Adriana Meyer - Desaparecer en democracia

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En el país de los 30.000 desaparecidos de la dictadura llevamos más de 200 desapariciones en democracia. La «existencia» de desaparecidos a partir del período institucional abierto en 1983 tomó visibilidad pública como consecuencia de la desaparición de Jorge Julio López en 2006. Sin embargo, comenzó mucho antes. Solo catorce días después de la asunción de Raúl Alfonsín se produjo la primera desaparición: José Luis Franco, de 23 años. Luego vendrían muchas otras. Como afirma Nora Cortiñas, cada gobierno tuvo sus desaparecidos. Sabemos que la dictadura asesinaba, torturaba, robaba bebés y desaparecía personas. ¿Y las desapariciones forzadas en democracia? No hay registros oficiales de ellas, aparecen junto a personas extraviadas y poco conocemos de sus historias. Adriana Meyer, a través de una vasta investigación y un ejercicio de memoria, reúne por primera vez en este libro las desapariciones forzadas a lo largo de cuatro décadas. Y analiza la trama de complicidades policiales, estatales y judiciales que las recorren. En sus páginas se narran casos emblemáticos como los de Miguel Bru, Santiago Maldonado, Osvaldo Sivak, Luciano Arruga, Andres Núñez, Marita Verón, Iván Torres, Natalia Mellman, el de los militantes del Movimiento Todos por la Patria luego del copamiento a La Tablada, entre muchos otros. Pero también desapariciones que nos traen dolorosamente al presente como la de Facundo Astudillo Castro, desaparecido en el marco de la pandemia de coronavirus, o la del policía de la Ciudad de Buenos Aires, Arshak Karhanyan, nunca investigada por el gobierno porteño. Y, fundamentalmente, Meyer rescata aquellos casos olvidados y desconocidos, como los de los integrantes de los pueblos originarios, y les da la palabra a quienes que nunca los olvidarán, sus familiares, amigos y militantes que siguen luchando por su aparición con vida.

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¿Resabios o continuidad?

A partir del 10 de diciembre de 1983 las únicas tareas democráticas pendientes aparentaban ser el reclamo de juicio y castigo a los represores, y la pelea por la libertad de los presos políticos. Sin embargo, ensombrecidas tras el esplendor de las “libertades democráticas” recuperadas, se sucedían cotidianas violaciones a los derechos humanos.14 Las razzias policiales en barrios y villas o durante actividades populares como partidos de fútbol, bailes o recitales eran algo de todos los días, pero sus víctimas no eran militantes gremiales, políticos o estudiantiles sino pibes jóvenes, pobres y morochos, desertores del secundario y con dificultades para conseguir trabajo, que se juntaban con amigos a compartir una cerveza y quizás un porro, y que se convirtieron en blanco de la presencia policial en las calles con el recurso del gatillo fácil con la excusa de “prevenir el delito”. La otra categoría, los “pibes chorros”, servían para engrosar estadísticas con el objetivo de reclamar más atribuciones para la policía y leyes penales más severas. Ya no había CCD donde detenidos-desaparecidos fueron sistemáticamente torturados y eliminados. Pero los presos comunes en las cárceles y los detenidos y demorados en comisarías eran objeto permanente de aplicación de tormentos. “Los golpes, el submarino, la ‘bolsita’ [submarino seco], la picana y otros suplicios no desaparecieron sino que se replegaron a sus orígenes, las cárceles y las comisarías, desde donde habían salido una década atrás junto con sus custodios históricos, policías y servicios penitenciarios, que oficiaron de instructores de sus jefes militares”.15 Diferentes vertientes teóricas adjudicaban estos “excesos” a algún “loco suelto, manzana podrida o psicópata reclutado por error”, o directamente a la “herencia” de la dictadura. “Presentar al gatillo fácil16 o las torturas como un resabio de la dictadura que la democracia no ha sabido resolver aprovecha alguna verdad a medias, y fundamentalmente despega de la responsabilidad directa al gobierno de turno como autor de una política de Estado”.17 Aunque subordinadas a los mandos militares, las fuerzas policiales fueron actores represivos durante la dictadura, y muchos cuadros policiales de esa época sobrevivieron durante décadas en sus instituciones. Rubén Lofiego, Antonio Musa Azar, Jorge Tejerina, Osvaldo Somohano, Mario Mijín son algunos de ellos. Parecía algo más que una herencia. “El discurso de Eduardo Luis Duhalde18 parte de una verdad, estas cosas sucedían durante la dictadura, pero lo que niega al omitirlo es que siguieron ocurriendo después de 1983 no por simple transmisión de una cultura autoritaria, sino por una necesidad represiva del estado burgués, en democracia o en dictadura”.19

Sin embargo, un amplio sector de organizaciones no gubernamentales se enfocó en la necesidad de “democratizar” la institución policial para evitar “abusos” de “individuos contaminados”, en la tesis de Guillermo O’Donnell de que Estado e instituciones son cosas diferentes. Así se trataría tan solo de un autoritarismo naturalizado por rutinas burocráticas.20 Consultada por los documentalistas Escobar y Finvarb, Paula Litvachky, directora de Justicia y Seguridad del Cels, manifestó que “no es la misma práctica de la dictadura, es distinta, con consecuencias similares de desaparición forzada con otros números, pero el Estado tiene que hacerse cargo de que existe, aun en democracia, porque esa práctica está explicada no por el plan centralizado de cinco tipos que arriba dijeron hay que salir a desaparecer pibes sino por las propias dificultades, déficit, mal funcionamiento, problemas estructurales de las policías y los poderes judiciales”.

