Nicolás Lavagnino - La comedia sueca

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Entre muchas otras cosas, un género literario es una reacción. Un efecto de lectura. La invención de un género, entonces, tiene que también inventar sus consecuencias, los espasmos específicos en sus lectores. Esa es la operación que Nicolás Lavagnino realiza en este libro de relatos tan preciso como fabuloso que es
La comedia sueca. Las historias son múltiples: enanos en redes bancarias, viajes al pasado en busca del punto cero del amor, mudanzas de cuerpos, la textura de una placa infinita bajo la playa, los ojos exoplanetarios con los cuales unos formales seres nos observan, grandes maestros copistas que optan por la catapulta, el final siempre acuático de una investigación y sus investigadores. Historias inmensas, amplias, sobre las que Lavagnino imprime su invención sueca: tabula rasa sobre la emoción. Esa es la marca sueca. Los personajes sufren o se contentan o hasta pueden, quizás, ser felices. Pero sus reacciones quedan detrás de las palabras, oprimidas, omitidas, y los acontecimientos no dejan de ser nunca acontecimientos: no hay traducción entre lo que ocurre y lo que se siente. Y ante la peor tragedia nos quedamos así, como si nada, porque en este sentido la humanidad entera tiene pasaporte sueco. Los relatos de este libro inventan y a la vez ponen en práctica este nuevo género que es la comedia sueca. Por mi parte, imagino así esta invención de Lavagnino: un volcán en erupción, tapiado con infinitas capas de un cemento hermoso, nacarado, exacto, y meticulosamente compuesto de un lenguaje que brilla.

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Nicolás Lavagnino

La comedia sueca

Escaleno I La espero sentado en la mesa de siempre Cuando llega se sienta - фото 1

Escaleno

I

La espero sentado en la mesa de siempre. Cuando llega, se sienta en la esquina. Mientras pide, me mira. Me vuelve a mirar. Nos miramos. Luego sigue como si nada. Revisa en la cartera. Saca un cuadernito y una lapicera. Anota algo. Se pasa el rato en cruces desencontrados y gestos adivinados. Falta poco para que se vaya. Esta vez quiero probar algo. Anticiparme. Concentrar las miradas en un momento. Intentarlo. Apuro el café. Termino el agua y me limpio la boca. Me paro y al salir me preocupo por pasar en diagonal entre las mesas, acercándome discretamente adonde ella está. No me mira pero estoy seguro de que sigue mis pasos. Cuando salgo a la calle me late la nuca. Me taladra la mente el recuerdo de tantos momentos iguales. Me doy vuelta antes de arrancar con la caminata. Sigue anotando pero debe percibir mi gesto. Pasan unos segundos, camino unos pocos metros, hasta que escucho un chistido. Alguien me llama. Me doy vuelta sobresaltado. Es la moza. Viene hacia mí, tratando de no correr ni esforzarse tanto. ¡El paraguas! Me lo pasa y luego se va mirándome fijamente. Tal vez dijo algo. No entendí.

II

Por las noches, cuando las máquinas se quedan solas, es más fácil. Tomé las guardias nocturnas para poder hacerlo. Tener tiempo de ir, volver, borrar los registros. Seguir pensando. Me costó convencer a Atred. Le prometí que cualquier cosa que ocurriera sería mi responsabilidad. No se puede. No se puede, me repetía. A menos de quinientos años no se puede. Como para impedir retaliaciones, compromisos personales, venganzas, obsesiones. Los procedimientos son muy estrictos. Los protocolos, infalibles. Pero no hay resistencia cuando unos ojos que no tienen fondo porque recuerdan, suplican. Atred lo supo, tarde o temprano. Y me dijo “una vez”. Sólo una vez. Y así fue. Me enseñó a hacerlo. A trucar los códigos. A sembrar los registros. A remover los precintos. Y lo hice. Volví catorce años para atrás. Viajé para verla, cuando todavía estaba. Lo tenía muy claro como idea, pero llevarlo a cabo fue como saltar desde una montaña en movimiento para caer en un océano que se desfondaba. Volví conmovido. En silencio. Aterrado. Se fueron las semanas sin saber qué decir. Después Atred tuvo el accidente. Y pasaron dos largos años; quedé a cargo de una de las secciones de viajes en el tiempo. En esos años discutía conmigo mismo acerca de si podría o no hacerlo de vuelta. Si debía hacerlo. Si podría, tal vez, luego, dejar de hacerlo

III

Se abre el cilindro y uno se acuesta boca arriba, surcado por el agua fría. Desnudo, apenas cubierto por el traje polimolecular. Se cierra la tapa, y uno queda como en un sarcófago, a la espera de que las luces se enciendan y el artefacto responda a la programación. En las manos llevo el vástago operacional. El paraguas, como también le decimos. El objeto que, al pulsarlo en secuencia, emitirá las coordenadas tempo-espaciales que facilitarán el regreso. Cierro los ojos. Pienso en ella. Voy a verla. Cada vez que cierro los ojos, pienso en ella, y en que voy a verla. Una adicción nocturna. Una repetición compulsiva.

