Nicolás Lavagnino - La comedia sueca

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Entre muchas otras cosas, un género literario es una reacción. Un efecto de lectura. La invención de un género, entonces, tiene que también inventar sus consecuencias, los espasmos específicos en sus lectores. Esa es la operación que Nicolás Lavagnino realiza en este libro de relatos tan preciso como fabuloso que es
La comedia sueca. Las historias son múltiples: enanos en redes bancarias, viajes al pasado en busca del punto cero del amor, mudanzas de cuerpos, la textura de una placa infinita bajo la playa, los ojos exoplanetarios con los cuales unos formales seres nos observan, grandes maestros copistas que optan por la catapulta, el final siempre acuático de una investigación y sus investigadores. Historias inmensas, amplias, sobre las que Lavagnino imprime su invención sueca: tabula rasa sobre la emoción. Esa es la marca sueca. Los personajes sufren o se contentan o hasta pueden, quizás, ser felices. Pero sus reacciones quedan detrás de las palabras, oprimidas, omitidas, y los acontecimientos no dejan de ser nunca acontecimientos: no hay traducción entre lo que ocurre y lo que se siente. Y ante la peor tragedia nos quedamos así, como si nada, porque en este sentido la humanidad entera tiene pasaporte sueco. Los relatos de este libro inventan y a la vez ponen en práctica este nuevo género que es la comedia sueca. Por mi parte, imagino así esta invención de Lavagnino: un volcán en erupción, tapiado con infinitas capas de un cemento hermoso, nacarado, exacto, y meticulosamente compuesto de un lenguaje que brilla.

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Revisaron todo. Una y otra vez. Ahora había una causa penal, también, por uno que se perdió en Catal Hüyük. Vino una restricción luego: de allí en más estaría prohibido viajar más allá del 3200 antes de Cristo. De paso, cambiaron el sistema de precintos y modificaron las formas de registro.

Por un instante pensé que ya no podría viajar más de manera furtiva. Pensé que mi posibilidad de seguir visitándola ya no estaría más a mano. Pero un día cualquiera aparecieron los códigos y las claves, en el reverso de un papel, esperando en mi escritorio.

XVIII

Ya era mayo cuando me decidí. Tenía que hablarle. Tenía que levantarme y pasarme a su mesa. Tenía que tomarla de la mano. Decirle tantas cosas. Se me acababan las oportunidades. Pero no quería alterar los efectos de las cosas. La red topológica podía moverse. Se iban a dar cuenta.

¿Y si pudiera decirle al menos? Lo del colectivo. Aquella esquina. Nueve años después.

XIX

Andrea entra al bar. Tiene el tubo en la mano. Y un cuaderno. Nunca la había visto tan hermosa. Algo en el fuego de la mirada se dirige constantemente hacia mí. Se sienta en mi mesa. Me mira. Se da cuenta de algo. Me pide perdón. Después se para y se va, olvidando lo que traía.

Miro el cuaderno. El cuaderno donde está todo. Ella todavía no llega. Me paro rápido y voy hacia donde sé que va a sentarse. Dejo el cuaderno ahí. No me atrevo a abrirlo esta vez. No quiero leer. Vuelvo a mi mesa.

Ella entra y se sienta. Cuando termina de acomodar las cosas, recién ahí, se da cuenta de que el cuaderno la ha estado esperando todo ese tiempo. Lo abre, curiosa. Parece nuevo. Vacío. En blanco. Todo, excepto una página. La primera. Desde lejos se nota. Hay un dibujo que no alcanzo a ver con claridad. Y una firma abajo. Una inicial apenas. Una A.

XX

Le voy a decir. Estoy seguro. No me queda otra. Se me acaban los días. En el próximo viaje toca el 18 de abril. Se me cierra el estómago, como respuesta a un látigo estremecedor pulmones adentro. En nueve años va a pasar. Es como un aniversario pero para el otro lado, de algo que todavía no ha ocurrido pero que va a pasar, de una vez y para siempre. Y que sigue pasando. Cada vez que me despierto.

Le tengo que decir. De una forma que no altere el mapa de efectos. Imagino. Proyecto versiones pueriles del universo enredado en el que vivimos. Que lo sepa y que lo viva todo, sin decirme. Sin decirme durante nueve años. Y que justo antes se separe de mí. Y haga otra cosa. Que cambie de vida. O viaje a Mongolia. Que escale el Himalaya. O remonte los ríos hasta el cenote en el que nacen las aguas tiernas que calman el olvido.

XXI

Al entrar al edificio noto que algo ha cambiado. Antes de llegar a la oficina ya veo gente con las ropas de SyC. Adentro de la oficina me espera una mujer joven. Creo reconocerla, cuando se da vuelta y me mira, con el gesto adusto, los ojos preocupados, las pupilas cargadas de un amor a punto de llorar.

En la mano tiene el cuaderno. No lo hagas.

