse concibiendo una intensidad atenuada para todo lo que es dolor, vistiendo discreta y reteniendo siempre un espacio circundante de intimidad corporal que no pueda ser vulnerado ni por la cachondez de los viudos ni por la hostilidad de las viudas. En años de práctica había aprendido a ejercitar los desplazamientos diagonales, la aproximación a la familia difusa antes de que se forjaran las preguntas, la creación de tramas secundarias plausibles a la sombra de las aristas que todos ignoramos de las vidas de los otros. Compañera de curso recreativo, vecina, partícipe de una movida cultural, amistad de muy larga data, de allá, del pueblo, de antes de venir para acá, y así. Llegado el caso, y en la intrascendencia de largo plazo de todo el asunto, la intención mínima era quedar como un signo de pregunta en tren de disolverse con el plomizo andar de la rutina en la mente de los puros.

Pero los Waldhütter no lo pensaron tanto. Pidieron catorce figurantes, ocho lloronas y seis lamentatores. En la agencia no había tantos varones disponibles, así que Sara ya iba avisada de que se encontraría con contratados externos, lo que significaba que no iba a conocer a todos los que participaran del evento.

Era un salón elegante, y en la distribución de los roles Sara iba a ser una lamentatriz neutra tempranera, de esas que llegan al lugar cuando recién se está armando la decoración y ni siquiera se encuentran los dolientes más próximos.

Salón Werner, once horas. Mirando la carpeta en el colectivo, Sara se había enterado de que el apellido no se pronuncia así, con doble ve. La u es complicada también. Pero como no estamos en Alemania puede sonar distinto. Tenía que sonar así: verner. Verner y Valdguta. Contratante: Jelmut Valdguta. Destinatario: Frida Undelar. Salón verner , en la calle ojiguins . En la aclaración de la ficha esos detalles de pronunciación eran importantes, ya que era una familia de ascendencia teutona muy marcada, signada por la migración forzada, la nostalgia por la cultura germánica y la dificultad para adecuarse al medio circundante. Por eso hasta el nombre de la calle estaba señalado, significando el guion bajo una señal de que el hablante, en el momento de proferir la o, tenía que proceder a aspirar aire profundo, dificultando así el tránsito hacia la próxima jota. Esa inhalación, como la que se da en la proximidad de un infarto o en presencia de una arritmia, delataría la pertenencia a la franja social y cultural de los Waldhütter.

Sara llegó primera, de acuerdo con lo pautado. Se acercó al cajón y allí se quedó, mirando el rictus de Frida, sola entre las solas. En eso estaba cuando sintió en la lejanía un movimiento de puertas vidriadas. Debían estar llegando.

Un hombre muy mayor avanzó por el salón acompañado por otro varón, corpulento y mucho más joven. Los dos iban sobriamente trajeados. Tenían un lejano parecido. Sus pasos eran inseguros, como si calcularan cuánto debían acercarse a Sara y a qué velocidad.

Sara decidió aliviarles el trámite. Dejó el refugio detrás del cajón en el que estaba cómodamente estacionada y se dirigió hacia ellos. El hombre, probablemente el Jelmut en cuestión, la observó como si midiera hasta dónde era adecuada la reacción. Cuando percibió que el terreno era seguro, extendió la comisura de los ojos, como si le sonriera secretamente, compartiendo lo que los demás no debían saber.

No había información en el folio que indicara quién podría ser el más joven. Los Valdguta habían tenido dos hijos. El varón había muerto hace bastante, y la hija estaba en Estados Unidos y no llegaría nunca a tiempo. Por lo tanto podía tratarse de un nieto, el hijo de un primo, un sobrino adoptivo o algo así. Como sea, el muchacho se acopló silente al código de comunicación, y así permanecieron los tres, intercambiando nimiedades, hasta que empezó a llegar más gente.

