Sin embargo, con el equipo de investigación –que integran los periodistas Daniel Satur, Juan Pablo Csipka, Gioia Claro y Soledad Segade– encontramos antecedentes previos que demuestran que Vallese no fue el primero en ser “chupado”, palabra que usan las y los sobrevivientes de la última dictadura militar, por el aparato represivo del Estado.
El médico y político rosarino Juan Ingallinella, militante en el Partido Comunista, fue detenido por la policía el 17 de junio de 1955 y murió al ser torturado sin que nunca apareciera su cuerpo. Una foto de Lenin colgaba de un cuadro en su consultorio en Rosario, donde atendía en forma gratuita a pacientes sin recursos y los ayudaba también con medicamentos, ropa y calzado.3 A principios de 1944 la policía rosarina detuvo y torturó a tres comunistas. Ingallinella manejaba una pequeña imprenta clandestina, de modo que denunció el hecho en un volante y señaló a los oficiales responsables. Un día después del intento de golpe contra Juan Domingo Perón, el 17 de junio de 1955, una comisión policial llegó a su domicilio y lo llevó a la División Investigaciones de la Jefatura de Policía junto a varias personas. Los detenidos fueron liberados, pero Ingallinella no volvió a su hogar. Sus camaradas y su esposa Rosa Trumper reclamaron por él, pero la policía afirmó que había salido por sus propios medios de la jefatura. El 27 de julio el ministro de Gobierno, Justicia y Culto de la provincia de Santa Fe, Rafael César Tabanera, informó: “[...] habiendo llegado a establecer, en el día de hoy, por manifestaciones de empleados policiales complicados en el encubrimiento del delito, y que se encontraban preventivamente detenidos e incomunicados, como así también por otros indicios, que desgraciadamente el doctor Juan Ingallinella habría fallecido a consecuencia de un síncope cardíaco durante el interrogatorio, en el que era violentado por empleados de la Sección Orden Social y Leyes Especiales”. La violencia había sido ejercida con una picana eléctrica, admitido por la propia fuerza que se negó a entregar el cuerpo.
En 1972 el escritor Osvaldo Soriano pasó una semana con los testigos y protagonistas del crimen. “Rosa Ingallinella ve pasar los días limpios de rencor para con los asesinos a los que de vez en cuando ve por la calle o en la ventanilla del banco donde cobra su jubilación de maestra. Tiene el rostro severo pero dulce, repudia pero comprende, sube a la tribuna del Partido Comunista y arenga con voz firme aunque a veces quebrada. Con ella está la hija que hace 17 años presenció el drama, las nietas que solo conocen la imagen de aquel médico de barrio dicharachero y nervioso”, escribió.4 Ingallinella ya había sido detenido e interrogado varias veces, aquella noche se preparaba para ocultarse cansado de la rutina represiva, pero tenía como paciente a una niña en grave estado. Cuando llegaron los cuatro policías, él se estaba bañando. Lo esperaron. “No lo torturen”, rogó su suegra mientras el médico se vestía. Al día siguiente cuando Rosa fue al Departamento Central a llevarle comida le dijeron que ya lo habían liberado, ella se enojó. “Se habrá ido con una amiga, ¿no le parece?”, la provocaron. El periódico Acción publicó la noticia “sobre la desaparición de un profesional”.
Francisco Lozón (hijo), Félix Monzón, Domingo Desimón y varios encubridores son los acusados por la Justicia. “Ellos se desahogaron con Ingallinella, lo golpearon y le aplicaron picana eléctrica según confesaron más tarde. No tenían intención de matarlo, ni de arrancarle confesión alguna. Era lo de siempre: el ensañamiento feroz de un grupo de psicópatas contra un hombre indefenso. Tan indefenso se sintió Ingallinella esa noche que su corazón no soportó la bajeza y la convirtió en crimen. La única manera de dar al absurdo una dimensión histórica”, concluye Soriano.
Se sabe que en los pasillos del departamento de policía hubo corridas y búsqueda de un médico. “Según relató más tarde el abogado Guillermo Kehoe, apoderado del Partido Comunista, detenido también esa noche, torturado con picana, los hombres que lo violentaron le dijeron: ‘Con vos no es la cosa. Lo peor es para Ingallinella’. Esa noche hubo sesenta detenidos en Rosario. Todos, menos Ingallinella, recuperaron la libertad. Nunca se supo dónde fue sepultado el cadáver del médico comunista”, reza la crónica de Soriano.
