Nicolás Lavagnino - Los nadies de la luna

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"Un gesto advertido por azar en un transporte público —dos chicas uniendo sus pulgares para competir por la pestaña de la suerte— desata en Sara la evocación de ese mismo juego repetido a lo largo de su vida. Es el punto de partida para que, paradójicamente, la protagonista se detenga sobre aquello que, aún desprendido, sigue haciéndose sentir.
Los nadies de la luna nos invita a componer o recomponer una constelación de retazos dispersos hechos de recuerdos, asociaciones, intertextualidades, historias que se abisman. La operación «rescate y reconstrucción» empieza por la protagonista, una llorona profesional de entierros ajenos, quien, a causa de una singular patología, deberá reunir lo que su cuerpo va dejando en el camino.
Los nadies de la luna está hecha de destrezas narrativas; su autor es hábil para componer a contrahilo sobre la superficie del relato. Un toque de absurdo bisela los bordes y desvía el sentido. El humor y la ironía provocan. Sin embargo, un regusto íntimo y poético decanta cuando menos lo espera el lector. Los personajes de esta novela gravitan en torno a la protagonista formando pares de relaciones simétricas y asimétricas a la vez. El poder y la hermandad, lo posible y lo imposible, se cruzan y sacan chispas. Como las palabras. El lenguaje llega lejos de la mano de Nicolás Lavagnino. Quizás hasta la luna" (Bea Lunazzi).

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El castigo fue severo, aunque luego no recordaban quién lo había decidido ni por qué Sara lo había aceptado. Se le dio por perdido el juego. La pestaña quedó en poder de Gaby, que procedió a esconderla en un lugar desconocido. En el colmo del enojo, ni siquiera pidió un deseo.

Esos días todo se sintió raro. Entre ellas y dentro de ella. Apenas se hablaban. Cuando una venía, la otra se iba. Cuando una hablaba, la otra se perdía en miradas hacia lo remoto. Iban juntas al colegio y volvían sin compartir otra cosa que el tren y la mano al cruzar la vía.

Al cuarto día Sara la encaró. Me está molestando lo que estás haciendo, le dijo. Dame la pestaña. Gabriela se rio, con la satisfacción del que sabe que está ganando. No.

—Dámela. Sabés que no podés hacer eso. Ya te lo dijo papá hace un montón.

—No.

—Le voy a decir a papá. Y a mamá. Y te van a reventar.

—No. Y no me importa lo que digan esos.

Le salió esos , pero quiso decir ellos . Cuando se dio cuenta de que había elegido mal la palabra se rio, y Sara también se rio, porque era ridículo hablar así, pero al mismo tiempo estaba bien en esa situación mencionarlos de esa manera. Riéndose y todo Sara reinició su reclamo.

—Dámela. Decime dónde está.

No hubo manera. Gaby era terca hasta el infinito cuando se lo proponía. Cuando el padre quería caerle por algo, siempre decía lo mismo: si vos hubieras estado en Cusco cuando llegaron los españoles, ahora en Madrid se hablaría quechua.

Era terca y hermosa. Terca y ladina. Terca y tramposa. Pero tenía sus maneras.

En aquel momento no cedió. Pero al rato, cuando ya podía confiadamente decir que la iniciativa le pertenecía, apareció de vuelta fresca como si nada en la cocina. Sara estaba ahí dibujando triángulos para la tarea de la escuela cuando Gaby entró y le extendió la mano. Sara la miró un segundo y luego le correspondió con la suya. Gaby entonces comenzó a moverse con determinación. La llevó en silencio a través de la casa, como si la estuviera introduciendo a ciegas en una guarida secreta. Subieron la escalera, avanzaron por el pasillo y entraron al cuarto que compartían. En la pieza abrió la puerta del placard. En el estante de los abrigos corrió los buzos y ahí, en el fondo, a oscuras, le mostró lo que tenía escondido: un vaso con agua.

En el vaso estaba la pestaña, derivando entre partículas minúsculas generadas en la imperceptible agitación que recorre el fondo de un estante iluminado de repente.

A Sara le lloraba el ojo izquierdo, mientras intentaba pescar su trofeo. Gaby ni siquiera necesitaba retirarse, para colorear del todo la escena de su triunfo, lo cual motivó la ira de la otra, que ahora encontraba una indignación acorde al llanto del ojo izquierdo.

—Y ni siquiera pediste un deseo, tarada.

—¿Qué sabés?

—No pediste nada.

Sara estaba segura. La otra escapó por el terreno de lo concebible.

—Tal vez pedí un deseo y se me cumplió durante cuatro días.

La otra la interrumpió.

—Shhh. Trae mala suerte. No lo digas. No digas nunca lo que pediste.

—Ya se cumplió. Tal vez.

—No lo digas.

Gaby ya estaba conforme. Tenía para surcar el rato plácidamente. Ni siquiera se molestó cuando la otra le espetó:

—Andá. Ahora llevá el vaso y contales a esos lo que hiciste.

