—¿Y tu relación con los Waldhütter?
El otro respondió rápido. No dejaba pasar el tiempo, tanta seguridad tenía en el tenor de sus contestaciones.
—Ninguna.
En ese contexto Sara volvió a reformular sus teorías espontáneas sobre la situación del hombre.
—Entonces viniste por la organización.
Por un instante tuvo la esperanza de que el otro le confirmara en algo el rumbo de sus hipótesis. Pero volvió a fracasar.
—¿Qué organización?
Esa devolución retornaba el intercambio a su situación original.
—¿Quién sos entonces? ¿Qué hacés acá?
Pero el poder estaba cambiando de lugar en ese diálogo permanentemente asimétrico.
—Creo que te hice una pregunta. ¿Qué organización?
El historial de respuestas no era suficiente aval para dar rienda suelta al torrente de información que el otro le demandaba. Sara, simplemente, se dejó estar en el punto neutro en el que había depositado su intriga en ese momento.
—Por lo pronto hagamos lo siguiente. No es el lugar para hablar de esto. Vamos con la gente y terminemos la fiesta en paz.
Él la miró desconcertado, tanto por el cambio de dirección de la conversación como por la desafortunada imagen que había elegido.
—Bueno, volvamos a la fiesta entonces.
El ministro había seguido hablando durante un largo rato, hasta que aparentemente agotó las imágenes redundantes sobre las enseñanzas de la vida. Cuando sintió que no podía hacer nada por esa reunión exánime, simplemente se llamó a silencio y realizó un gesto perentorio en dirección a Helmut, como si quisiera que tomara la iniciativa de allí en más.
El supuesto Jorge se inclinó para susurrar algo en el oído del anciano. El otro lo miró, súbitamente alarmado, antes de pronunciar de manera estentórea:
—¡Es que yo no soy Helmut!
La decena corta de asistentes miró azorado en dirección de aquel rostro que profería semejantes palabras. Desde Sara y Jorge en adelante, cada uno de los figurantes que había ido llegando se había arremolinado en torno a la convicción de que el viejo era el pagador de todos los servicios, y el comportamiento del gerente y del ministro luterano había reforzado esa creencia.
Pero ahora, en torno al cajón a punto de ser enterrado, y en el centro mismo de una atmósfera cargada de una tarde nubosa viniendo, se disponía un variado haz de miradas recíprocas que intentaba recontar las presencias y estimar los grados de proximidad.
El Jelmut no tenía otra cosa para decir más que aclarar que él no era Helmut. Las miradas se volvieron hacia el ministro, que rápidamente mencionó que lo habían contratado por teléfono el día anterior. Ya sin nadie a quien mirar, los figurantes comenzaron a preparar una estampida. En un rápido conteo Sara percibió que si el diletante no tenía nada que ver con Frida, si Helmut no era Helmut, si Jorge no era el nieto, y siendo que creía que todos los demás eran figurantes, por lo tanto no había nadie allí que hubiera venido realmente a despedirse de la muerta. En eso estaba, repasando los rostros, cuando se dio cuenta de que allá a lo lejos, en dirección a la otra ala del cementerio, se iba la presencia longilínea. El tal Gregorio. Llevaba un ramo de flores en su mano derecha. El mismo paso lento. La misma presencia desgarbada entre ramas bajas y mármoles alzándose hacia los cielos a punto de caer.
—¿ Jelmut Valdguta está aquí?
El ministro al fin había tomado la iniciativa, intentando aclarar la situación. Para todos los demás tan solo era cuestión de demorar la constatación evidente de que Frida estaba siendo enterrada en soledad, en el hueco que había dejado preparado aquel racimo contratado de figurantes.
La lluvia que no cayó disipó la posibilidad de aclarar el malentendido. Pero tarde o temprano, mientras caminaban reconociéndose hacia la salida, se fue formando el mismo grumo de certeza en la conciencia de cada uno. Se habían estado hablando en un lenguaje que nadie manejaba, recordando pasados que nadie había vivido, para despedir conjuntamente a una persona que nadie había conocido.
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