Se trataba de un hombre mayor, desgarbado y desprolijo, extremadamente alto y delgado que, apenas llegado, había adoptado la posición del doliente ermitaño en el rincón más apartado de la sala contigua a la del féretro, recámara en la que, en teoría, solo debían permanecer los más contextuales y remotos figurantes.
En la distribución de roles, el contextual va y viene, de la lejanía a la proximidad, interactuando como un cometa recién llegado del sistema solar exterior, antes de sumergirse largamente en la penumbra. Pero este sujeto había llegado al caserón, había oteado el horizonte una vez, estirando el cuello para ver si el cuarto donde estaba el cajón era el cuarto donde estaba el cajón, y luego de constatada su elemental hipótesis, se había depositado a sí mismo en el rincón menos transitado del espacio de recepción. Dos horas de eso. Y ya estaba próximo para irse.
Sara pensaba que eso no era justo. Ella había llegado temprano. Había preparado los llantos, las manos sobre la madera, los abrazos, las palabras, la sensibilidad de los antebrazos y las cuerdas invisibles deslizando el triperío arriba y abajo. Y este, en cambio, venía, se sentaba, dejaba pasar el tiempo, y se llevaba casi lo mismo que ella.
Finalmente la tarde dejó de transcurrir inerte y dio un vuelco hacia las cosas. Ante el agotamiento de los canapés y el debilitamiento de la provisión de bebidas, se prepararon para salir, luego de que el gerente del salón diera un par de avisos. Se congregaron en la puerta y se distribuyeron de manera pareja. El cortejo avanzó por las calles, desde ojiguins y sus casas bajas hasta el Cementerio Alemán, al costado del cementerio para no alemanes. No eran más de diez autos, incluyendo el coche fúnebre.
Irritada por sobre todas las cosas, Sara no tenía en la cabeza más espacio que para trazar conjeturas en torno al longilíneo desprolijo, ignorando en el camino si había conjeturas que se estuvieran trazando sobre ella.
Ella iba tres autos atrás del sujeto. Entre semáforos y avenidas pudo ir delineando un plan para ponerlo en evidencia. Para hacerlo ver, ante los otros, como un indolente, un pasivo, un aprovechador.
Bajó del auto justo a tiempo para ver que el figurante simplemente erraba entre las tumbas, sin seguir al resto del cortejo, aunque tampoco se alejaba del todo. Habían pasado tres horas y seguía como si nada, deambulando entre los que esperan. Ahora, encima, tenía un ramo de flores, que Sara no sabía de dónde podría haber sacado. Entre cruces y árboles su presencia se volvía todavía más bizarra. Desharrapado y sin mucha vitalidad en sus desplazamientos, parecía un alma en pena aguardando un entierro digno.
El ramillete de presencias se congregó en torno al oficiante contratado, un pastor luterano o de alguna vertiente protestante que se limitó a realizar unos pocos señalamientos circunstanciales.
—Ustedes, que conocieron bien a Frida, saben el vacío que ahora está dejando en nuestras vidas.
En ese momento todos miraron a Helmut, esperando un requiebro que sin embargo se hizo esperar.
—Saben que no hay consolación por esta pérdida, que no es otra cosa que la enseñanza que la vida le hace a la vida a través de la muerte.
A lo lejos, el figurante ecléctico seguía haciendo de las suyas, recorriendo las tumbas cercanas, deteniéndose a leer las lápidas y escrutando profusamente con toda la gestualidad de su cuerpo aquellos pequeños terrenos nombrados en el olvido.
Parecía que Jelmut iba a hablar, pero no. Acaso no terminó de formarse ninguna palabra en su rictus vacilante. En cada interrupción que hacía el ministro, el resto lo observaba de manera circunspecta, como quien desde una montaña aguarda que se quiebre una represa allá abajo en el valle para observar la inundación resultante.
—En el camino aprendemos que no hay otra cosa que lo que hacemos, en cada día, en cada acto, a sabiendas de los dedos largos de las consecuencias, los hilos tendidos en el aire que arrastran el peso de la memoria, y que llegarán hasta nosotros a través del tiempo.