Hablaban todos un español vacilante, intentando señalar con ello que se trataba de una lengua aprendida. Cada tanto un nuevo ingresante pronunciaba un germanismo, con una consonante gutural alzada y resonando en el salón. Varios de los figurantes ya habían llegado para el momento en que comenzaron a circular los canapés. Entraban y se ubicaban en una posición, y de una manera que permitía el reconocimiento del ojo entrenado. Los rostros se dejaban ver de a ratos, cruzaban miradas, se daban indicaciones con el invisible arco dialectal del semblante. Se conocían de otros eventos, por lo que no era raro que desplegaran charlas sobreactuadas en un idioma que desconocían, acoplándose a relatos ficticios de una imposible e inexistente vida en común.

—¿Desde cjuando no nos vemos, Sarita?

Había que angostar la voz, acentuar mal e interponer consonantes que no formaban parte de la palabra para que la conversación sonara creíble. Pero Sara prefería cierta discreción.

Club Alemán, dos mil cinco, creo, la despedida de Guertrud.

La cantidad de contratados era demasiado grande, no obstante, como para que Sara pudiera conocerlos a todos. Y por otro lado el servicio ofrecido por la casa de sepelios era muy caro, incluyendo una variedad de servicios y posibilidades a los que ella no estaba acostumbrada.

Elena llegó como una contextual tardía, y por un rato se le instaló al lado, para poder intercambiar comentarios de ocasión cuando los demás estuvieran lejos. Pero debían cuidarse, porque a Sara comenzó a darle la impresión de que el sobrino o nieto, al que ella le había dado internamente el nombre de Jorge, sospechaba de toda la maquinación.

Helmut había desaparecido, pero pronto se enteró, gracias a Jorge, de lo que estaba pasando. Aparentemente la casa poseía un servicio de aposentos privados, y por lo visto el viudo había hecho uso del lugar, que contaba con un televisor, una cómoda cama y refrigerios aparte. Se le habrán aflojado las piernas por un instante, le habrá bajado la presión, pensó. Lo cierto es que el viejo en algún momento se acercó al joven y por lo visto le pidió que lo llevara al apartado.

Los servicios masivos y extensos tienen el problema de que, con el paso de los años, empiezan a deformarse en la lente panorámica de la mente que los experimenta. Nunca son tan masivos como para que el figurante se relaje y asuma que su presencia se convierte tan solo en un mero dato contextual. Y son tan extensos que no parecen justificar nunca lo exiguo de los honorarios.

Cerca de las dos el tramiterío no había avanzado en lo más mínimo. Helmut seguía reposando y por lo visto el ritmo era tan cansino que ni siquiera los figurantes se estaban empeñando en aportar a la intensidad del momento. Tan deshilachado iba el proceso que era probable que no todos hubieran venido. O al menos así lo creía Sara, que contaba y recontaba las presencias, segura de que tenía que haber más gente. En un momento de enojo pavoroso Sara llegó a pensar que tal vez todos menos Helmut eran figurantes, y que de esa costosa manera el hombre estaba honrando la soledad de la pareja ahora que su compañera se había marchado. Quizás él y Jorge eran los únicos dolientes reales, aunque no estaba segura del vínculo real con el muchacho, que por momentos iba y venía desconcertado por el salón. Y probablemente por eso mismo, por la conciencia de que solamente había presencias contratadas, el viejo no había resistido en lo más mínimo la situación, pidiendo el pase a los cuartos de reposo.

Otra posibilidad era que algunos figurantes estuvieran en los reservados usufructuando los servicios de la casa de sepelios, lo cual ya de por sí hubiera sido una contravención grave. Con eso se alterarían los cálculos de Sara. Pero, hasta donde podía ver, los que conocía estaban todos allí, desenvolviéndose en su rol asignado, aunque ella no podía dejar de inspeccionar en los rincones, sospechando que otros simplemente no desempeñaban rol alguno. El caso más palpable era el de un lamentator que ella no había visto nunca antes, pero que había adoptado todos los rasgos y características de comportamiento propios de quien no se compromete con la tarea.

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