Otra mirada tiene la abogada Verónica Heredia, que intervino en los casos de las desapariciones de Iván Torres y Santiago Maldonado, entre otros. “De un lado es la misma franja de la sociedad que queda atrapada en la desaparición forzada, chicos pobres de barrios marginales, y del otro lado es el Estado, toda la gente que comete desaparición forzada en Argentina cobra un sueldo en blanco, acá no hay paramilitares. Entonces empezamos a pensar que había algo de sistemático. Viene un policía y deja una carpeta sobre el escritorio de la fiscal, que tiene despacho con aire acondicionado y anda llena de oro. La causa está resuelta por la policía. Entonces pasa de largo, nadie se molesta en verificar nada. En cambio, si viene un muchacho alto de dos metros, colorado como un vikingo, ahí sí se para todo. El policía cuando está torturando sabe que hay un fiscal que lo va a avalar, y ese fiscal sabe que hay un juez que lo va a avalar, y ese juez sabe que hay un poder ejecutivo que lo va a avalar, y ese poder ejecutivo sabe que hay una Cámara de Senadores y de Diputados que lo va a avalar, ese es el Estado. Entonces ante una desaparición forzada todos están sospechados”, dice con énfasis en cada palabra. En el mencionado documental, la ex jueza Marisa Bosco, que intervino en el caso por la desaparición de Daniel Solano en Río Negro, admitió que “si desaparece mi hijo de clase media habrá mucha más atención”. Y agrega: “Hago el mea culpa, no nos comprometemos lo suficiente, miramos para el costado, meterse en este tema trae problemas, no es gratis”. Del mismo modo, la jueza Irma Lima dijo que ella conocía a los menores a su cargo y sabía cuándo decían la verdad. “Pibes que vienen golpeados de la cabeza a los pies, en eso tengo puesta la camiseta contra la policía, hay tipos que tienen el cachetazo libre, que se creen que tienen total impunidad”.21

Una breve mirada histórica permite ver que la brutalidad policial no comenzó con la dictadura de 1976. A finales de los años 50 los uniformados en territorio bonaerense conformaron brigadas especiales para combatir a una nueva generación de maleantes, que usaban una media de nylon en la cabeza y usaban un apodo antes de su apellido. Así, empezaron a aparecer cadáveres en los pajonales, con las muñecas atadas y un tiro en la nuca. En esos días ya habían convertido a una red de negocios, pactos y extorsiones en su modo de supervivencia. Los ensayos de intervención civil fallaron. En 1965 la revista Siete Días publicaba que “la policía de la provincia de Buenos Aires mata por la espalda, sus hombres aparentemente disciplinados entran en componendas con la delincuencia, se ensañan con los débiles y han llegado a la perfección del matonismo. Incomprensiblemente no sienten vergüenza de ser señalados como ladrones, cobardes y asesinos por la población”. Esa cultura incluye salir de fierros, en otras palabras, lanzarse a la cacería de gente sospechable de algún delito, lo que el penalista Elías Neuman definió como pena de muerte extrajudicial. Ya por entonces surgía como un problema la norma que los obliga a ir armados fuera de servicio, son muchos los hechos fatales provocados por policías solitarios y de franco. También eran, y siguen siendo, femicidios agravados los que son cometidos con sus armas reglamentarias.

Ese perfil se intensificó hasta un límite satánico en la década siguiente, durante el paso del general Ramón Camps por la fuerza porque “los Patas Negras [como llamaban a los policías bonaerenses] tenían asignado un papel preponderante en el organigrama de la represión ilegal”. Y el regreso a la democracia los liberó de la perturbadora tutela militar para tener vía libre en sus negocios y para perfeccionarlos. “El poder corporativo de los uniformados siguió en alza, pese a ciertos quijotescos intentos de ponerlos en caja, como fue a fines de los 80 la trunca purga policial impulsada por el ministro de Gobierno Luis Brunatti”.22 Del mismo modo fracasaron los intentos posteriores, quizás porque estuvieron signados solo por urgencias electorales, pero sobre todo por su ligazón con la política. Cuando fue el turno de las reformas de León Arslanián, en un solo día recibieron 74 llamadas de jueces e intendentes que pedían que no se expulsara a determinados policías. Poco antes, el ex subsecretario de Seguridad Marcelo Saín había pateado el tablero al declarar que “buena parte de la política de la provincia se financia con la corrupción policial”. Difícil entonces ponerle el cascabel a semejante gato. Sin embargo, esto no escandalizaba a las mayorías, algo así como “roba pero hace” con uniforme. De hecho, en territorio bonaerense algunos personajes de uniforme llegaron incluso a ser intendentes por el voto popular, como Luis Patti y Aldo Rico. Para la socióloga y especialista en criminología Alejandra Vallespir no hay una policía buena y una mala, sino una institución que tiene una doble adscripción, un dispositivo corrompido porque “esta corrupción fue funcional al poder político desde tiempos inmemoriales, sin importar a quién le tocó ser bueno o malo, al interior de la fuerza esos roles se intercambian todo el tiempo”.23 Según el Cels, la corrupción policial se apropia de recursos en provecho personal pero también implica “la fabricación, ocultamiento y destrucción de pruebas, la brutalidad y el amedrentamiento de testigos”.24 Las sucesivas depuraciones fallidas no impidieron que los cuadros de la Bonaerense hundan sus raíces en los años del terrorismo de Estado.

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