Helmut tosió, pero por lo demás continuó impertérrito. Sara aprovechó para moverse, a la sombra del tono cansino y monótono de la voz dispersa en la atmósfera de la tarde nublada. Pasó cerca de Elena, a quien le rozó el brazo. Se miraron. Y siguió lenta, buscando un mejor ángulo para observar al diletante contratado.
—Los que conocieron a Frida saben que esto de lo que estoy hablando es una extensión del sentimiento que ella abrazó toda su vida, el de una existencia responsable, el de un camino sentido, que se abraza a las mañanas cálidas y soporta estoica la crueldad de los inviernos.
El hombre ahora venía directamente hacia el cortejo. Sara se vio sorprendida por el cambio de dirección del otro, que prácticamente la embistió con su tranco largo y sus modos torpes.
—Perdone —alcanzó a decir.
Pero ella fue más rápida y se arrebató de tensión interna cuando lo tomó del brazo y se acercó a su gran y estirada cabezota para hablarle al oído.
—Escuchame bien, ¿se puede saber qué carajo estás haciendo?
Si el desconcierto hiciera ruido, en ese momento se habría sentido un trueno en el domo de ambas mentes. El otro retrocedió con la marea que ella propuso, pero volvió arropándose en el impulso.
—¿Que yo hago que qué?
Se miraron un instante, mientras la nariz de ella se angostaba por la ira que no se atrevía a exhalar.
—¿A qué viniste? ¿A dar vueltas? ¿A quién se le ocurre?
El otro seguía atónito.
—¿A quién se le ocurre qué cosa?
Ella retomó desde donde había quedado con la anterior respiración, sin considerar el comentario de él.
—¿A quién se le ocurre andar por ahí en un entierro? ¿A quién se le ocurre no participar en lo más mínimo en nada?
Pero era como caminar en un océano de hojaldre. Empeoraba con cada paso, sin permitir orientarse en ninguna dirección. Hasta que él decidió cambiar la frecuencia con la que vibraba la situación.
—Perdón. ¿Nos conocemos?
A ella el desplazamiento tectónico de la conversación le resultó imperceptible. Siguió por un rato en la misma, mientras el ministro completaba su rodeo imperturbable, con una voz solamente herrumbrada por la distancia.
—Frente al dolor no se detuvo. Ante la pérdida no se detuvo. En la agonía no se detuvo…
Para Sara no era nada eso, en vistas de lo que iba a continuar diciendo.
—¿Nos conocemos de dónde, pelotudo? ¿De dónde nos vamos a conocer?
Las cejas del otro trazaron varias, cambiantes e imposibles líneas, como si no pudiera decodificar el sentido de lo que ella le estaba diciendo. Solo atinó a decir una palabra.
—¿Perdón?
El segundo perdón de él fue suficiente como para que un lacerante sentido de la duda penetrara toda su mullida convicción. Sara, de repente, entró en vértigo, sin saber siquiera qué era lo que estaba haciendo ahí, o a quién le estaba hablando con la fuerza que solo puede tener una palabra que es dicha por una boca que es consciente de que hay una mano estrujando un antebrazo desconcertado por el abordaje entre las lápidas.
Un fuego raro le abrasó la sien, provenía de aquella exagerada intensidad que se desgarraba aprehendiendo apenas un brazo que ni siquiera se proponía resistencia alguna.
Sara, dubitativa, comenzó a navegar a ciegas en otra dirección.
—¿Vos viniste con…?
El otro no perdió el tiempo.
—Gregorio. Gregorio Lamas.
Ella no conocía ese nombre. Él se dio cuenta del equívoco.
—Mi nombre es Gregorio. Gregorio Lamas. Mucho gusto.
En condiciones normales, los figurantes no se dicen sus nombres completos. A veinte metros del entierro, no era prudente revelar identidades que delataran que no tenían nada que ver con los Valdguta. Pero Sara no estaba ahí para eso. Evidentemente estaba tratando con un inexperto. O con alguien que no tenía absolutamente nada que ver con la organización.
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