Nicolás Lavagnino - Los nadies de la luna

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"Un gesto advertido por azar en un transporte público —dos chicas uniendo sus pulgares para competir por la pestaña de la suerte— desata en Sara la evocación de ese mismo juego repetido a lo largo de su vida. Es el punto de partida para que, paradójicamente, la protagonista se detenga sobre aquello que, aún desprendido, sigue haciéndose sentir.
Los nadies de la luna nos invita a componer o recomponer una constelación de retazos dispersos hechos de recuerdos, asociaciones, intertextualidades, historias que se abisman. La operación «rescate y reconstrucción» empieza por la protagonista, una llorona profesional de entierros ajenos, quien, a causa de una singular patología, deberá reunir lo que su cuerpo va dejando en el camino.
Los nadies de la luna está hecha de destrezas narrativas; su autor es hábil para componer a contrahilo sobre la superficie del relato. Un toque de absurdo bisela los bordes y desvía el sentido. El humor y la ironía provocan. Sin embargo, un regusto íntimo y poético decanta cuando menos lo espera el lector. Los personajes de esta novela gravitan en torno a la protagonista formando pares de relaciones simétricas y asimétricas a la vez. El poder y la hermandad, lo posible y lo imposible, se cruzan y sacan chispas. Como las palabras. El lenguaje llega lejos de la mano de Nicolás Lavagnino. Quizás hasta la luna" (Bea Lunazzi).

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Nadie quería decir nada. Del bolsillo del saco Claudio extrajo un papel doblado. Pero en vez de quitarle el doblez y leerlo, simplemente se agachó y hundió las manos en la tierra mal acomodada. El papel se quedó ahí, sin que nadie supiera qué otra cosa podía hacerse al respecto. Cuando volvió a pararse, simplemente se dio media vuelta, en dirección a Virginia, y se abrazaron por un instante.

Al girar en dirección a Sara, Claudio abrió los brazos, esperando recibirla. Pero Elena fue primero y prolongó la estancia, mientras el hombre hundía su rostro en el cabello de ella, como si oliera, o si aspirara a murmurarle secretos con las fosas nasales.

Con Sara fue más directo.

—¿Vienen a tomar algo?

Al reconstruir la distancia ella pudo mirarlo en detalle. El señor López era un sujeto decrépito, arruinado en su altura por el paso del tiempo y el desgaste de acompañar a una persona enferma. La hija apenas le hablaba. Todo lo demás le era ajeno, excepto la agitación sin vacilaciones que recorría su nueva soledad, siempre presta a derramarse en cualquier lado. Tenía el rostro lleno de ángulos, la mirada cansada y el olor de los viejos cuando no saben qué tanto lo son.

Se miraron, con pretendida intensidad, por si los otros estaban observando. Él la recorrió con la mirada, y ella se percató de que estaba acomodando el cuerpo para compartir algo de esa calidez que no podía durar. En la distancia algo llamó su atención. El lunar, pensó Sara, que siempre prefería creer que la miraban de esa manera. Pero no.

Ya estaba avanzando con el antebrazo. Ya estaba ingresando en el área del rostro, en dirección a la pestaña suelta. Pero Sara podía anticiparse a todo. Incluso a su propia eventualidad. Le atrapó la mano. Y le hizo el gesto de que no. Así no. Pestañas no.

La pregunta todavía estaba en el aire. Todos miraban esa mano atrapada por la otra mano, camino a la pestaña en el rostro entrenado de llorar. El cuerpo exhausto de vaciarse habló con su último aire. Demacrada, la voz lo dijo todo entre túmulos y pozos a medio tapar.

—Estamos todos cansados.

En el subte hacia Medrano jugaba a cerrar los ojos y apretarse a sí misma las yemas de los pulgares. No tenía nada por lo cual jurar, no tenía deseos para pedir. Bueno, en realidad sí tenía algo. Pero no se animaba a plantearlo, en la soledad de la voz ronca con la que se hablaba a sí misma.

Ojalá la frescura de aquel colectivo no se desvaneciera. Ojalá no se gastara el imán de aquellos sentidos activados entre miradas desencontradas. Ojalá no perdiera su foco ni su iluminación ni sus sonidos la escena que había visto a la mañana, justo antes de pasarse dos paradas. Cuando todavía el día jugaba, y era más importante que las carpetas amontonadas en el mostrador del negocio.

Pero era un deseo absurdo. No lo pedía. Ni lo iba a pedir. Porque sabía que iba a ganar. No podía no ganar. Porque los dos pulgares eran suyos, y comprimían su propia pestaña suelta. Y porque sabía que ese triunfo no iba a significar nada. Simplemente iba a ser un nudo más, una quietud de sentido disolviéndose en el agua que propone la corriente quieta, en el fondo del placard, en el recipiente que contiene la imposible, invisible, historia universal de las pestañas.