XXII

Brin me estuvo siguiendo todo este tiempo. Viéndome en las deshoras viajar y viajar. Lo supo todo, antes de todos los después. Los de SyC vienen y van por el tiempo, hasta el hartazgo de las consecuencias. No le temen a la topología de los eventos, a los laberintos de luegos. Vamos, me dice.

Viajamos juntos, al 18 de abril. Se sienta dos mesas más allá. Luego entra ella. Todavía no tiene un cuaderno en el que anotar. Todavía no se le ocurrió. Tiene cuarenta y cinco minutos nomás, piensa en lo que va a tomar, mientras juguetea distraída con el menú.

Finalmente aparece Andrea. Se cambia y se acerca a las mesas para levantar los pedidos. Ella pide un cortado, como siempre. Brin pide un licuado de frutos tropicales. Yo, un café doble sin cortar.

Tengo que decirle, pero la tengo ahí a Brin, aferrada al vástago operacional, a punto de pulsar. Andrea nos atiende a todos sin saber. En la mesa, ella dejó de jugar con la carta y ahora mira cómo la luz de la tarde rebota en una hilera de mesas vacías.

En un instante me doy cuenta de que me está mirando. Me está mirando fijamente, como si quisiera acordarse de mí. Como si quisiera antedatar un recuerdo de algo que, para ella, todavía no ha ocurrido. Soy catorce años más viejo que aquel al que va a conocer y amar durante los próximos nueve años. Tengo la mirada cansada. Una cicatriz enorme no sé dónde. No me atrevo a devolverle la mirada. Mis manos están cansadas de agarrotarse en torno al vástago. No sé si arrojarlo contra la pared o pulsar finalmente para que me vengan a buscar. Me mira todavía. Siento el estruendo de recibir su luz. Pero aún así sigo huyendo de su latido. Mis ojos se esconden en el fondo del pocillo. Ya no queda más café.

XXIII

El cuaderno, adentro de la bolsa plástica transparente, espera en mi escritorio. Espero que entiendas, me dice. Están embalando todas mis cosas en cajas. Los de SyC han tomado una resolución. No quiero preguntar demasiado. No quiero enterarme. Nos han entrenado para domesticar la curiosidad. Para temerle. Para constatar, incluso, que desatada puede ser insaciable.

No sé qué voy a hacer ahora. Nunca hice planes. Nunca pensé en otros trabajos. Nunca tuve hijos, le digo a Brin, antes de que se cierre la puerta del ascensor. Pero Andrea sí, me contesta. En ese momento comienzo a descubrir la sombra de todos los futuros que se proyecta sobre mí. Me sonríe. Tiene algo de los dos esa criatura. Tiene algo de la paciencia de quien sabe que tiene que desenredar demasiados hilos. De quien sabe que tiene tiempo y mundo suficiente para intentarlo.

Me abraza, con la ternura de quien pescando se da cuenta de lo que tiene entre las manos. Por un instante absorbo todo el precioso aroma de su cabellera, venida de ninguna parte. Se forman figuras en la mente. Luego ceden. Tal vez Brin. Tal vez ella. Sí, ella, tiró de todos los hilos desde la sombra del futuro. O tal vez no sabemos nada de cómo funcionan estas cosas.

Al salir saludo a los guardias. Ninguno me presta atención. Nadie me mira cuando cierro la puerta vidriada con un suave golpe de ira contenida. Todos están cifrando y acomodándose a las nuevas claves. Todos están pendientes de los próximos protocolos. La calle está desierta. El cielo encapotado. No tengo paraguas.

Anexo testimonial

Anexo testimonial: registro de detección temprana de alienación purulenta en tareas de visualización urbana por medio de Dispositivos Ojivales de Vaporización de Espectros

Archivado anexo testimonial DOVE. Todos los derechos reservados Ondred International.

—Nombre. —Albert. Albert Uxain. —Edad. —37 años. Cumplo 38 dentro de dos meses. —Función. —Encargado R3 de esquemas de visualización. —¿Hace cuánto trabaja para Ondred International? —Seis años. Dos años directo. Después me pasaron al área de coordinación con el gobierno de la ciudad. Y luego estuve a cargo de sección y pasé a R3. En los últimos dos años pasé directo a Gestión. —Seis años, entonces. —Sí, podemos decir que sí. —¿Usted entiende por qué estamos aquí? —No. Bueno, sí. O sea. Debe haber habido alguna queja. Pero no sé. Pienso que algo debo haber hecho mal, pero es difícil saberlo. —Nombre. —Sabrina De Marco. —Edad. —26 años. —Función. —R2. Operación lineal de dispositivos de vaporización desde la función de comando. —¿Hace cuánto trabaja para Ondred International? —A mí me contrató Gestión. Sé que el sistema es de la empresa, pero la contratación no es con ellos directamente. Entré hace dos años. —¿Usted entiende por qué estamos aquí? —Sí, claro. Yo misma inicié el procedimiento. —¿Cuál es el motivo? —Quiero denunciar acoso laboral y sexual por parte de mi jefe. —¿Y quién es su jefe? —Albert Uxain. Mi superior inmediato en Comando de DOVE.
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