El caso repercutió políticamente, trascendió los límites de Rosario y los policías fueron condenados a penas que fueron de 2 a 20 años, cumplieron los dos tercios y salieron todos por buena conducta. El 28 de febrero de 1964 Kehoe fue baleado junto a Adolfo Trumper, cuñado de Ingallinella, al salir del palacio de Tribunales y murió.
En la prehistoria de estos sucesos encontramos al albañil anarquista español Joaquín Penina, fusilado en forma clandestina el 9 de septiembre de 1930 en las barrancas del arroyo Saladillo, también en Rosario. Había viajado a Argentina por presuntos problemas con la dictadura de Primo de Rivera, y según otra versión escapando del servicio militar obligatorio en su país. El cuerpo de Penina nunca apareció, aunque dos años después una investigación del diario Democracia averiguó dónde fue sepultado como cadáver NN. “Este secuestro inauguraría la tradición argentina de las desapariciones forzadas de personas, que alcanzaría su más brutal expresión en los años 70”, puede leerse en Wikipedia. Pero la enciclopedia libre ubica esta desaparición como ocurrida durante la dictadura del general José Félix Benito Uriburu, de 1930 a 1932. En cambio, las primeras desapariciones durante un gobierno elegido en las urnas, más allá del fraude patriótico consumado en ese comicio, tuvieron lugar siete años más tarde. Las historias del herrero Miguel Arcángel Roscigna y sus dos compañeros anarquistas, Andrés Vázquez Paredes y Fernando Malvicini, fueron relatadas por el escritor Osvaldo Bayer en Los anarquistas expropiadores.5 “El 31 de diciembre de 1937 termina la pena que sufren Roscigna, Paredes y Malvicini. Esa fecha está subrayada en la agenda del comisario Víctor Fernández Bazán”, escribió Bayer sobre ese verdadero “pesado” de la policía federal. “Ya está todo arreglado, el Uruguay ha rechazado el pedido de extradición pero ya hay un arreglo tácito entre las dos policías. En Montevideo les aplicarán el edicto de ‘indeseables’ y los expulsarán hacia Buenos Aires [...] En el vapor de la carrera no los dejarán ni moverse. Y de la dársena, directamente al departamento central. Los jueces Lamarque y González Gowland que entienden en la causa del asalto al Rawson y del asalto a La Central van a tomarles interrogatorio al propio Departamento, porque de allí no los sacan. Cuando por falta de pruebas se los sobresee, empieza para Roscigna, Vázquez Paredes y Malvicini el camino sin retorno. Cuando el secretario de la Comisión Pro Presos, Donato Antonio Rizzo, y la hermana de Roscigna van a inquirir al departamento de policía sobre el paradero de los tres anarquistas, un oficial les responderá que han sido trasladados a La Plata; en La Plata les informarán que están en Avellaneda, en Avellaneda que están en Rosario, en Rosario que están en la comisaría de Tandil, y así sucesivamente [...] Hasta los grupos libertarios de Barcelona envían dinero para que se continúe con la búsqueda. Se tiene la certeza de que han sido asesinados pero no se quiere abandonar la esperanza. Hasta que –pasados varios meses de la desaparición– un oficial de Orden Social se sincera con la Comisión Pro Presos y les dice en tono confidencial: No se rompan más muchachos, a Roscigna, Vázquez Paredes y Malvicini les aplicaron la ley Bazán, los fondearon en el Río de la Plata”. Sigue el autor de La Patagonia trágica: “hasta hoy no ha podido ser dilucidado este oscuro episodio. Nunca fueron encontrados los cadáveres, tal vez tampoco nunca se conozca la verdad”. El comisario Bazán fue premiado por Juan Domingo Perón en 1947 al nombrarlo subjefe de la policía federal. “Fernández Bazán será el único funcionario peronista que a su muerte ha sido elogiado por La Prensa de Gainza Paz, que en la necrológica hará también el elogio de la ley Bazán”. Ayer como hoy, no es un policía en particular, es el manual oculto marcado con sangre en las entrañas de la institución, es el sistema y la estructura del aparato represivo del Estado, y no hay grieta. Como bien afirma Cortiñas, cada gobierno tuvo los suyos.
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