Mientras Gaby se iba, sin la menor intención de contarle nada a nadie, Sara se fue para el escritorio buscando el cajón donde estaba la bolsa en la que guardaba las pestañas.

Al cerrar el cajón se agarró el dedo. En el dolor pudo sentir la carne cortándose, y un extraño nervio de fuego avanzando desde la periferia de la mano hasta el centro de una llaga en el pecho gritándole sus ganas de aullar. Se contuvo para hacerse un arco nervioso que retenía la exhalación.

Nadie vino por un largo rato. A lo lejos se escucharon un par de carcajadas en la cocina. Tal vez Gaby había dicho algo, como siempre, para flotar la situación atravesando con una balsa de verdad su océano de mentiras.

El dedo mocho se frotaba en el regazo, calentándose en el dolor. Solo se calmó cuando la yema sintió la piel de la pierna desnuda. Cuando pudo volver a surcar el pliegue de la herida con los otros dedos. Así había empezado todo, pensaba. Era justo quizás que el cierre del episodio de la pestaña calzara justo con los dedos frotándose para calmar el dolor.

Él apuraba la situación, pero ella logró enredarlo en sus demoras. Se tapó con la sábana para que Ariel no sospechara. No tenía ropa, pero las sábanas servían.

—¿Y dónde pensás que podría guardarla si gano?

Ariel, tontamente, se dejó distraer. Sara se aproximó y se olieron por un instante, como si en ello le fuera la decisión en torno a la respuesta. Para cuando el beso terminó, ella ya tenía el dedo intenso, cargado de sensación de triunfo.

Ariel venía con la mano cambiada. Ella fue muy convincente para obligarlo a cambiar la pestaña de dedo, de un pulgar al otro, mientras rogaba que el frote no perdiera eficacia en la disipación que trae el tiempo.

Ganó una vez más. Camufló la pestaña entre besos en el ombligo de Ariel, haciéndole creer que la guardaba ahí, pero entre labio y labio dejó pasar el dedo que recogió el hilván helado del cuenco ínfimo en su torso, sin que el otro lo advirtiera. Y luego entonces se llevó la pestaña, cuando él se quedó somnoliento, después del siguiente después. Entró al baño y buscó la bolsa. Siempre lo mismo. Cuando volvió, Ariel estaba adormilado pero con ganas de volver.

—¿Qué pediste?

¿Qué pedí?, pensó Sara. Tenía la respuesta, obviamente. A mano. Pero eso no se dice. Trae mala suerte. Aunque realmente ya nunca pedía nada. No quería ni siquiera intentarlo. Estaba domesticada ya para no tener deseo alguno. Simplemente apoyaba las yemas y dejaba que la eficacia del procedimiento hiciera el resto.

Es que no tenía nada para pedir. Nada que tuviera sentido. Con el tiempo había empezado a sospechar que el destino no se jugaba en esas cosas. Pero últimamente estaba convencida de todo lo contrario. Todo lo que ocurría se decidía en la tensión de las yemas, solo que así como tenía una triquiñuela para ganar siempre, la vida misma había ideado una triquiñuela similar para transformar esos triunfos en un vacío absoluto, en un sinsentido, en una bolsa en el vanitory entre el algodón y la depiladora.

Al pasar Pringles, Elena se dio cuenta de que algo pasaba. Su mente literal la llevó a formular esa misma pregunta. ¿A vos te pasa algo? Era maquinal en la pronunciación e inerte en el tono. Pero es que esas cosas suelen pasarles, sobre todo en la preparación, en el antes de la jornada de trabajo. El cuerpo se va vaciando de intensidades, así como puede llenarse de nuevas magnitudes al frotar las partes. En bajamar de entrañas, se va ahuecando y zozobrando de un aire quieto, porque alguna médula adentro sabe que todos los nervios tendrán que activarse luego, de una manera concertada y programada hasta el agotamiento.

Como era previsible, el salón estaba casi vacío. El viudo estaba ahí, parado como una estaca al lado del cajón, y al verlas le surgió una pregunta en los ojos, como si sospechara que podían ser quienes sabía perfectamente que eran. Elena abrió el diálogo.

—Ay, Claudio. Qué cosa.

El señor López se aflojó al recibir el abrazo. Más allá había dos hombres calvos, trajeados y sin mucha disposición a manifestar emoción alguna. En los sillones, al otro lado de la sala, se veían un par de carteras y un cochecito de bebé. Mientras Sara recorría con la mirada el espacio, Elena conversaba sin mucho ritmo con el deudo. Al rato vinieron dos mujeres, una con un bebé en brazos. El bebé dormía, y entonces ella pudo colocarlo en el cochecito, introduciéndolo con un suave vaivén y un silencio calculado. Las mujeres y los calvos las miraron. Ellas sonrieron sabiéndose reconocidas. Sara se acercó.

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