Armando Di Filippo - El desarrollo y la integración de América Latina

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Un libro de Armando Di Filippo.
Este libro narra la epopeya inconclusa de las naciones latinoamericanas en la búsqueda del desarrollo y de la integración.

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El neoliberalismo económico, fuertemente afín con las postulaciones ya examinadas de la economía neoclásica rechaza el salario mínimo porque el salario “debe estar fijado por las fuerzas del mercado” y los empresarios no pagarán salarios por encima de lo que, a juicio de ellos, produzca marginalmente el trabajador contratado. Por lo tanto, dicen que un salario mínimo sería “arbitrario” (es decir, no vinculado a las productividades laborales). Por ende, si se les obliga a aceptarlo, no contratarán trabajadores adicionales, no invertirán y la economía no crecerá, todo lo cual provocará, obviamente, un aumento del desempleo.

Este punto, desarrollado con la política y las prácticas salariales, merece una consideración más detenida. De un lado es necesario aceptar que la supervivencia y el desarrollo de la empresa privada exige salarios medios que sean inferiores a las productividades laborales medias correspondientes, como única manera de permitir ganancias y reinversiones en la rama productiva de que se trate. De otro lado, los neoclásicos también se ven obligados a aceptar que el salario fijado por el mercado puede no ser suficiente para superar la línea de la pobreza de los trabajadores contratados. Sin embargo, en tal caso se desligan del problema y lo traspasan al Estado, encargado de asistir a los desocupados o sub-ocupados.

En la versión neoliberal concreta de la política económica, propagada a partir de la, así denominada, “revolución conservadora” (“reaganomics” y “thatcherismo”) se propone una reducción de la carga tributaria, lo que reduce las posibilidades estatales de entregar subsidios por desempleo o complementos salariales.

La única solución verdadera y profunda al problema de la pobreza es, para los neoliberales, el muy acelerado crecimiento económico, y en ese sentido, (estrecho y reductivo) son “desarrollistas” o, más precisamente, “crecimientistas”. Por supuesto ese crecimiento económico, así postulado, depende de la inversión de capital productivo proveniente de los propios empresarios (nacionales y/o transnacionales). Si estos, en su conjunto, deciden no invertir productivamente, impedirán el crecimiento y generarán el desempleo.

En la perspectiva neoliberal que acepta a regañadientes la existencia del Estado, este debe ser el encargado de subsidiar a los desocupados para sacarlos de la pobreza. Pero la posición frecuentemente sostenida por las cámaras empresariales, en materia de política fiscal es que debe evitarse el déficit presupuestario derivado de un “excesivo” gasto social, con lo que el límite superior de dicho gasto dependerá de los ingresos tributarios de los estratos de alto ingreso, empezando por el de los propios empresarios. Los empresarios piden “señales claras y estables” en materia de impuestos, y, en cierto modo, consideran que las aportaciones a las arcas fiscales, que los empleadores deben efectuar en virtud de las leyes socio-laborales son también una forma de impuesto.

La visión neoliberal ignora el tema de la pobreza, porque no parte de las necesidades humanas para fijar un salario mínimo, sino que toma como punto de partida la productividad laboral marginal del trabajo. Obsérvese además que, si los empresarios deciden no crear trabajo, el Estado, probablemente, tampoco podrá hacerlo porque las condiciones recesivas reducirán sus recaudaciones tributarias y su posibilidad de gasto social. Los argumentos neoliberales principales son: que la pobreza solo puede superarse a través del crecimiento económico que asegure el pleno empleo de los trabajadores con salarios crecientes; que los subsidios del Estado son ineficientes e insuficientes; que el pleno empleo depende de la inversión privada, pero; que los empresarios no invertirán cuando el salario mínimo legal excede aquel compatible con el salario máximo que se está dispuesto a pagar.

En las formulaciones libertarias más recalcitrantes, ni siquiera se intenta determinar cuál debería ser ese salario mínimo atendiendo a su productividad efectiva, sino que el argumento se apoya en la discrecionalidad del empresario respecto del salario que está dispuesto a pagar, según sus posiciones de poder en la pugna distributiva. De esta manera se cae en una profecía autocumplida: el indicador objetivo de que los salarios mínimos son altos y que las relaciones son rígidas es la existencia de desempleo. Cuando los empresarios consideran que el salario mínimo o medio es demasiado elevado, simplemente reducen sus niveles de actividad en el país de que se trate, creando, de manera automática mayores niveles de desempleo. En el mundo global, esta opción es cada vez más viable, sin detrimento de los intereses empresariales, en vista de la creciente globalización de las oportunidades de inversión, tanto en el campo productivo como en el financiero.

Por oposición a esta visión, aquí se sugerirá que, el correcto planteamiento del desarrollo, como mecanismo necesario para paliar o solucionar el problema de la pobreza exige partir de las personas realmente existentes interactuando en medios sociales concretos, y tomar en consideración sus capacidades o potencialidades, por un lado, y sus necesidades por el otro. Esto es lo que hacen, por ejemplo, la Enseñanza Social de la Iglesia Católica, o las visiones aristotélicas originales en que aquella se basa. Pero jamás podremos llegar al concepto de pobreza partiendo de las condiciones de eficiencia del mercado de trabajo, o de las preferencias individuales de consumidores “solventes”.

Los economistas neoclásicos, incluyendo su expresión neoliberal contemporánea, aceptan que la pobreza existe como problema social. Obviamente no podrían negarla, pero derivan al Estado la obligación de subsidiar a los más pobres (los más ricos tienen una seguridad social crecientemente privatizada). Es claro, sin embargo, que la capacidad del Estado para subsidiar vía gasto social queda dentro de límites muy rigurosos dados por el equilibrio presupuestario y por una contención tributaria defendida a toda costa por las cámaras empresariales.

Durante los últimos treinta años, las reglas de juego del Consenso de Washington han ayudado a consolidar estas restricciones a la capacidad operativa del Estado. Por lo tanto, tampoco el Estado cuenta necesariamente con los recursos suficientes para asegurar un mínimo nivel de vida a toda la población. En resumidas cuentas, la lógica del mercado en el capitalismo global, si opera sin contrapesos políticos, conspira contra la lógica de la justicia distributiva y de la democracia. De lo que se trata es de subordinar por la vía política la lógica del capitalismo a la lógica de la democracia.

La autorregulación del mercado, coloca a la empresa privada como el principal actor del orden capitalista. La visión liberal del mundo según la cual en la búsqueda del interés privado las empresas, a través del mecanismo de mercado logran acrecentar el bienestar general, entendido como un mayor crecimiento del ingreso y de la riqueza por habitante, ha sobrevivido como fundamento del capitalismo, desde el inicio de la era contemporánea.

Como ese mecanismo es presuntamente “automático”, ya hemos visto que las responsabilidades individuales se diluyen, y en particular, las responsabilidades de los poderosos. Sin embargo, el crecimiento de las grandes corporaciones globales desde fines de los años ochenta del siglo XX, hace evidente su inmenso poder y pone en relieve su creciente responsabilidad social (véase el capítulo XVII en la cuarta parte de este libro).

1Trabajo inédito, primera publicación.

2En particular cabe consultar: (1997) Sobre ética y economía. Madrid: Alianza Universidad; (2000). Desarrollo y libertad. Buenos Aires: Planeta; (2010). La idea de la justicia. Madrid: Taurus.

SEGUNDA PARTE

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