II. La superación del malentendido

La carpeta decía Waldhütter14. Waldhütter era el cliente. Y había pedido catorce plañideras. Catorce figurantes, en realidad, porque ese, técnicamente, es el nombre del oficio. Sara lo había aprendido de una vecina, que había ejercido el rol durante muchos años, enseñada a su vez por una señora del barrio que lo había desempeñado con acierto durante décadas, antes de darse cuenta de que podía dejar de hacerlo gratis. Comenzó como un reconocimiento por el dolor prolongado, se prolongó naturalmente en la demostración escenificada y la numeración de la presencia. Y finalmente se extendió a una retribución concertada por un plan acordado previamente, hasta alcanzar los ribetes de un emprendimiento. Del pékele al viático, y de allí al honorario.

Cuando a Sara le preguntaban de qué trabajaba, ella contestaba que era llorona. O plañidera, para los que sabían algo de la historia. Para el fisco era figurante, y aportaba al sindicato de actores. Cuando quiso pensar a qué se iba a dedicar, siendo adolescente, se había encontrado siempre con la traba de su indócil imaginación. Lo que le pasaba dificultaba la concepción de mejores planes. Ya de grande empezó antropología y la dejó. Se pasó a derecho. Abandonó. Lo intentó en veterinaria. Al segundo bochazo terminó llorando en una plaza, hasta que accidentalmente se cruzó con la vecina que venía de un linaje de plañideras.

—Mirá —le dijo—, es uno de los pocos oficios en los que la mujer gana mejor que el hombre. A nosotras nos buscan más porque los principales contratantes son viudos adinerados que tienen miedo de que los vean solos. Y además como nuestra voz es más aguda y nuestro llanto más potente, saturamos rápido el ambiente. Tres o cuatro lloronas parecen un estadio lleno de gente.

Era un negocio seguro, invisible, de ingresos fijos. Se tendía como un hilo umbilical entre la aristocracia de los propietarios de casas de sepelios y la lenta prisa de los enterradores. La gente no hace otra cosa que morirse, dice el dicho de los figurantes, pero no hay nada más indigno que morirse solo.

Los pedidos llegaban a la oficina siguiendo senderos desconocidos. Se transformaban en carpetas, con datos elementales. Nombre y apellido. Pronunciación. Un par de fotos, información básica, algunos detalles que confirieran verosimilitud, y una línea narrativa elemental que aportara consistencia a la respuesta que debería darse a la pregunta que como un espectro merodea a la profesión: ¿qué hace esta acá?

Los Waldhütter debían ser adinerados, porque pidieron catorce figurantes, seis de ellos varones. El varón lamentator es un raro complemento de las lamentatrices. No se espera que llore ni se exprese de manera muy vivaz. Más bien debe aportar una máscara mortuoria enmarcada por un iris pétreo y un silencio penitente.

Sara sabía a la perfección lo que tenía que hacer porque su rol se delineaba ya en la carpeta, y para el resto de las cosas estaba la experiencia en el oficio. La llorona se pide intensa, neutra o contextual. El lamentator, en cambio, es casi siempre contextual. La intensidad se mide en relación con la distancia al féretro y al deudo principal. En el caso de una plañidera intensa, debe ser expansiva y desgarradora, pero sin escenificar demasiado, ya que debe evitar el principal razonamiento que puede engendrarse en la mente de los asistentes “puros” a un sepelio.

El “puro”, en la jerga figurante, es el doliente real, la persona que efectivamente tuvo trato con el muerto. El “puro”, al ver a una mujer desconocida llorando desconsoladamente en torno a un féretro, solo puede trazar dos hipótesis. Si el muerto fuera un hombre, la doliente sería la punta del iceberg de una doble vida que emerge demasiado tarde, en la forma de una amante o de una hija no reconocida. Si el muerto fuera una mujer, en cambio, la imaginación contextual dirigirá su mirada hacia el deudo, si lo hubiera, forjando la penosa idea de que en la hora postrera de decir adiós finalmente el viudo muestra la hilacha.

El problema con los viudos es que son criaturas que, desde la perspectiva de las lloronas, vienen muy necesitadas de afecto y proximidad corporal. Las viudas, por su parte, no suelen contratar figurantes, y cuando lo hacen sienten la necesidad de manifestar el odio por el hecho mismo de haberse sentido obligadas a requerir el servicio. No quieren la soledad del salón, pero tampoco soportan la existencia de las dos o tres presencias estoicas y puras que, invariablemente, creerán que la viuda finalmente está rindiéndose a la evidencia, humillada y cornuda.

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