IV

Primero hay que atender a todos los clientes. Y a los que vienen por derecho. Todos tienen el derecho. Una vez. Fue un acuerdo con el gobierno, engañoso también. ¿Quién no querría volver al pasado a experimentar por cuatro horas a qué huelen los viejos tiempos? Ahí justamente nace el negocio. Los paquetes opcionales. Las ofertas. También las psicosis. El temor. Los fugados. El equipo de pesca que sale en busca de los que apenas llegados al pasado destruyen el vástago operacional y se ponen a vivir presentes que no son de ellos. La mayor parte del tiempo nos la pasamos cazando huidizos y neutralizando efectos. Lo podemos prever todo mediante secuenciación de la topología del tiempo. En cuanto alguien comienza a moverse por fuera de las previsiones, alterando las secuencias topológicas, produciendo afectación intertemporal, suenan los sensores y activamos los equipos de seguimiento. Llegado el caso, incluso, reviajamos el tiempo hasta el instante previo al envío.

Lo podemos todo. Pero eso no quita el cansancio de nuestros ojos. Cuando los pescamos y los traemos, les hacemos un reproche con la mirada, mientras aplicamos las multas y colocamos los nombres de los fugados en la lista negra. No hay escapatoria para los que escapan. Y es inútil. No se dan cuenta, hasta que es muy tarde. Son máquinas de dejar huellas. Huellas tan grandes que a veces no se ven. Salvo desde la inmensa sombra del futuro. Desde allí todo es evidente. El vástago roto, siguiendo con la secuencia de retorno. El traje polimolecular todavía emitiendo, el desastre en las áreas de encadenamientos de eventos. Pero al final es simplemente cuestión de pescar instantes previos, enviar equipos, retejer el tiempo. Remediamos todo antes de que ocurra. Pero no hay retorno realmente. Por momentos se ven tantas costuras que cuesta entender qué es lo que hay abajo de tantos remiendos.

V

Cierra el cuaderno y anota. Me acaricio el mentón, pensativo. Es el día anterior al de la vez pasada. Una tarde fresca y alegre en pleno mes de octubre. Esta vez no me olvido el paraguas. Pero ella se olvida el cuaderno. Me paro y voy hasta su mesa. Abro la tapa. Leo. Reconozco su letra. Todavía escribía cosas sueltas, poemas anotados en el margen del resto de los requerimientos del día, frases incompletas, palabras que sonaban raro. Si pudiera cruzarme conmigo mismo en doscientos setenta y cinco días me diría: andá a buscar ese cuaderno. Preservalo. Ahí está todo.

VI

Vuelvo a mi mesa antes de que ella vuelva para buscar lo que se olvidó. Cuando vuelve, me mira. Y yo le señalo estúpidamente el cuaderno. Me sonríe. Estaba hermosa. Si pudiera decírselo a alguien, sería todo un poco menos difícil.

VII

Lo primero que preguntan, obviamente, tontamente, es si pueden ir a ver el día en que nacieron, o si pueden ir a buscar a la mamá o al papá cuando eran jóvenes. A muchos les gustaría ir a ver a Napoleón, o frecuentar el Reichstag el día del ascenso de Hitler, o estar en Nueva York el 11 de septiembre. Pero esas cosas todavía no se pueden. Por lo pronto, el último acontecimiento notable que tienen disponible es el día de la ejecución de Ana Bolena, pero ya está lleno. Es que podemos mandar hasta cinco viajeros al mismo evento; enviar más sería un despropósito. Después, allá es conveniente que se ignoren, pero la gente no siempre obedece las reglas. Cuando están en el lugar, por lo general, se reconocen por los vástagos, que a veces parecen paraguas, o según la época pueden ser estoques, espadas, escobas, bastones o palos para golpear perros vagabundos. El dispositivo elige por su cuenta, así como la vestimenta de los viajeros. El Programa de Descripción Promedio hace el resto. Paisano, noble, ciudadano de a pie, lavandera, todo responde a la caracterización según los datos insertados en la topología temporal. Está bien hecho. Tan bien que, incluso, se les nota la frustración cuando salen del sarcófago. De ya no estar vestidos como legionarios de Tiberio, o como macehuales de ropas ajadas de tanto golpear la piedra que habrá de terminar en la pirámide. Se levantan, todavía mojados, y se abrazan a sí mismos por un instante, como si hubieran perdido algo muy querido.

VIII

Salía de trabajar y tenía cuarenta y cinco minutos libres, en esa época, antes de salir para la facultad. Se cruzaba al café en diagonal a los tribunales. Anotaba cosas. Miraba alrededor. Hasta que me veía. Cada vez antes.

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