—Virginia. Me hablaron tanto de vos.
Virginia era la del bebé. Y se sorprendió de saberse hablada.
—Lo lamento tanto. Tanto.
En el abrazo se dejaba pasar la mano pesada sobre la línea de los hombros del doliente. Las palabras que vayan calmas. Ni demasiada información ni demasiado poca.
Elena, en cambio, en vez de interactuar con los presentes, se dedicaba a la ausentada. Miraba fijamente el adentro del cajón, con aspecto incrédulo, el brazo extendido hasta acariciar el ángulo del cajón de madera. En su diálogo inaudible enarcaba las cejas, como si no se animara a pronunciar preguntas demasiado urgentes, destinadas a no tener respuesta por parte de quien ya nada tiene para decir.
Sara volvió junto a López, mientras dejaba manar el tiempo de las conjeturas en Virginia y en la otra, a quienes ahora se aproximaban los calvos trajeados, quizás para compartir hipótesis.
El señor Rivera apareció pasado el cuarto de hora. Ellas ya conocían desde hace mucho el talante administrativo de la casa. El rictus pretendidamente nervioso del dueño de la firma contrastaba con la mansedumbre de ellas, dolidas entre las velas y pretendiendo ordenar las hilachas vegetales que se desprendían de la única corona que completaba la austera escena.
Elena comprimía el llanto, todavía con el brazo extendido sobre el maderamen. Sara se acercó desde atrás, sabiéndose contemplada por la exigua multitud. A su manera también sentía que algo brotaba. Algo necesitaba nacer en aquel contexto.
Recordaba siempre, en ese momento, la primera vez que había atravesado esa experiencia. Cómo en su mente se había impuesto, de la nada, una canción que no había escuchado por décadas. Una canción que tenía un ingreso triunfal, antes de descomponerse en un lánguido recitado, en el que se repetía una y otra vez la misma pregunta. ¿Por qué debería llorar por vos?
El mejor llanto es el que nace desde la sien, cuando se afloja la línea de tensión que controla el dique de los ojos. La articulación invisible que sostiene las cejas se luxa y se deja ir hacia abajo y hacia adelante, como si se proyectara hacia la negrura del próximo paso por dar. La nuez en la garganta, en cambio, se eleva, y arrastra consigo los hilos que se hunden en la carne blanda del fondo del estómago. La bolsa de líquidos amargos que encierra el alma empieza a exhalar un aire tibio, repleto de esperas y de comienzos de palabras. Una vez disuelto el centro enérgico del cuerpo, el resto de las extremidades se acomoda a la nueva realidad. El canto de los antebrazos se puebla de una sensibilidad azul, recién amanecida, que rebota la luz de una manera distinta. Los ojos se nublan y ya no miran hacia abajo, donde las piernas se afirman como lo único que sigue trabajando a destajo en este mundo. Un llanto en las piernas, decían, es ya ir demasiado lejos. Un llanto que dobla el vientre y obliga a sentarse no entra, por regla general, en el conjunto de las ofertas concebibles. Azulados y todo, los antebrazos son casi lo único importante en la gestión de la lástima. Sobre el rostro dibujan reflexión. Recorriendo el torso, hasta la altura de un autoabrazo, manifiestan el impacto corporal del dolor. El pelo es importante. Porque lo único que se puede hacer es intentar controlarlo, para que no se venga encima, como un futuro sobre el presente. Atrás de la oreja, siempre, rebelde y viniendo, pero de vuelta, los antebrazos azulados tienen que ir con las manos para volver a enviar los hilos sueltos de la cabeza hacia atrás, para que la línea de los ojos pueda airearse, y se pueda sentir el aire frío sobre la superficie mojada a la altura de la sien, donde está muerta la línea de tensión que alimenta el dique de hilos amargos que es el cuerpo entrenado para llorar.
En ocasiones, sentía Sara, la elevación estomacal dejaba un vértigo vacante a la altura del vientre. En ese momento, podía ocurrir, y de hecho ocurría en ese preciso instante, tenía el sentimiento táctil de unos largos dedos de frío avanzando desde las hebras del estómago hacia abajo, recorriendo el vientre, la cadera, hasta llegar a la vagina. El mejor llanto, lo juraba cada vez que se lo preguntaban, venía cuando el ardor frontal le aflojaba la nuca, y ya con la cabeza inerme podía disponer de todas las lágrimas para lo que fuera necesario.
Lloraban a voluntad, ahora las dos, entrenadas en la contención y el decoro. El señor López se había aproximado, buscando la calidez de un cuerpo próximo. Desde afuera eran apenas tres lanzas clavadas en un campamento abandonado. Pero en su adentro, en el adentro del cuerpo entrenado, Sara sabía que era un torbellino de hilos y vientos sin dirección, encaramando la mente en su promontorio de recuerdos del día.
Se le aparecieron entonces las chicas del colectivo. Con sus miradas tiernas. Y Ariel. Ariel mirándola agachada en el baño, con sus bolsas en el vanitory, mientras crecía el día, nacido ya cansado, al venir de tan lejos, más lejos de lo que el recuerdo podía insistir con las risas en la cocina, donde Gaby se estaba burlando de la pestaña cuatro días en el vaso, en la línea de tensión azulada que va de la sien al antebrazo, con el dolor del dedo mocho, frotado a la altura de la entrepierna, hasta que el ardor expulsa de los nervios todo aquello que no sabe desear.
El señor López tomó distancia y se miraron. Pudo sentir lo que le pasaba al otro, pero estaba entrenada. Con los codos construyó una distancia viable. De la cartera sacó el pañuelito para entretenerse reordenando su gestualidad. Luego se encerró en miradas consigo misma, y se dedicó a patrullar el rostro, esperando que no hubiera esquirlas que la pusieran en un desafío. Elena se fue con Virginia. Ahora uno de los calvos se aproximaba a Claudio, para hablar de cómo habían sido los últimos tiempos, repitiendo algo que quizás ambos sabían, y cómo serían los próximos.
Rivera llegó con la noticia de que ya estaban listos. Iban a ser el coche fúnebre y tres autos más. Ellas fueron con el señor López, que apenas se quedaron solos les pidió que lo llamaran Claudio.
—Bueno, Claudio, muy bien.
La relación duraría lo que tardara la cureña en llegar al cementerio, pero no estaba mal tomar precauciones. Elena iba en el asiento del acompañante. Ella detrás, del lado del conductor, que tenía muy adelantado el asiento. Él insistió con lo de Claudio, mientras avanzaba la mano todo lo que podía al introducir los cambios, rozando casi las rodillas tiesas de Elena.
Las calles se sucedieron hasta desembocar en avenidas, que derivaron en la vista abierta de un jardín poblado de notas de mármol, con el horizonte de la chimenea del crematorio por delante.
El auto siguió parco las instrucciones de la cureña, que avanzó entre empedrados degradados por la sombra de los árboles, hasta estacionarse junto a dos hombres de fajina, que esperaban con el carro bien pegado al cordón. Los autos se acomodaron detrás.
No había suficientes personas que pudieran llevar a pulso el cajón. Los empleados se encargaron del asunto, mientras la escasa concurrencia intentaba divisar el lugar adonde se dirigían. Hicieron un par de pasillos antes de tomar unos senderos menos definidos, hasta alcanzar el túmulo de tierra detrás del cual estaba el pozo esperando.
No se dijo mucho. Elena y Sara se arrinconaron emitiendo pequeños murmullos y llantos de ocasión, mientras Claudio, enhiesto, aguardaba a que terminaran de tapar todo. Los calvos estaban con las llaves del auto en las manos. Virginia y su amiga, quizás, estaban más próximas al señor López, pero no demasiado, en el lado enfrentado a las otras. En un momento se hizo un silencio incómodo, que solo pudo ser interrumpido cuando el empleado que estaba terminando de acomodar la tierra tomó la iniciativa y preguntó si alguien quería decir algo.
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